—Oh, a partir de ahora tendré a cargo todas nuestras secciones: el comisario jefe Maronti ha sido promovido a subjefe, se va a Mantua y asumo su cargo. Naturalmente, tú, Ran —Diminutivo que mi amigo me había puesto abreviando mi nombre de Ranieri—, a pesar de tu grado te quedas conmigo. —Yo solo era subbrigada,5 mientras que normalmente el ayudante del comisario jefe era al menos brigada,6 si no un subteniente—7 Lamento que seas un firmaiolo.8 Si hubieras entrado en la Escuela de Policía como Evaristo,9 por veteranía ya serías brigada, en lugar de estar todavía esperando; en todo caso, no me importa que solo seas subbrigada, te mantengo igual como ayudante directo. Tal vez antes o después salga un concurso interno para pasar al servicio permanente efectivo y presentarás tu solicitud: te mereces el grado y un salario mayor e incluso recorrer toda la carrera hasta teniente en lugar de quedarte como brigada.
—Gracias —le respondí. En realidad, hacía tiempo que me rondaba de vez en cuando la idea de no reengancharme al acabar mi plazo de servicio (era el segundo plazo) y dedicarme enteramente a la escritura, mi verdadera vocación y un campo en el que ya había tenido ganancias esporádicas como periodista, publicista y laureles como poeta: laureles, porque carmina non dant panem. En todo caso, era grande el miedo a quedarme del todo sin pan al perder el salario.
¡Qué recuerdos me trae ese tiempo! En 1961 era un hombre de veintinueve años, longilíneo, de un metro noventa de alto, no un encorvado anciano desplumado y flácido como hoy y disfrutaba de una fuerza leonina; un vigor que puedo sentir en mi interior solo en esos sueños en los que uno se encuentra joven y con el futuro delante de los ojos, no detrás de las espaldas. Soy Ranieri Velli y, solo para mi amigo Vittorio, Ran. Desde hace muchas décadas (¡demasiadas, ay!) soy escritor y periodista profesional10 , lleno de achaques.
En cuanto a D’Aiazzo, entonces tenía cuarenta y dos años. Era un hombre fuerte, pero no alto, en torno al metro sesenta y cinco y tenía una exuberante cabellera negra que, con el tiempo, se iría haciendo más rala. Éramos amigos desde hacía años y nos tuteábamos en privado. Quién sabe: tal vez la amistad había surgido por una acción armada que había evitado ser el objetivo de un pistolero enajenado al que herí y detuve poco antes de que hiciera fuego o sencillamente podía haber nacido de tener gustos similares: entre otros intereses comunes, también a Vittorio le apasionaba la literatura clásica y muchas veces, fuera de servicio, hablábamos entre nosotros, en su casa o en el restaurante o paseando en torno al gran cuadrilátero11 de soportales que recorre el centro de la ciudad: entre los poetas italianos, después de Dante, que era evidentemente el primero de todos, para mi estaba el inmenso Leopardi y para él, Foscolo. Por otro lado, él era mi único amigo y entendí que lo mismo pasaba con él, algo a lo que colaboraba nuestra profesión, estresante y sin horarios.
El nuevo comisario jefe puso fin a toda prisa a la celebración:
—Ya vale, chavales, ahora a trabajar, que tenemos asuntos pendientes y, por ahora, todavía estamos en nuestra unidad. Mañana os comunicaré los cambios. —Tras salir los demás, se dirigió a mí—: Escucha, Ran: en Navidad no estarás de guardia, ¿qué te parece si te invito a comer en el restaurante Palestro? ¿O tal vez mamá y tú prefiráis hacer juntos la comida de Navidad?
