PG: Yo elegí el turno tarde porque, a pesar de haber sacado una buena nota en el examen de ingreso, vivía tan lejos que preferí evitar el madrugón. Fui compañero de curso y amigo de Enrique Tandeter, el gran historiador colonialista. Hacia fines de 1959 o principios de 1960 mi familia se mudó a Defensa 251, a la vuelta del colegio. De allí en adelante, mi presencia en el Buenos Aires se hizo más intensa. Empecé a militar dentro de la corriente reformista, la de izquierda, que era claramente minoritaria frente a los humanistas. El rector, Florentino Sanguinetti, había autorizado la realización de elecciones en el claustro estudiantil. En nuestro curso, el que compartíamos Enrique y yo, se imponía el reformismo. Había algo así como un parlamento y yo era jefe del bloque reformista. Ahí empecé una vida de militante estudiantil, llena de grandes ideas y ambiciones desmedidas, que a la distancia veo muy marcada por esa institución peculiar: todo chico del Buenos Aires cree que ser militante estudiantil en ese colegio es lo mismo que ser Premio Nobel, ¿no? Fue en este marco que la presencia de Portantiero, y otras figuras que lo rodeaban, adquirió regularidad e intensidad.
RH: Para entonces, con 25 o 26 años, y cuando estaba por publicarse el libro que recién mencionabas, Realismo y realidad en la narrativa argentina, Portantiero ya era una estrella que brillaba con luz propia en el firmamento del comunismo porteño. ¿Qué recordás de ese ambiente?
PG: En mi pequeño mundo, el Negro Portantiero era una estrella, pero había otras, que también frecuentaban mi casa de la calle Defensa. Entre ellos, el poeta Juan Gelman, de quien tengo libros dedicados a mi familia, también a mí, a mi hermana Vera, a la que Juan quería especialmente. Venían también escritores como Andrés Rivera, Roberto Hosne, y el dramaturgo Tito Cossa. No recuerdo cómo se llama la primera obra de Roberto Cossa, pero me acuerdo de verlo ensayándola, haciendo la gestualidad, en el living de mi casa. Ese era un mundo “Mariquita Sánchez de Thompson”, digamos, porque el liderazgo era de mi madre. Mi padre era un ser encantador e inteligente, al que todo el mundo quería muchísimo, pero no tenía el refinamiento intelectual de mi madre.
RH: Esa sociabilidad ya no era la de un estrecho círculo de activistas comunistas.
PG: Eso no fue para mí una continuidad de la experiencia comunista de mi primera infancia. Además, yo era más grande y todo era más excitante. Por otra parte, poco después de que Juan Carlos publicara Realismo y realidad en la narrativa argentina, comenzó a pasar otra cosa. Más que la experiencia de militantes comunistas, lo que presencié fueron los aprestos de conspiradores que se preparaban para abandonar el Partido Comunista. Me acuerdo de conversaciones en mi casa sobre la falta de democracia interna, un argumento típico con el que comienzan esos movimientos de ruptura. Pero, a diferencia de secesiones anteriores, esa tenía otro horizonte, generado por Cuba. El año 1961 fue el año en que el lado romántico de la Revolución cubana se impuso por sobre los dogmas algo resecos del marxismo-leninismo. Y fue entonces que todo ese grupo se volvió –si querés decirlo así– procubano. Y esa experiencia no tenía nada que ver con lo que nosotros vivimos en el Partido Comunista Argentino, que siempre había sido muy poco osado en sus opciones políticas (la Unión Democrática, etc.). Bajo el impacto de la radicalización de la Revolución cubana, ese grupo se fue corriendo a la izquierda y fue preparando su salida del partido. Finalmente, esa ruptura tuvo lugar en 1963, cuando Juan Carlos y otros militantes fundaron Vanguardia Revolucionaria. En síntesis, la experiencia más intensa que tuve como miembro del mundo comunista fue la de una ruptura con el partido, no la experiencia dentro del partido. Lo anterior, cuando era muy chico, era lo que te conté con esos flashes de infancia, como el retrato de Stalin o el “cinco por uno”.
RH: Antes de volver sobre tu relación con Portantiero, quisiera preguntarte qué lugar ocupaba el peronismo en tu mundo de adolescencia y primera juventud. En lo que venís relatando, las novedades vienen asociadas a las querellas dentro del comunismo, las transformaciones de la izquierda y el problema de la actualidad de la revolución. ¿Qué veías del gran escenario de la política argentina, en particular de la cuestión peronista?
