De la audacia de aquellos días quedaron afortunadamente numerosos testimonios. La sistemática destrucción de los rastros documentales de las Comunidades, por orden del emperador triunfante, no logró borrar completamente la memoria comunera. Algunos de sus mejores testigos fueron enemigos acérrimos. Pero qué ilustres adversarios: humanistas como Pedro Mártir de Anglería o fray Antonio de Guevara, médicos socarrones como Francisco López de Villalobos, cronistas más o menos parciales como Pedro Mexía, Pedro de Alcocer, Alonso de Santa Cruz o Prudencio de Sandoval, entre varios otros. También hubo quien dejó testimonio desde una sensibilidad más cercana a la de los insurgentes, como el gran erasmista Juan Maldonado, el trinitario Alonso de Castrillo o el líder civil y decidido comunero Gonzalo de Ayora. En este libro, además de volver a recorrer compilaciones documentales como la fundacional de Manuel Danvila, o los procesos contra comuneros que se han publicado, se leen cuidadosamente y a contrapelo todas estas crónicas que trataron de dotar de sentido a aquellos hechos desmesurados.4
Se ha hecho un esfuerzo por dar voz a algunos de los protagonistas, por seleccionar los momentos más expresivos de las fuentes, los que mejor condensan los conflictos y las posiciones, la práctica política y las ideas comuneras. Se ha puesto más atención a la acción del común que a la reacción imperial, tratando de ofrecer esa mirada desde abajo que tanto fruto dio hace décadas para comprender la historia popular del Antiguo Régimen, y particularmente la de aquellas convulsiones que trataron de acabar con él. Estas páginas también ofrecen algunas reflexiones sobre las ideas y las prácticas políticas de la gente común en el siglo XVI, sobre los vocabularios y los imaginarios que permitieron en parte la insurrección, sobre los significados que los de abajo dieron a sus acciones y palabras en su lucha por la justicia y por una libertad un poco más igualitaria y un poco más fraterna.
Toda historia es un diálogo tenso entre las preguntas del presente y los rastros del pasado. Y este libro trata abiertamente de prolongar ese diálogo, de rescatar la revolución de 1520 del abismo de un tiempo completamente otro para hacerla inteligible e imaginable en el nuestro. Los restos documentales del pasado se recorrerán con el mismo rigor, espero, que cualquier libro de historia académica. Pero las preguntas de hoy, en lugar de mitigarse pulcramente con la retórica y los modos de aquella, resonarán tal vez más fuerte, subirán un poco de volumen. Se representará el drama de la revolución comunera para espectadores que solo conocen aspectos generales de la trama, al tiempo que se invita a pensar históricamente sobre la relación entre aquel pasado y nuestro presente.
Por el camino de la narración histórica, y sobre todo al final del recorrido, se señalizan las posibilidades de futuro que alberga el pasado comunero. Un movimiento que incorporó a los sectores plebeyos, urbanos y campesinos, a la vida política de la república. Un proyecto de inclusión política y sin duda constituyente, con aspiración ordenadora. Las diversas posibilidades de transformación que alumbró el movimiento comunero han apelado históricamente (y apelan hoy) a diferentes sensibilidades políticas. El liberalismo constitucional, el republicanismo, el socialismo democrático, el populismo, el castellanismo, el municipalismo, el federalismo: los comuneros tienen cosas que decir (o preguntas que hacer) a todas estas tradiciones. Su revolución, además, puede tener un lugar central en la construcción de una cultura histórica y una política pública del pasado tal vez más democráticas.
El enfoque del libro acabó cristalizando en torno a unos hermosos versos de Antonio Gamoneda, que figuran al comienzo de estas páginas. Se trata del poema que abre su excepcional Canción errónea, de 2012, y que se sitúan como epígrafe al comienzo de estas páginas. Siempre estamos recuperando a Gamoneda porque nunca lo tuvimos del todo con nosotros. Un poeta de clase obrera que escribió desde la pobreza y la rutina, contra la pobreza y la rutina estéticas, en la extensa provincia de la España vaciada y desde una región poética que solo a él le pertenece. La melodía de Gamoneda, errónea, extemporánea, extraterritorial, ha ayudado a darle una estructura narrativa y de alguna manera sentimental a este libro.
