Esa humedad que brilla en su pestaña. Laura Vizcay. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Laura Vizcay
Издательство: Bookwire
Серия: Rosa de los vientos
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874156310
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cubría a Lulú con manos temblorosas y con inmaculados pañales de franela, mientras el rabo de la niña se movía según el impulso del llanto que hacía vibrar los vidrios de las ventanas. Buenos pulmones, dijo la partera para que la madre escuchara, mientras pensaba que en sus años de oficio era la primera vez que asistía al nacimiento de una niña tan hermosa y perfecta, pero con rabo.

      La madre tomó a su hija en brazos y dijo mi Lulú. No percibió el movimiento tenue a la altura del coxis. Imaginó que era una cadena de gases que anticipaban la purificación de los intestinos y la abrazó contra su pecho. Entonces pudo ver la perfección de su rostro, de sus manitas.

      La partera le dijo Volveré a cambiarle los pañales, tratá de prenderla a tu pecho, que ablande los pezones.

      Madre e hija hicieron la tarea y un calostro dulce y cálido corrió por la comisura de los labios de Lulú. Cada succión era un saludo amoroso en el que ambas se encontraban y se unían. La partera volvió unas horas más tarde y se ocupó de la higiene de las mujeres, que permanecían confinadas en ese cuarto bien provisto y acogedor. A los niños de la casa los habían llevado al campo hasta que se pudiera, familiarmente, acomodar este acontecimiento tan inoportuno.

      La partera decidió acompañar más tiempo del acostumbrado a esta parturienta y su cría. Era una manera de no revelar lo que pasaba. Se preguntaba en qué momento lo diría. Temía que Bartolina rechazara a Lulú, que se volvía más luminosa.

      Al volver a su casa revisó las enciclopedias de consulta médica que guardaba desde que la habían entrenado en la práctica de comadrona. Solo pudo asegurarse de que los casos no eran frecuentes y que, por suerte, esta cola o rabo no era la continuación de la columna vertebral. Pensó en un significado genético y otro divino. Debía explicarle a Bartolina con ambos argumentos, el detalle de su hija tan perfecta a sus ojos.

      Pasó el primer mes y era hora de que la partera entregara el cuidado de la criatura a su madre, que ya había recuperado las fuerzas y la alegría, a pesar de tener que salir al mundo con la evidencia de una hija.

      Una tarde cálida, en medio de canciones e infusiones aromáticas, la partera invitó a la madre a dar el primer baño a Lulú. Cuando la desnudó y la sumergió en el agua tibia y jabonosa, Bartolina gritó sorprendida. Inmediatamente, la comadrona dijo, con una sonrisa tierna, Miren, ¡mi pequeña Lulú tiene un regalo de Dios! ¡Fue distinguida por la naturaleza! Bartolina, aún con sus manos ahogando más exclamaciones, dejó correr lágrimas de profunda emoción que lavaron para siempre el desconsuelo o la tristeza que intentaron alojarse en su corazón. Tal vez, por la tibieza del agua o por el aroma a lavanda que emergía del fuentón de losa, Lulú iluminó sus labios con la primera sonrisa.

      La partera antes de marcharse abrió puertas y corrió las cortinas de la confinación. Miró a Bartolina, y la encontró sentada amamantando a su Lulú. Percibió la fuerza potente de una mujer lo suficientemente feliz que, a pesar de su desobediencia social y familiar, estaba bien preparada para mostrar al mundo y sus hostilidades, un milagro, un regalo de Dios.

      Estábamos jugando en el patio y mi madre tejía junto a la vecina. De pronto, dijo ¡Qué aburrimiento! La miramos sorprendidos porque no era posible: ella siempre tenía algo para entretenerse. Inquieta y provocadora de acontecimientos, como los típicos picnics un día de sol, una caminata bajo la lluvia para chapotear con fervor en cada charco, nadar en la laguna aunque fuera otoño, ordeñar la vaca del tío Cándido a las cinco de la mañana, dormir bajo las estrellas o conocer a Calina, la suiza que soñaba a la luz de la luna, jugar al carnaval aunque no fuera febrero, en fin… cosas como esas entre otras más artísticas, como aprender a cantar con una profesora contratada por mi abuela o practicar danzas españolas con la familia recién llegada de Asturias… de ahí nuestro asombro.

      El camión Dodge de mi padre estaba estacionado en el predio que daba ingreso al depósito de maderas. Esa mañana, dos operarios habían hecho la descarga de postes. Mi padre había dado las órdenes y luego había partido en el Siam Di Tella 1500, hacia algún lugar que ni mi hermano ni yo supimos, pero que nos fue informado como un nuevo viaje. Mi madre, que lo había esperado toda la semana con el inmenso amor que sentía, tanto que despertaba en nosotros celos por su preferencia notable, lo vio partir otra vez, resignada.

