Sé que ellos vendrán esta noche.
Me mudé al suburbio hace seis meses, tras solicitar un año sabático en la universidad donde doy clases de psicología y de historia del arte. Quería alejarme de la ciudad y, sobre todo, del campus donde mi ex esposa da la cátedra de psiquiatría. Topármela en los pasillos se había vuelto intolerable.
Nuestras diferencias comenzaron hace dos años, cuando me embarqué en el proyecto de mi tesis de doctorado. En él propongo la utilización de talleres de pintura como parte del tratamiento para enfermos mentales y abogo por la capacidad curativa del proceso creativo. Mi esposa nunca estuvo de acuerdo. Me tachó de irresponsable por sugerir algo que, según ella, tenía que ver más con el romanticismo que con la medicina. Se dedicó a rebatirme, tanto en las acaloradas discusiones que sosteníamos en casa como en las páginas de las publicaciones universitarias en las que ambos colaboramos. Mi matrimonio terminó por desmoronarse y, en cambio, creció la obsesión por probar mi teoría.
Ningún hospital psiquiátrico privado se interesó en el concurso de pintura que deseaba llevar a cabo entre internos, pero el manicomio público aceptó mi propuesta. Los resultados fueron deslumbrantes: trazos intensos, colores delirantes, figuras que se movían entre el mundo de la razón y la pesadilla; pero, sobre todo, un conjunto de pinturas vivas, entrañables.
Una exposición con todos los trabajos participantes se montó en las paredes de la institución. Los pacientes estaban contentos, no dejaban de estrecharme la mano y darme palmadas torpes en la espalda. Destacaba el cuadro ganador: una estrella de mar sobre el césped recién cortado de una casa en cuya fachada cuelga un letrero de SE VENDE. La imagen resultó de algún modo profética: meses después, el manicomio cerró por falta de recursos. Fui a despedirme de los pacientes en su último día: me miraban con rencor, como si me culparan por su felicidad perdida. El director respondió con vaguedades cuando le pregunté so bre el destino de todos ellos.
El cierre coincidió con la autorización de mi sabático. En el periódico encontré una casa en renta, muy cerca del sanatorio clausurado. La alquilé de inmediato. Me dediqué a leer y a terminar la tesis. Algunas veces me paseaba por las inmediaciones del manicomio, quizá esperando encontrarme a algún antiguo paciente que lo rondara, pero ahí sólo estaban las puertas y ventanas tapiadas; recordatorios de mi truncado experimento.
Entonces apareció el hombre de la podadora. Mis vecinos no me habían interesado hasta que, hace un par de semanas, mientras impermeabilizaba el techo anticipándome a las lluvias, vi a un sujeto cortando el césped de su jardín trasero. Al principio no le presté mucha atención, pero de pronto noté que confeccionaba una figura semejante a las formas que aparecen de manera misteriosa en los sembradíos, llamadas crop circles.
Esperé pacientemente a que terminara y surgió la revelación: era una estrella ancha y de cinco picos, muy pare ci da a la del cuadro del sanatorio. Un sentimiento sombrío se apoderó de mí y entendí que debía buscar en mi archivero las fotografías del resto de las pinturas: todas contenían la figura de la estrella, camuflada en la mayoría de los casos.
En los días siguientes, las señales se fueron extendiendo en el vecindario: actos de vandalismo, apagones, grafitis extraños y lo más perturbador: un tendedero improvisado en un cable de luz del que colgaban camisas de fuerza.
Hoy por la mañana, frente a mi puerta, en medio de un charco de agua y arena, apareció la estrella. La puse en mi mano: palpitaba como un corazón marino. ¿Qué senderos se abren, qué conexiones se establecen, qué fuerzas se desatan cuando se logra estimular los sótanos más oscuros de la mente humana? Pronto lo sabré; he esperado durante horas debajo de la mesa de la cocina. Me alegro de ponerle punto final a mi experimento.
Golpean la puerta. Estalla el cristal de una ventana.
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