Al día siguiente, un lacayo con librea acudió a su domicilio portando una encendida carta de amor acompañada de un estuche conteniendo una valiosa joya. Un topacio montado en un precioso anillo de oro. Anna quedó impresionada y totalmente confundida.
Aquella misma tarde, cuando el barón le rindió visita, la joven no encontró palabras bastantes para expresarle su reconocimiento. El barón, para cortar su elocuencia, le ofreció un beso que depositó largamente en la frente de la joven. Seguidamente hizo entrar una serie de criados cargados con toda clase de vituallas como para organizar una cena copiosa y selecta, así como de vino francés y tokay.1
Los padres de Anna dieron gracias por aquel inesperado ágape y por la suerte que el barón había traído a la casa al fijarse en su hija. La joven se mostraba soñadora y casi melancólica. Hablaba poco, según era su costumbre, y comió parcamente de aquellos alimentos exquisitos que, en su mayoría, era la primera vez que tenía ocasión de probar. La alegría de sus padres y su voraz apetito la confundían. Llegó incluso a detestar al barón por haberla colocado en aquella situación incómoda y a hacerle responsable de su humillación. Consideraba que el barón había ido demasiado lejos.
El barón procuró evitar el extraño humor de Anna y cuando se despedían en la escalera mal iluminada, tuvo el exquisito tacto y el sentido de la oportunidad de despedirse de un modo frío y correcto, limitándose a inclinar su sombrero hasta casi rozar el suelo. Llena de emoción por aquella actitud cortés y comprensiva, cediendo a un impulso más fuerte que su voluntad la joven se arrojó a los brazos del elegante caballero.
Un beso largamente esperado juntó sus labios ansiosos y mantuvo sus cuerpos estrechamente unidos, mientras la voluptuosidad de aquel contacto clandestino iba abriéndose paso en sus corazones. Al poco, la delicada criatura sintió como crecía a la altura de su vientre un miembro duro e imperioso que parecía querer reproducir la unión que estaban realizando sus labios.
En lugar de hurtar el cuerpo a aquel contacto acerca del cual no podía ignorar las consecuencias, avanzó su pubis, abombado y arrogante, compitiendo con el intruso que pugnaba por abrirse paso. Después, sin reflexionar y siguiendo el impulso que la había llevado a arrojarse en los brazos del barón, se deslizó a lo largo del cuerpo de éste hasta quedar arrodillada a sus pies. De un soplo apagó la vela que apenas iluminaba el pasadizo y una vez a oscuras sus largos dedos se acercaron temblorosos a la imponente bolsa que deformaba el pantalón del barón. Aquellos dedos atacaron con premura los botones que la defendían hasta abrir una brecha suficiente como para que pasara la mano y pudiera liberar, mediante un hábil movimiento al ardiente prisionero que, tenso y conquistador, no esperaba otra cosa para manifestar todas sus habilidades.
El barón se estremeció al contacto de aquella maniobra y confió en que no quedara allí la audacia de su joven enamorada. Efectivamente, ésta, recordando un grabado erótico que había tenido ocasión de contemplar en el taller y que había sido ampliamente comentado por sus compañeras, resolvió llevar a su conclusión la virilidad del barón. Su naturaleza sensual guió a su instinto y suplió perfectamente la falta de experiencia en tales menesteres. Muy pronto el barón pudo apreciar los progresos de ésta que, guiada por los suspiros y estremecimientos del caballero, hacía salir el glande o lo ocultaba nuevamente sin permitirse un descanso.
De improviso, precedido tan sólo por una agitación mayor y un leve estremecimiento de las piernas del barón, un violento chorro de semen fue a estrellársele en el rostro.
Un poco asustada por la violencia del impacto, Anna retrocedió y cesó en sus manipulaciones. El barón, comprendiendo las emociones de la joven y no queriendo suscitar una escena que estaba lejos de desear, juzgó llegado el momento de desaparecer y tras murmurar unas palabras que la joven apenas pudo escuchar, desapareció escaleras abajo en la oscuridad.
