RH: Es decir, hasta las elecciones internas del peronismo en julio de 1988, en las que, para sorpresa de muchos, un político de una provincia marginal como Carlos Menem venció a Cafiero, que dominaba el aparato partidario en los mayores distritos del país, y se convirtió en el candidato a presidente del justicialismo. En su momento, Alfonsín había alentado el crecimiento de Menem, de modo de restarle envergadura a la renovación representada por Cafiero.
PG: El triunfo de Menem nos acortó mucho el horizonte. Nosotros estábamos preparando un plan nuevo, otro más, y tuvimos que apurarlo cuando vimos cómo se complicaba el panorama político. El Plan Primavera, de agosto de 1988, fue tan inconsistente como los de febrero y octubre de 1987. Y al anunciarlo se vio cierta candidez: había incorporado una forma de cobrar retenciones a través de un sistema de tipo de cambio múltiple que anunciamos justo dos semanas antes de la inauguración de la Exposición de la Rural.
RH: La consecuencia fue la gran silbatina que los socios de la Rural le regalaron a Alfonsín en Palermo.
PG: Sí, efectivamente. Me involucré mucho en la elaboración del Plan Primavera, a las órdenes de Machinea, que coordinó el trabajo. Y esa fue una experiencia muy dramática para mí. Tuve una muy temprana conciencia de muerte, ya desde adolescente, que me marcó mucho a lo largo de mi vida. Con el tiempo aprendí a convivir con ella, pero en esos momentos de mucha presión no pude manejarla. En septiembre de 1988 tuve un ataque de pánico. Ni siquiera podía cruzar el umbral de mi casa; tomar el ascensor me daba ataques de terror. Creí que ya no podría volver a trabajar en el Ministerio.
RH: Te sobrepusiste, sin embargo…
PG: Pero con la conciencia de que, pese a que ese equipo tenía habilidades maradoneanas, el Plan Primavera no iba a funcionar. Hasta que el 6 de febrero de 1989 –el famoso 6 de febrero en que todo se vino abajo–, ya casi sin reservas en el Banco Central, y sin el apoyo del Banco Mundial, no tuvimos más remedio que liberar el tipo de cambio. El dólar comenzó a subir y avanzamos hacia el período hiperinflacionario final.
RH: Ese brote hiperinflacionario, con la inflación desbocada y acelerándose mes a mes, fue una experiencia dramática. Cuando en febrero el Banco Central se quedó sin reservas para contener una corrida, restaban diez largos meses para el final del mandato. Además, todavía faltaban tres meses para las elecciones presidenciales del 14 de mayo.
PG: Tras la derrota de 1987, Alfonsín había actuado rápido, designando a Eduardo Angeloz como candidato. Así que ya había un nombre. Y fue entonces cuando Sourrouille me pidió que colaborara en la campaña, como nexo con el equipo de Angeloz. “Hacele unos papeles a este hombre”, me decía mi amigo Juan Sourrouille, el hombre lacónico. Así que, cuando me sobrepuse al ataque de pánico, me puse en contacto con el candidato. Todos sus asesores me miraron con cara agria, porque “venía la hiperinflación a darnos lecciones”. Allí estaban Roberto Cortés Conde, Juan José Llach y Ricardo López Murphy. Y había gente de FIEL, de la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas.
RH: Salvo Ricardo López Murphy, nacido en una familia radical, los demás no provenían del tronco partidario. Un denominador común es su mayor proximidad al pensamiento ortodoxo. Ese equipo daba crédito a la visión que lo describía como el candidato del ajuste.
PG: A Juan José Llach, que es un social-cristiano, es difícil llamarlo un ortodoxo puro. Pero sí, sin duda eran más ortodoxos. Trabajé poco con ellos al servicio de la nueva candidatura, ya que yo era la voz del equipo de Sourrouille, que estaba de salida. Cuando llegué por primera vez a su oficina, Angeloz me llamó a un costado. Me hizo la pregunta que debía hacerle a alguien que venía del equipo de Sourrouille: “¿Por qué les fue mal? Contame por qué les fue mal”. Le hablé de una situación imposible ya en el punto de partida, que nunca cambió. El Plan Brady recién apareció en el horizonte cuando estábamos saliendo del gobierno. No le hablé de los costos económicos del Tercer Movimiento Histórico porque en ese momento no lo tenía tan claro. Y creo que, de haberlo tenido claro, tampoco se lo hubiera dicho.
