El libro se pretende, más bien, como una serie de reflexiones sobre las raíces de la tradición analítica: observaciones que cualquier escritor de una genuina historia de esta tradición tendría, en la medida en que sean correctas, que tomar en explicación. Confío en que una historia tal se escribirá: sería fascinante. Pero mi objetivo ha sido bastante menos ambicioso, y mi libro mucho más breve de lo que una verdadera investigación histórica posiblemente sería. (pp. 48-49 de este volumen).
Dummett no escribe un libro de historia de las ideas. No está forzado, en absoluto, a incluir a Russell, como tampoco a Moore, ni al Círculo de Viena, por ejemplo. El problema de Dummett es otro. Y es preciso, insisto, no perder de vista los objetivos que el autor se ha planteado para edificar las críticas posteriores. Pareciera que el destino de toda obra de cierta envergadura es padecer ante “la crítica de los roedores”, como sugirió cierto genio-filósofo prusiano. Quien tenga a bien adentrarse en la presente obra, debe tener en claro que no se encontrará con un libro de historia, ni siquiera de historia de las ideas. El problema de Dummett radica en intentar analizar –en sentido literal, es decir, como desagregación de las partes constituyentes– las raíces de la filosofía analítica. En esa desagregación, los resultados de Dummett son fructíferos.2
A los seres humanos, lo distinto nos incomoda (ciertas veces, nos asusta). Por eso, y para revertir los temores y sentirnos seguros, apelamos a lo familiar, a lo conocido. Es muy difícil que un teórico exceda los límites de la tradición en la que se ha formado, ingresando en el corazón de los problemas planteados por otras escuelas. Transitar los “caminos del bosque” es una tarea valiente. Y Dummett tiene el valor suficiente para hacerlo; por eso mismo, la presente obra debe ser valorada en un sentido profundo: se trata de un pensador buscando respuestas, y ello lo ha conducido desde la filosofía analítica hacia la fenomenología de Husserl, para destacar los puntos de unión y distanciamiento entre ambas tradiciones.
La presente obra de Dummett ha inaugurado una serie de trabajos que han desplegado una cierta revisión de la escuela analítica. Solo por nombrar algunos, haremos referencia a la obra de Ray Monk y Anthony Palmer, Bertrand Russell and the Origins of Analytical Philosophy (Thommes Press, 1996), Hans-Johann Glock, The Rise of Analytic Philosophy (Blackwell, 1997), William Tait, Early Analytic Philosophy. Frege, Russell, Wittgenstein (Open Court, 1997), David Bell y Neil Cooper, The Analytic Tradition (Blackwell, 1990), Alberto Coffa, The Semantic Tradition from Kant to Carnap to the Vienna Station (Cambridge University Press, 1993), Johannes Hirschberger, A Short History of Western Philosophy (Clare Hay, 1977), Peter Hylton, Russell, Idealism, and the Emergence of Analytic Philosophy (Oxford University Press, 1990); Barry Smith, “On the Origins of Analytic Philosophy” (en Grazer Philosophische Studien, 35: 153-173, 1989). Una serie de diálogos tales son provechosos para la reflexión, pues las posiciones herméticas inhiben la reflexión; pero para que ello suceda –como el propio Dummett aclara en la entrevista con el Dr. Schulte–, debemos creer que el pensamiento del otro no se encuentra por completo desencaminado. Para que exista diálogo, sugería Gadamer, debemos suponer que nuestra posición puede estar equivocada, y que el otro, quizás, esté en lo cierto. Es posible, entonces, que toda reflexión sincera necesite cierta dosis de humildad.
El otro problema general que aquí quisiera abordar es el de la aceptación o el rechazo del axioma fundamental de Dummett: que la vía de acceso al estudio del pensamiento es a través del análisis del lenguaje. Sería impreciso suponer que existe cierto consenso dentro de la tradición analítica; no todos los que se consideran miembros de la tradición han aceptado el axioma propuesto por Dummett. Un ejemplo es la obra póstuma de Gareth Evans;3 otro es la obra de John Searle a partir de Intentionality.4 Quienes no aceptan el axioma fundamental, y consecuentemente rechazan la primacía del lenguaje por sobre el pensamiento, es decir, quienes rechazan el problema de la prioridad en los términos en que Dummett lo plantea, o la prioridad metodológica, como Apel la denomina,5 razonan del siguiente modo:
El conductor de automóvil que toma la decisión de detenerse cuando se muestra el rojo en lo que ve como un semáforo, acompañado por otras cosas que ve como peatones que cruzan la calle, etc., mientras mantiene una acalorada conversación sobre el Brexit con los pasajeros en su auto está, ciertamente, ejercitando algunas de sus percepciones, atención, conocimiento y habilidad para juzgar. No obstante, esa actividad mental intensa, que corre en paralelo a la conversación política, no tiene lugar ciertamente en el lenguaje, debido a que “el medio lingüístico” del conductor ya está albergando consideraciones, pensamientos, etc. relacionados con otros asuntos. Podemos fácilmente conjeturar que los pensamientos sobre conducir un auto, etc. se realizan en el medio no-lingüístico del conductor que consiste en una serie de representaciones multimedia –imágenes, sonidos, aromas, etc.– que provienen del medio ambiente, y que se relacionan el uno con el otro de un modo racional, pero no-lingüístico. (Oliveri, Prólogo, pp. 37 de este volumen).
Al negar la prioridad metodológica del lenguaje respecto de la conciencia, como aquí hace Oliveri con el ejemplo del conductor, o como ha hecho Searle en Intentionality con el ejemplo de la colina,6 pareciera que es posible tomar decisiones de un modo pre-lingüístico. Aquí, el conductor se detiene cuando se muestra el color rojo en el semáforo, porque las “representaciones multimedia” se relacionan unas con otras de un modo no-lingüístico. Pero ¿cómo podría el conductor detener su auto al ver el color rojo en el semáforo sin estar en posesión del concepto de “rojo” –y del concepto de “color”, en general–, y sin haber adquirido el seguimiento de reglas de la práctica del manejo, entre las que se incluye respetar las indicaciones del semáforo? Es posible asignarles a los animales de nivel superior estados intencionales diferenciados (tales como creencias, deseos e intenciones),7 pero jamás he visto a un primate no humano, o a un perro, respetar las normas de tránsito y detenerse cuando el semáforo muestra el color rojo. Pero ¿por qué no pueden hacerlo? La respuesta evidente (no para todos) es que los animales no humanos no están en posesión de conceptos. Mucho menos evidente resulta cómo podría ser posible “mantener acaloradas discusiones sobre el Brexit” en un medio no-lingüístico. Ahora bien, ¿es preciso ser consciente todo el tiempo de las reglas para poder seguirlas? Es posible que los seres humanos actuemos, en ciertas oportunidades, digamos, “automáticamente”. Pero ello no implica que no sea necesario estar en posesión del concepto de color para respetar las normas de tránsito. Quizás todo ello opere como un trasfondo, pero así y todo el lenguaje está presente siempre, porque no hay restricción alguna que nos impida, a los seres humanos, expresar un pensamiento en el lenguaje. Al menos, tal es el caso de los seres humanos cuando incorporamos el lenguaje, y nos constituimos como hablantes competentes. A partir de ese momento no es posible desacoplar la intención significativa de la intención comunicativa. Es ese mismo desacoplamiento el que fue defendido por Husserl y negado por la filosofía analítica del lenguaje; esa imposibilidad es retomada por Dummett en su axioma fundamental.
Utilizando la terminología de Dummett:
Un ser humano puede ser asaltado de repente por un pensamiento, que podría ser la llave para la solución de un problema matemático o respecto del hecho de que se ha olvidado en casa algún documento imprescindible; en el último caso, puede dar la vuelta e ir por él. Un animal, o, para este asunto, un infante, no puede actuar de ese modo. (p. 187 de este volumen).
Nuestros pensamientos son corregibles; y, además, podemos transformar un proto-pensamiento –aquello que aquí hemos sugerido bajo la noción de “trasfondo”– en un pensamiento pleno. Nada, en principio, nos lo impide. Quizás sea cierto que el conductor del automóvil y el chimpancé de Köhler actúen del mismo modo automático para resolver problemas (y los resuelvan exitosamente); pero mientras que el chimpancé –o el resto de los animales de orden superior no humanos– no pueden trasladarse desde los proto-pensamientos hasta los pensamientos plenos, nosotros sí podemos. ¿Por qué? Gracias a que poseemos un tipo de lenguaje y comunicación basado en convenciones lingüísticas más que en el mero instinto.
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