El relato irá del relámpago de la insurrección al vértigo de la derrota, de las semillas y arterias de la tradición rebelde al fuego de la democracia comunera, o de la luz de algunas ideas nuevas a la germinación desesperada de sus legados históricos. Los capítulos 1 y 6 cuentan de manera condensada y selectiva algunos hechos fundamentales de la revolución y la derrota. Contenidos dentro de este marco narrativo, se incluyen otros cuatro capítulos que profundizan en diferentes aspectos y momentos de la revolución: de dónde venían los comuneros («La tradición rebelde»), quiénes eran («El rostro de la Comunidad»), qué hicieron («La república plebeya») y qué tipo de discurso pusieron en juego para hablar de sus aspiraciones («Pensamiento comunero»). Frente a la aceleración narrativa de los capítulos 1 y 6 (que algunos lectores tal vez prefieran leer seguidos), la pausa del 2 al 5 se demora en el análisis de lo que ocurrió durante aquellos pocos meses interminables. Un último capítulo explora los «Legados comuneros» en la historia contemporánea, su lugar constitutivo en el pensamiento liberal, en el republicanismo plebeyo y el socialismo internacional, las disputas historiográficas del siglo XX y la memoria de Villalar en la Transición y el periodo democrático. El recorrido se cierra con un epílogo que quiere ser también un canto de esperanza como aquel que, escrito por el poeta Luis López Álvarez y musicado por el Nuevo Mester de Juglaría, habita en la memoria de tanta gente. Algunas personas encontrarán versos del romance sembrados en la prosa, trepados en la sintaxis de las frases. No lo referencio: cualquiera que sepa el poema los reconocerá.
Estas páginas se escribieron entre la primavera y el otoño de 2020, durante los mismos días y casi al mismo ritmo acelerado que, hacía exactamente quinientos años, se habían rebelado las ciudades y los pueblos de Castilla. Los mismos días, por cierto, en que una brutal pandemia transformaba el mundo tal y como lo conocíamos. El proceso de escritura fue relativamente rápido, pero la historia de estas páginas debió de empezar en realidad hace décadas. Tal vez comenzó a masticarse algún 23 de abril del fin de siglo en la campa de Villalar. O incluso antes, con la primera memoria oral de los versos de López Álvarez, aprendidos no del disco de Nuevo Mester, sino de la boca de mi amigo David Pérez, que lo había oído en casa y que lo cantó con arte, a nuestros diecisiete años, en un verano caminando por los pueblos de Castilla y León. Más tarde, ya en las aulas y las bibliotecas, este libro se ha alimentado de un sostenido interés por la cultura popular y la historia literaria e intelectual de los siglos XVI y XVII, entre otras cosas.
Las deudas acechan, como siempre, al terminar el trabajo. La ayuda de las trabajadoras de la Regenstein Library (Universidad de Chicago), cuando la pandemia imposibilitó el acceso a archivos, bibliotecas y al préstamo interbibliotecario, ha sido inestimable. La extraordinaria eficiencia y generosidad del International Institute of Social History de Ámsterdam me facilitó materiales difíciles de encontrar. Muchos amigos y colegas han contribuido con ideas, materiales y lecturas. Agradezco sinceramente la generosidad de Enrique Berzal, que compartió trabajos publicados y borradores inéditos sobre los legados comuneros. Jesús de Prado Plumed y Noel Blanco Mourelle, la sabiduría y la curiosidad omnívoras de ambos, me echaron un cable en varios momentos. Vicent Baydal me ayudó a orientarme en la bibliografía sobre la Germanía valenciana, a la que lamentablemente no le he podido prestar la suficiente atención. Ricard Torra-Prat me dio noticia de un texto interesantísimo en el Dietari de Jeroni Pujades. Carmen Vaquero Serrano también ofreció generosamente ayuda para facilitarme su edición de El proceso contra Juan Gaitán. Mi colega John P. McCormick me echó una mano amable con una consulta maquiavélica. Varias personas leyeron partes del manuscrito y dieron feedback, ayudando sobre todo a enderezar las torceduras de la escritura académica, que son ya escoliosis crónica: mi hermana María y mi cuñado Toni, mis padres Miguel y Ana, Tomé, mi tío Luis. Mención especial merece la lúcida y minuciosa lectura de David Becerra Mayor, editor magnánimo. Gracias a Xavi Domènech, por la cálida generosidad del prólogo y por su mirada perspicaz desde la historia contemporánea, anclada en una tradición