PG: Aparece intensamente, y para mí fue importante. En un punto, la experiencia comunista era sobre todo la vida de mis padres, que al comienzo veía con admiración. Pero yo también empezaba a vivir mi propia vida, la de un adolescente que ya era casi un joven y tenía amigos que lo moldeaban tanto como la familia. Terminé el colegio secundario en 1962, un año antes de la constitución de Vanguardia Revolucionaria. Y también quise, ahora me doy cuenta –debería ir a un psicoanalista a hablar del tema–, armar mi propia ruptura. Y mientras se desplegaba la experiencia rupturista en mi casa, en paralelo me sumé a un grupo que se llamó 3MH, esto es: Tercer Movimiento Histórico. El nombre lo dice todo: ¿cómo superar al peronismo? Y allí estaba, con mis amigos de generación, ya no en una situación de “hermano menor” de Portantiero. De ese grupo efímero participaron Jorge Castro, Jorge Bolívar, Aldo Comotto, Arturo Lewinger, su hermano Jorge Omar, Rolando “Lanny” Hanglin. La mayoría venía del grupo Praxis, de Silvio Frondizi. Yo me acerqué más tarde. Algunos de ellos terminaron en la guerrilla, otros apoyando al gobierno de Onganía o buscando “un general nasserista”, como estaba de moda entre jóvenes nacionalistas.
RH: Para ayudar al lector a situar esta experiencia, señalo que el derrocamiento de Perón y la Revolución cubana sacudieron el tablero de la izquierda. La colocaron ante un nuevo escenario, en el que la revolución ya no formaba parte de un horizonte lejano o utópico sino que, por primera vez, tenía existencia real en América Latina. Este panorama renovado fue especialmente atractivo para algunos grupos disidentes y, sobre todo, para las nuevas generaciones, que comenzaron a alzar la voz contra el quietismo político de las formaciones tradicionales de la izquierda. La expansión de la matrícula universitaria –gran factor de politización juvenil– le dio una base más amplia al movimiento de impugnación. Había algo nuevo en el aire, y una prueba de ello es que un ya muy veterano Alfredo Palacios aprovechó el momento cuando, convertido en un defensor entusiasta de la Revolución cubana, en 1961 ganó la elección porteña para cubrir una banca de senador. Muchas de las nuevas experiencias políticas nacidas en esos años fueron efímeras, pero aun así marcaron que el monopolio del PS y el PC sobre las posiciones de izquierda había terminado. Y ello ponía en la agenda nuevas formas de articulación con las clases populares peronistas y con el peronismo. La idea de superar al peronismo, conquistando sus bases para un programa de cambio de signo revolucionario, fue el sueño de muchos. Esa aspiración alimentaría la radicalización que cobró envergadura a fines de esa década. Ironías del destino: cuando finalmente adquirió forma, dos décadas más tarde, el Tercer Movimiento Histórico surgiría en el seno de un partido que no era ni es de izquierda y que nadie de izquierda en esos años sesenta tomaba en cuenta.
PG: En efecto, ese mundo que había conocido en mi infancia estaba en crisis. Por el influjo de mi casa, era pasivamente un rupturista dentro del Partido Comunista y, afuera, activamente un rupturista, es decir, alguien colocado en un lugar que ya no era el del comunismo, preocupado por cómo se lo podía superar. Después, cuando en los años del gobierno de Alfonsín me encontré con que el radicalismo abrigaba la esperanza de crear el Tercer Movimiento Histórico, esa aspiración me hizo gracia. Una vez le dije a Raúl: “Junto con unos amigos del secundario, yo inventé esta historia del tercer movimiento histórico”. Se rió, condescendiente.
RH: En los sesenta, ese Tercer Movimiento Histórico pertenecía a las derivas posibles del peronismo, no del radicalismo. Esto quiere decir que ya muchos creían que el peronismo podía ser conceptualizado como una experiencia política valiosa que, debidamente orientada, expurgada de sus costados burgueses, reaccionarios, podía servir para edificar una política de izquierda, un orden socialmente más democrático.
PG: Por supuesto, para nosotros, para mis amigos, el peronismo no era un fascismo, como tampoco lo era ya para Portantiero y para muchos otros. Esa estación de la reflexión sobre el peronismo había quedado bien atrás. Hay una experiencia que puede ayudar a entender para qué lado