Por segunda y tercera vez, se oyó aquel chasquido durante el camino, y siempre creyó el príncipe que la carroza se rompía; pero no eran sino los aros que saltaban del corazón del fiel Enrique al ver a su amo redimido y feliz.
El gato y el ratón hacen vida en común
Un gato había hecho amistad con un ratón, y tales demostraciones le hizo de cariño y devoción que, al fin, el ratoncito se decidió a construir una casa con él y hacer vida en común.
—Pero tenemos que pensar en el invierno, pues de otro modo pasaremos hambre —dijo el gato—. Tú, ratoncillo, no puedes aventurarte por todas partes; podrías caer en alguna ratonera.
Siguiendo, pues, aquel previsor consejo, compraron una cazuelita llena de manteca. Pero luego se presentó el problema de dónde guardarlo, hasta que, después de una larga reflexión, propuso el gato:
—El mejor lugar es la iglesia. Allí nadie se atrevería a robar nada. Lo esconderemos debajo del altar y no lo tocaremos hasta que sea necesario.
Así, la cazuelita fue resguardada. Pero no había transcurrido mucho tiempo cuando, cierto día, el gato sintió ganas de probar la golosina y dijo al ratón:
—Oye, ratoncito, una prima me ha hecho padrino de su hijo; acaba de nacer un gatito de piel blanca con manchas pardas, y quiere que yo lo lleve a la pila bautismal. Así es que hoy tengo que marcharme. Tendrás que cuidar de la casa.
—Muy bien —respondió el ratón— ve con Dios; y si te dan algo bueno para comer, acuérdate de mí. También yo tomaría a gusto un poco del vino de fiesta.
Pero todo era mentira; ni el gato tenía prima alguna, ni lo habían hecho padrino de nadie. Fue directamente a la iglesia, se deslizó hasta la cazuelita de grasa, empezó a lamerlo y se zampó toda la capa exterior. Aprovechó para luego darse un paseito por los tejados de la ciudad; después se tendió al sol, relamiéndose los bigotes cada vez que se acordaba de la sabrosa cazuelita. No regresó a casa hasta el anochecer.
—Qué bueno que ya estás de vuelta —dijo el ratón—; seguro que has pasado un buen día.
—No estuvo mal —respondió el gato.
—¿Y qué nombre le han puesto al pequeño? —preguntó el ratón. —“Empezado” —repuso el gato de manera muy cortante.
—¿“Empezado”? —exclamó su compañero—. ¡Qué nombre tan raro y tan extravagante! ¿Es un nombre común en tu familia?
—¿Qué le encuentras de extraño? —replicó el gato—. No es peor que “Robamigas”, como se llaman tus padres.
Al poco tiempo, el gato tuvo otro antojo de la manteca, y dijo al ratón:
—Nuevamente tendrás que hacerme el favor de cuidar de nuestra casa, pues otra vez me piden que sea padrino, y como el pequeño que nació tiene una faja blanca en torno al cuello, no puedo decir que no.
El bonachón del ratoncito se mostró conforme; y el gato, rodeando sigilosamente la muralla de la ciudad hasta llegar a la iglesia, se comió la mitad de la cazuelita.
—Nada sabe tan bien —dijo para sus adentros— como lo que uno mismo se come.
Y quedó sumamente satisfecho con la acción del día. Llegando a casa, el ratoncito le preguntó:
—¿Cómo le han puesto a este pequeño?
—“Mitad” —contestó el gato.
—¿“Mitad”? ¡Qué ocurrencia! En mi vida había oído semejante nombre; apuesto a que ni está en el calendario.
No pasó mucho tiempo antes de que la gula del gato atacara de nuevo y se le llenara la boca de agua pensando en la manteca.
—Las cosas buenas van siempre de tres en tres —dijo al ratón—. Otra vez he sido elegido como padrino. En esta ocasión, el pequeño es completamente negro, exceptuando las patitas blancas; fuera de esto, no tiene ni un pelo blanco en todo el cuerpo. Esto ocurre con muy poca frecuencia. No te molesta que vaya, ¿verdad?
—¡“Empezado”, “Mitad”! —contestó el ratón—. Estos nombres me hacen pensar.
—Como estás todo el día en casa, con tu levitón gris y tu larga trenza — dijo el gato—, pues te empiezas a hacer ideas. Estas cavilaciones son por no salir nunca.
Durante la ausencia de su compañero, el ratón se dedicó a ordenar la casita y dejarla reluciente, mientras el glotón del gato se zampaba el resto de la grasa de la cazuelita.
—Es verdad que uno no puede estar tranquilo, y dejar de pensar en esto, hasta que lo ha limpiado todo —dijo.
Y, lleno de manteca, volvió a casa hasta bien entrada la noche.
Al ratón le faltó tiempo para preguntarle qué nombre habían dado al tercer gatito.
—Seguramente no te gustará tampoco —dijo el gato—. Se llama “Terminado”.
—¡“Terminado”! —exclamó el ratón—. Éste sí que es el nombre más extravagantede todos. Jamás lo he visto escrito en letra impresa. ¡“Terminado”! ¿Qué diablos querrá decir?
Y, meneando la cabeza, se hizo un ovillo y se echó a dormir.
El gato no volvió a ser padrino; y llegado el invierno, cuando las raciones de comida empezaron a escasear, pues nada se encontraba por las calles, el ratón recordó la provisión de manteca guardada en la cazuelita.
—Anda, gato, vamos a buscar nuestra cazuelita de manteca que guardamos en la iglesia; para estos tiempos nos caería muy bien.
—Sí —respondió el gato—, te sabrá como cuando sacas la lengua por la ventana.
Salieron, y al llegar al lugar donde habían guardado tan bien su botín, estaba la cazuelita, en efecto, pero vacía.
—¡Ay! —gritó el ratón—. Ahora lo entiendo todo; veo claramente el buen “amigo” que eres. Cuando me decías que ibas a ser padrino, en realidad venías para acá a comerte todo. Primero “Empezado”, luego “mitad”, luego...
—¿Te puedes callar? —gritó el gato—. ¡Si dices una palabra más, te devoro!
—... “terminado” —tenía ya el pobre ratón la palabra en la lengua.
No pudo frenarla y, apenas la hubo soltado, el gato pegó un brinco, agarrándolo, y tragándoselo de un bocado.
Así van las cosas de este mundo.
El mozo que quería aprender lo que es el miedo
Era una vez un padre que tenía dos hijos. El mayor era listo, despierto, despabilado y capaz de salir con bien de todas las cosas. El menor, al contrario, era un verdadero tonto, incapaz de comprender ni aprender nada, y cuando la gente lo veía, no podían dejar de exclamar: “¡Éste sí que va a ser la cruz de su padre!”.
Para todas las faenas había que acudir al mayor; no obstante, cuando se trataba de salir durante la noche a buscar algo, y había que pasar por las cercanías del cementerio, o de otro lugar tenebroso y lúgubre, el muchacho solía resistirse:
—No, padre, no puedo ir. ¡Me da mucho miedo!
Pues, en efecto, era miedoso.
En las veladas, cuando se encontraban todos reunidos alrededor a la lumbre, y alguien contaba uno de esos cuentos que ponen carne de gallina, el público no podía dejar de exclamar: “¡Oh, qué miedo!”. El hijo menor, sentado en un rincón, escuchaba