      Y así estábamos, ella tejiendo y nosotros jugando. Nos habíamos trepado al árbol de quinotos, cuando mamá, sacudiéndose la pollera gris de toda hilacha y pelusa dijo Bueno, vamos a dar una vuelta. ¿Una vuelta?, preguntamos al unísono, especialmente doña Rosa, la vecina, que dejó su tejido sobre la mesa y se acomodó el mechón de cabello que caía sobre sus ojos.

      Mi madre buscó las llaves del Dodge y, para nuestra sorpresa, dijo Suban. A doña Rosa: Usted, Rosa, adelante, y ustedes, nos miró a los tres, al chasis. Era alto y lo hicimos trepando las ruedas de caucho cubiertas de barro seco. No había barandas protectoras y nos sentamos contra la cabina, llenos de ansiedad. Mi madre jamás había manejado un auto, y menos un camión. Apenas la compañía de mi padre, cuando eran jóvenes, y él la llevaba a todos sus viajes… El motor del Dodge nos puso en alerta y nos tomamos de las manos, mi hermano sentado a la derecha y Manuel, el hijo de doña Rosa, a la izquierda. Vos en el medio, así no te caés, me dijo uno de ellos.

      Pasaron muchos años, pero revivo la intensidad de ese paseo, que comenzó entre risas y asombro. Mi madre logró ubicar la palanca de cambio y el Dodge se movió lentamente. El rugido sordo del motor no incomodó al vecindario que, en la siesta de ese verano bochornoso, permanecía en silencio. Las calles eran de tierra y la polvareda se levantaba como una nube a nuestro paso. Recorrimos algunas calles inhóspitas, otras despobladas de casas y atravesamos la vía del tren. Estábamos del otro lado de la ciudad. Nos habíamos acomodado a la circunstancia del paseo, cuando de pronto una frenada nos sacudió. El motor no se detuvo. El Dodge como un monstruo marino ronroneaba sereno. Frente a una casa blanca, con un jardín tupido de flores también blancas, vimos estacionado el Siam Di Tella 1500 de mi padre. Al rato, con un tosido raro, el Dodge comenzó a moverse, nuevamente. Nos alejamos de la casa blanca, y vimos a mi padre salir a la vereda y mirarnos hasta que nos perdimos de su vista.

      El paseo terminó esa tarde cuando mi madre logró estacionar el Dodge con ayuda del carnicero, nuestro vecino, en el mismo lugar de donde lo había sacado dos horas antes. Hubo un gran silencio mientras descendíamos. Doña Rosa se cruzó a su casa y se llevó de la mano a Manuel. Mi madre entró a la nuestra y fue a su dormitorio. Mi hermano y yo, que habíamos creído que mi padre había salido a un nuevo viaje, nos sentamos en los sillones del patio hasta que se hizo la noche. Mi madre cocinó unos huevos y nos dijo que cenáramos, que ella no comería. Le dolía la cabeza. Antes de acostarnos, vimos que en el pasillo había dos valijas. Y mi hermano preguntó: ¿Nos vamos de viaje? Mi madre había entrado al baño, cuando salió nos dijo Si viene su padre, ahí están sus cosas. Al otro día, las valijas permanecían en el mismo lugar, como si esperaran algo que nunca sucedió. Mi padre dormía en su habitación, y mi madre cantaba en la cocina. Estaba preparando el mate. Nosotros desayunamos y nos fuimos a la escuela. Ella siempre hacía que cada día fuera distinto al otro.

      El suicida, acostado boca arriba sobre el lecho revuelto, abrió los ojos. ¿Qué hacía el canario de su madre revoloteando?, ¿sobrevolaba su inminente muerte?

      El pájaro golpeaba la barrera de yeso que impedía su libertad. El suicida veía, borrosa, la imagen del ave, que ahora lanzaba chillidos. Pensó que arrastraría, en su desgracia, al canario. Le cayeron unas lágrimas. El canario era como una mancha inquieta contra el cielorraso. Era tan inocente y pequeño, casi un amigo, por eso él le compraba crema de limón en la heladería de la esquina. Después lo miraba saltar del minúsculo trapecio y untar su pico en el helado. Se había reído más de una vez cuando la crema le hacía de pulsera en sus patas anilladas y casi transparentes. Incluso llegó a mantener con él charlas privadas a través de los alambres de la jaula, y una de esas conversaciones fue muy especial: le pidió que se olvidara