Después de mi primer destino, a las órdenes de Vittorio, pero en la Brigada Móvil de Génova, en 1959 fuimos transferidos ambos a Turín, mi ciudad natal y había vuelto a vivir con mis padres, encantados de acogerme, como hijo único, en su pequeño apartamento en una antigua casa en via Ignazio Giulio, no muy lejos de la Comisaría. Con gran pena por nuestra parte, mi padre murió en 1960, de repente, debido de un ictus grave que le había dado en casa el 28 de diciembre; había pasado felizmente la Navidad con mi madre y conmigo. Este año mi madre se quedaría sola a la mesa si aceptaba la invitación.
—No sé —respondí después de un par de segundos de duda—, ¿te puedo contestar mañana?
Lo entendió:
—… ¿Y por qué no invitamos también a mamá?
—Ah… pues sí, ¡gracias! Estupendo, se lo digo y te contesto mañana.
—… Espero entonces hasta mañana.
Mamá prefirió no aceptar:
—Come en Navidad con tu superior, tranquilamente, yo como sola, no me importa: una ensalada, un huevo y pasta con tomate. Yo celebro la Natividad de Nuestro Señor en la iglesia. Pero querría pedirte un favor, Ranieri: esa mañana, ven conmigo a misa a la Consolación. La basílica está aquí delante y no hay que caminar y es una misa especial, no solo por ser de Navidad, sino también porque la he reservado desde hace meses en honor de del alma santa de tu padre. Vendrás, ¿verdad?
Asentí con alegría:
—¡Por supuesto que voy! Por supuesto, si además es por papá y así celebro contigo a tu manera. ¿A qué hora es?
—Es la misa de las once. —Sonrió con gran satisfacción por llevar a misa, al menos una vez, al pecador de su hijo.
FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO
Postal de 1936 que muestra el Santuario de la Consolación, en la que aparece al fondo, a la izquierda del lector, la via Carlo Ignazio Giulio, la calle donde vivían Ranieri Velli y su madre. La imagen, de dominio público, está en la dirección web https://it.wikipedia.org/w/index.php?curid=282190
Mi madre y yo acabábamos de salir de la basílica de la Consolación poco antes del mediodía, faltaban tres cuartos de hora para la cita y Vittorio aún no había empezado su misa en Santa Bárbara, una parroquia no muy lejana, en via Assarotti. Habíamos quedado delante de la iglesia a la una menos cuarto.
—Feliz Navidad, querido —me despidió mi madre con una caricia.
—Feliz Navidad —le respondí sonriendo con un afecto íntimo, pero sin expresión física: nunca había sido una persona expansiva, ni siquiera de niño, y mi madre en esos años había sufrido, como me diría tiempo después, pero afablemente, por la dulzura de su carácter: solo una vez y luego nunca me lo volvió a reprochar, lo que no significa que ya no le doliera, como hoy puedo intuir, al haberme suavizado con el paso de los años; solo que no me lo volvió a dar a entender.
Mi madre se volvió a su casa, mientras yo me iba por la via Assarotti a paso lento. De todos modos, llegué antes de tiempo, por lo que me di una vuelta por la zona. Hacia la una menos veinte estaba de nuevo delante de la iglesia y esperé; una espera breve, pues mi amigo salió con los demás fieles pocos minutos después.
Había reservado la comida de Navidad para la una. El restaurante, un local antiguo que todavía hoy existe, está casi en via Garibaldi y no muy lejos de Santa Bárbara, por lo que fuimos aprisa.
Creo que, siendo el día de Navidad y nosotros solo dos, no habría sido posible tener un buen lugar amplio en ningún restaurante. Nos habían reservado una pequeña mesa triangular en un rincón de la sala. Todas las sillas estaban ya ocupadas cuando llegamos, salvo las de una mesa junto a la entrada, pero que estaba reservada, como indicaba un pequeño cartel que vi fugazmente al entrar. Después de cinco minutos llegó un grupo que, por indicación de un camarero, había ocupado el lugar: un grupo al que, como entonces no podía saber, en el futuro le interesarían mucho nuestras investigaciones, porque acabaría con una serie de acontecimientos tan funestos que casi podríamos hablar de una tragedia griega. Eran