RH: Me pregunto si tu visión del proyecto político de Alfonsín no cobró otro sentido a la luz de los intentos reeleccionistas posteriores. A fines de la década de 1980, era difícil situar a Alfonsín en una trayectoria más amplia: el escenario tenía mucho de novedoso, su principal figura no encajaba en el molde del político radical tradicional. Pero luego de Menem y los Kirchner, esa rara avis que fue el primer presidente de la democracia puede verse como parte de una historia más larga, donde la vocación por concentrar poder aparece como una constante, y las circunstancias específicas que inspiraron cada proyecto y que legitimaron sus aspiraciones –la consolidación de la democracia, la transformación económica, la reparación del daño social provocado por el derrumbe de la Convertibilidad– se presentan como factores de naturaleza más circunstancial. Y entonces se acentúan los parecidos no solo con Menem y los Kirchner, sino también con Yrigoyen y Perón. La trayectoria de la democracia a lo largo del siglo nos da otra perspectiva sobre sus principales proyectos con vocación hegemónica.
PG: Lo que enseña la mirada del historiador, ¿no? Creo, de todos modos, que el “vamos por todo” de Alfonsín tuvo sus particularidades, que lo separan de la experiencia peronista anterior. Alfonsín quiso convertir al radicalismo en una fuerza predominante, pero con tonalidades socialdemócratas, con las tonalidades de la vieja socialdemocracia. Quiso ganarle la partida al peronismo, pero sin convertirse al populismo. Alfonsín no hablaba de “pueblo”; hablaba de “movimiento obrero”. Perseguía la utopía de una gran coalición de clases medias y trabajadores en un marco democrático liberal. Hubiera sido asombroso que le saliera bien.
RH: En esa conversación con Angeloz, entonces, el núcleo de tu argumento giraba en torno a que el fracaso era inevitable debido a las restricciones que habían tenido que enfrentar.
PG: En el momento en que él me lo preguntaba, hacia fines de 1988, la situación era desastrosa, por dos razones. Primero, por la crisis de la deuda con la que habíamos asumido y que nos había acompañado durante todo el gobierno. Segundo, por la natural prioridad de la consolidación democrática por encima de cualquier otro objetivo. Y le transmití más débilmente que en algunos momentos hubiéramos debido ponernos más firmes. “Pero eso, doctor”, le dije, “eso es algo que le digo ahora y no sé si tiene valor para usted, porque en ese momento no lo pensábamos de ese modo”.
RH: La relación entre Sourrouille y Angeloz terminó mal, en medio de un escándalo. Cuando la corrida cambiaria parecía no tener fin, en marzo de 1989, Angeloz pidió a través de la prensa la renuncia de Sourrouille, aparentemente sin consultarlo antes con Alfonsín. Celebró su renuncia con un exabrupto: “Le pegué entre ceja y ceja”, se ufanó. Angeloz era el candidato presidencial de un partido muy dañado por el fracaso de su política económica que, además, corría atrás de Menem en las encuestas sobre intención de voto. Es comprensible que quisiera tomar distancia de un ministro muy desgastado al que, por otra parte, muchos hombres del radicalismo no sentían como uno de los suyos. De todos modos, fue una frase de una agresividad notable, un eco de los años de la violencia. Hoy no podría pronunciarse.
PG: Eso precipitó la renuncia de Sourrouille, que fue reemplazado por Pugliese, del que ya hablamos, un hombre del partido. Esos dichos de Angeloz fueron, para mí, como la experiencia con Bittel: hasta aquí llegué, me dije. Y le pedí a Juan que me relevara de la tarea de colaborar con el equipo de Angeloz. Antes de renunciar, Sourrouille me devolvió al Ministerio, pero también me pidió que siguiera con Pugliese. Mario Vicens, Roberto Eilbaum, Ricardo Carciofi y algunos pocos más nos quedamos como último pelotón del equipo de Sourrouille. La patrulla perdida.
RH: A esa altura, sin reservas para contener el dólar y sin capital político, no tenían ya mucho para hacer, más que rogar que el tiempo transcurriera lo más rápido posible.
PG: