La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual. Carlos Alberto Cardona. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Carlos Alberto Cardona
Издательство: Bookwire
Серия: Ciencias Humanas
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9789587844801
Скачать книгу
de dos fuegos que no queman —en eso consiste su parentesco—. Pero de este encuentro surge un cuerpo afín, que contemplamos no a la manera de colisión entre dos fuegos hermanados, sino de imagen —visión— en el campo visual. El cuerpo afín, la colisión entre dos fuegos hermanados y el objeto detonante de la llama que fluye no se hallan en el mismo nivel ontológico.

      A este hecho hay que sumar que el cuerpo afín aparece bajo un aspecto en nuestro campo visual. Ver el objeto bajo un aspecto, es decir, verlo como ejemplar de un concepto que lo abarca, nos da pie para sugerir una segunda interpretación del encuentro de lo semejante con lo semejante.7 Cuando dirigimos nuestra mirada a un árbol y lo percibimos como un árbol, podemos evocar la semejanza con aquel tipo de árbol original que las almas divisaron cuando, antes de ser instaladas en un cuerpo, fueron obligadas a recorrer el mundo en un carruaje para que pudieran contemplar de primera mano la naturaleza del universo. Así, el sujeto puede ver el árbol que contempla como el individuo que instancia la clase o idea universal de árbol que el alma contempló antes de caer en un cuerpo. En ese orden de ideas, la percepción visual comporta doble actividad del sujeto: por un lado, la que consiste en emitir fuego sutil que sale al encuentro de lo semejante y, por otro, la de aprehender el cuerpo afín como instancia de una idea con la que el alma se había familiarizado antes de caer en un cuerpo.

      Los atomistas griegos y Aristóteles coincidieron en que la percepción visual se da gracias a un proceso que se inicia en el objeto. Ellos diferían a la hora de identificar el tipo de proceso. Demócrito, por ejemplo, asumía que los objetos están en permanente emisión de efluvios de átomos que, al conservar aproximadamente la forma de las superficies originales, pueden llegar a constituirse en imágenes de su fuente. En ese sentido, como lo reseña Aristóteles, la percepción visual, para Demócrito, ocurre gracias a que el ojo refleja las imágenes que recibe tal y como lo hace un espejo, o la superficie de un lago (De sensu, 438a7). La sensación visual demanda, pues, el contacto físico directo entre el ojo y los emisarios del objeto.

      No resulta fácil aseverar que dos personas confíen en que ven el mismo objeto, si podemos esperar que los efluvios que reciban sean muy diferentes en virtud de las modificaciones que sufren en los múltiples choques que enfrentan antes de llegar a cada observador. Tampoco sabríamos explicar qué hace diferente un ojo de un espejo ordinario, ni por qué un cuerpo no se desgasta de tanto emitir constituyentes suyos. De cualquier manera, tanto atomistas como aristotélicos llegaron a confiar en que el alma, que es quien realmente ve, cuenta con una imagen que es copia fiel del objeto percibido.8

      Además de la oposición a los atomistas, Aristóteles descarta también la explicación que conjetura la presencia de un fuego tenue que emana del ojo.9 El filósofo pregunta: ¿por qué no podemos ver en la obscuridad? ¿Por qué se apaga el fuego ocular en la obscuridad? (De sensu, 437b13). En la formulación de dicha reserva, Aristóteles pierde de vista el hecho de que Platón postula el fuego que emana del ojo como una condición necesaria, pero no suficiente; se requiere, además, el encuentro con lo semejante. El que no veamos en la obscuridad pone en evidencia, según un platónico, que el acto de ver requiere la cooperación de la luz interior con su semejante.

      Aristóteles insistió y formuló una reserva más fuerte aun:

      No es razonable, en general, suponer que la vista ve por algo que sale del ojo y que puede llegar hasta las estrellas, o que, después de salir, se produce una coalescencia al llegar a cierto punto, como dicen algunos. Mejor que eso sería, en efecto, que la coalescencia se produjera en el propio origen del ojo. Pero incluso eso es una ingenuidad. Pues ¿qué es una coalescencia de luz con luz? ¿O cómo es posible que se dé, dado que no se combina cualquier cuerpo con otro al azar? ¿O cómo puede la luz de dentro combinarse con la de fuera si hay en medio una membrana? (De sensu, 438a26-438b1).

      Le sorprende a Aristóteles que el ojo albergue tal cantidad de fuego interior como para alcanzar al instante la inmensidad del cielo estrellado; tampoco acepta con facilidad que pueda hablarse de la luz como un algo que puede interactuar con otro de su naturaleza. Pero, aun si aceptamos ese tipo de interacción, debemos preguntar si ella se da fuera o dentro del ojo. Si se da fuera, no entendemos por qué el ver parece un acontecimiento interior, ni tampoco cómo lo notamos si se da a distancia; si se da dentro, no entendemos por qué no basta esperar que la luz externa ingrese al ojo y produzca el efecto sin contar con el despliegue de un fuego interior. También le incomoda a Aristóteles que Platón no diga nada de las membranas intermedias, que tendrían que obstaculizar tanto la salida del fuego tenue como los efectos de la coalescencia al regresar al ojo.

      Además de las dificultades para concebir el encuentro de dos fuegos, Aristóteles se siente también incómodo con las inconsistencias físicas que surgen a propósito de la naturaleza del fuego sutil que emana del ojo. Pregunta el filósofo: ¿qué haría extinguir el fuego ocular en la oscuridad? (De sensu, 437b15). El fuego, que ha de ser caliente y seco, según la doctrina de Acerca de la generación y la corrupción, se extingue si transformamos calor en frío o sequedad en humedad (Aristóteles, trad. en 1987a, 330b). Sin embargo, la luz del día no se extingue con la presencia de la humedad propia del aire o del agua; por lo tanto, no se ve cómo es que lo cálido y lo seco puedan ser cualidades de la luz. En la constitución del mundo físico sublunar, Aristóteles presupone una materia primera, que es el sustrato de ciertas cualidades contrarias, sin tener existencia separada de ellas. Estas cualidades, organizadas en parejas de opuestos, son: frío-calor, sequedad-humedad. La presencia de las cuatro combinaciones no contradictorias explica el origen de los elementos; entre tanto, las posibles modificaciones de una o dos de estas cualidades muestran las transformaciones esperadas (Aristóteles, trad. en 1987a, 330a30-331a-7).

      Las críticas de Aristóteles a Platón sacan a la luz el encuentro entre lenguajes inconmensurables. El fuego de Platón no es el de Aristóteles, no es una manifestación de las afecciones calor-sequedad en una materia primitiva. El origen de los elementos platónicos (y sus posibles afectaciones) está anclado a una suerte de simetrías geométricas, que surgen cuando la superficie envuelve en su interior una profundidad. Lo corpóreo reúne tridimensionalidad y las distintas maneras como la superficie encierra la profundidad determinan la diferenciación de los elementos (Tim, 53c3-55c3).

      Así las cosas, si los que encierran la profundidad son cuatro triángulos equiláteros constituyendo cuatro ángulos sólidos (tetraedro), se da origen al fuego; si se trata de ocho triángulos equiláteros organizados en seis ángulos sólidos (octaedro), se origina el aire; si encerramos la profundidad con veinte triángulos equiláteros agrupados en doce ángulos sólidos (icosaedro), se genera el agua; y, finalmente, si la superficie que abarca la profundidad se construye agrupando ocho ángulos sólidos a partir de seis cuadrados (cubo), se origina el elemento tierra.10

      Si el fuego en cantidad choca con la tierra, por su agudeza puede fragmentarla y obligarla a desplazarse. Si el agua es partida por la agudeza del fuego, puede llegar a transmutarse en un cuerpo de fuego y dos de aire. Si el fuego, en leve cantidad, es rodeado por aire o agua, luchará hasta ser vencido y quebrado.

      Sigamos con atención la conclusión de Platón:

      Cuando el fuego encierra alguno de los otros elementos y lo corta con el filo de sus ángulos y sus lados, dicho elemento deja de fragmentarse cuando adquiere la naturaleza de aquel […], pero mientras el que se convierte en otro elemento, aunque inferior, luche contra uno más fuerte, no cesa de disolverse. Y, a su vez, cuando unos pocos corpúsculos más pequeños, rodeados por muchos mayores, son destrozados y se apagan, si mutan en la figura del que domina, cesan de extinguirse y nacen del fuego el aire y del aire, el agua (Tim, 57a-57b3).

      La reserva crítica de Aristóteles a Platón demanda, entonces, que aceptemos su lenguaje de la materia primera investida de cualidades. Si nos resistimos a aceptar ese lenguaje y acogemos la cosmología de las formas superficiales que encierran la profundidad, no tenemos por qué esperar que el fuego sea apagado de inmediato por el agua que lo cubre. Podemos esperar, por ejemplo, que sólo se apague si la concentración de agua en el aire alcanza una