La joven permaneció aún unos instantes en el suelo, abrumada por diversas sensaciones y, al fin, reclamada por la voz impaciente de su padre, se puso en pie, borró como pudo los rastros de su encuentro con el barón y regresó al comedor.
Transcurrieron dos meses desde aquel primero y prometedor encuentro en la oscuridad y la empresa amorosa del barón no avanzaba un ápice. El motivo era la actitud de Anna Klauer, quien después de haber propiciado el comienzo de una relación más íntima entre ambos, prefería mantener a distancia al barón. Aceptaba, sin embargo, los costosos regalos que éste le enviaba y murmuraba su agradecimiento sin mayores muestras de devoción y, como mucho, permitía que éste la besara ligeramente al despedirse.
Tan persistente era la actitud de la joven, que el barón empezó a preguntarse si no habría soñado la escena de la escalera, si todo no había sido más que fruto de su exaltada imaginación y de su avivado deseo. Sin embargo, la pasión que sentía por Anna le mantenía en aquella situación y no deseaba a ningún precio hacer o decir algo que pudiera perjudicar la continuidad de sus relaciones.
En el fondo admiraba tanto su virtud como su orgullo y lo que había empezado como una historia de seducción le mantenía atrapado y entusiasta como si fuera un estudiante inexperto.
Los padres de Anna seguían el idilio de su hija con interés y preocupación puesto que, habiendo hecho proyectos acerca de su porvenir basados en la belleza de ésta y que pensaban encauzar por el camino de la prostitución, no podían por menos que lamentar la falta de entusiasmo que veían en ella.
Al principio, calculadores redomados, juzgaron que tal vez el distanciamiento y las largas dadas al barón no obedecían más que a una actitud de excitar al barón y hacer subir el precio de la entrega, pero al ver que la situación no cambiaba pese a los regalos y atenciones del caballero decidieron hablar seriamente con Anna para ver qué solución podían encontrar. La actitud de su hija les parecía el colmo de la ingratitud e incluso de la idiotez.
A partir de ese momento torturaban a la joven con toda clase de invectivas, inculcándole la idea de que estaba desperdiciando su juventud y su felicidad.
Una mañana, el barón acababa de terminar su solitario almuerzo y se encontraba sentado en un sillón, vestido con una bata de terciopelo azul con dibujos en tono violeta y un fez en la cabeza. Estaba fumando una larga pipa turca. La nube olorosa que no tardó en rodearle propiciaba la ensoñación melancólica en la que muy pronto se sumió. Las azuladas espirales parecían dibujar extrañas figuras y de improviso le pareció ver, frente a él, la turbadora presencia desnuda de la más maravillosa odalisca que fuera capaz de imaginar: Anna... ¡Anna Klauer!
Era ella sin ninguna duda, quien bajo la sugestión de un sueño erótico venía a visitarle. Lentamente, mientras con una mano sostenía la pipa, con la otra se disponía a extraer la verga, pero detuvo el gesto al escuchar a su espalda el roce de unas faldas que se acercaban.
Volvió rápidamente la cabeza y ante su asombro descubrió a Anna Klauer en persona. Por primera vez la joven le visitaba y había rechazado el anuncio del criado para sorprender a su enamorado. ¡Por primera vez Anna Klauer visitaba su casa!
El barón contempló extasiado su porte de gran dama, su belleza y su exquisita elegancia. Iba vestida con prendas regaladas por el barón que contribuían a realzar su natural prestancia. Alrededor de la estrecha cintura caían los amplios pliegues espléndidos de un traje de terciopelo negro, una chaqueta entreabierta del mismo tejido bordeada de costosa cibelina permitía adivinar su soberbia figura. Un sombrero también de terciopelo negro adornado con una larga pluma blanca completaba su atuendo. Al avanzar por la habitación mirando a su alrededor como para formarse una idea del escenario que tan importante habría de ser en su vida, el largo vestido dejaba asomar un diminuto pie calzado con botines de terciopelo negro realzado por estrechas tiras de piel de cibelina.
Estuvieron