En enero de 2017, un día después de la asunción presidencial de Donald J. Trump, se produjo la protesta más grande en la historia de los Estados Unidos. Entre 3.200.000 y 5.200.000 personas participaron en manifestaciones en más de 650 ciudades de todo el país (Chenoweth y Pressman, 2017). Aunque promocionadas como la Marcha de las Mujeres, muchos hombres tomaron parte en ellas y, a juzgar por los carteles y las consignas, lo que impulsaba a muchos a salir a la calle eran la ira y la repugnancia contenidas frente al tono y el contenido de la campaña de Trump, así como la consternación ante su victoria.
Sin embargo, las teorías que prevalecen en las ciencias sociales acerca de la participación política rechazarían estas explicaciones de la concurrencia de la gente a las urnas y de los motivos de su protesta. La idea de que lo que impulsa a los individuos a participar en una acción colectiva es su impresión de que hay mucho en juego para ellos (o a mantenerse apartados cuando estiman que se juega poco) no tiene fácil cabida en los marcos predominantes. Más aún, el miedo, la ira y otras emociones son fundamentalmente ignoradas. Las principales teorías se esfuerzan por entender la dinámica que parece funcionar de manera tan evidente en la mezquita de Oakland o en las calles de Washington DC, Nueva York y otras ciudades. Los ciudadanos que antes veían poca diferencia entre los partidos y sus programas se habían mantenido al margen de las urnas. Pero mostraron mayor disposición a votar cuando comenzaron a percibir una diferencia real y a sentir que les importaba mucho más cuál sería el candidato ganador y cuál el perdedor. Los manifestantes estaban irritados con el presidente entrante y temían las probables políticas de su administración. Por ende, se sentían dispuestos a hacerse cargo de los costos y riesgos de lanzarse a las calles.
En rigor, desde un punto de vista teórico, muchos científicos sociales consideran desconcertante la participación política, aunque el desconcierto está menos difundido entre los observadores legos. A menudo, nosotros mismos entablamos conversaciones incómodas y hasta graciosas con nuestros amigos, parientes y estudiantes para tratar de explicarles por qué es sorprendente que voten y se comprometan en otras formas de participación masiva. “Debería desconcertarte”, explicamos con paciencia, “el hecho de que la gente se moleste en participar, dado que sus acciones no van a modificar el resultado y ellos mismos van a beneficiarse (o a perjudicarse) de igual manera, ya sea que participen o no”. “Pero no te preocupes”, nos apresuramos a agregar, “¡podemos explicar ese extraño comportamiento!”. Si votan, tal vez estén expresando su identificación partidaria, pero ¿a quién se la expresan? ¿Y qué pasa si no simpatizan con partidos políticos? Otra posibilidad es que obedezcan una norma democrática que indica que tienen el deber de participar. Si protestan, quizá formen parte de una red social que valora el activismo y hace que los apáticos se avergüencen. Pero ¿qué pasa si su mente no evoca las imágenes de la bandera nacional en cada jornada electoral? ¿Y qué si a veces rechazan la sutil presión de los amigos que los inducen a concurrir a la manifestación, pero en otras oportunidades sí deciden participar? ¿Por qué en algunas ocasiones las normas o el impulso de autoexpresión política empiezan a hacer efecto y la presión social es eficaz para motivar la acción colectiva, pero en otras ocasiones no?
“Bueno”, responden los científicos sociales, “tal vez algunas elecciones o movimientos simplemente no les parezcan importantes”. “Pero, espera”, contraargumenta el interlocutor, “acabas de recordarme que mis acciones individuales no modificarán los resultados. Así que, al parecer, no tengo una razón concreta para participar, aunque me importe mucho”.
El factor que cambia de una elección a otra y de pequeñas manifestaciones a levantamientos de masas tal vez radique, entonces, en los obstáculos puestos en el camino de los potenciales participantes: el grado de dificultad existente para empadronarse o la probabilidad de que un manifestante tenga un desagradable encuentro con los garrotes y los carros hidrantes de la policía. Estas disuasiones pueden concebirse como costos de participación y sin duda marcan una diferencia en los índices de participación. Dichos costos, que son variables, a menudo constituyen el recurso “apto para todo servicio” que usan los científicos sociales cuando quieren explicar por qué la concurrencia a las urnas sube o baja o por qué una pequeña manifestación deriva, o no, en una protesta masiva.
Sin embargo, si los costos de participación constituyeran la totalidad de la historia, nunca esperaríamos verlos en alza al mismo tiempo que crece la participación.
Si la participación creciera y decreciera en función de su costo –cuánto tiempo, dinero y planificación insume y cuánto riesgo entraña–, por supuesto las barreras legales a la presencia de los votantes deberían reducir la concurrencia a las urnas. Pero la realidad nos dice otra cosa. En los Estados Unidos, las leyes tendientes a dificultar el voto de ciertos grupos, como los afroamericanos, sin duda han sido eficaces durante varias décadas. Pero las investigaciones (reseñadas en el capítulo 1) demuestran que las recientes leyes para controlar la identidad de los votantes han sido relativamente ineficaces. Incluso si estas leyes desalientan la concurrencia a los lugares de votación, también pueden constituir una oportunidad para que los dirigentes movilicen e impulsen a esos grupos determinados.
También en las protestas los costos de participación se elevan claramente cuando los manifestantes se enfrentan a tácticas policiales duras: aerosoles de pimienta y gases lacrimógenos, balas de goma, garrotazos a granel. Sin embargo, en el mundo entero la represión suele tener el efecto contrario al previsto. No es infrecuente que las tácticas policiales duras conviertan pequeños mítines en levantamientos masivos. Al parecer, sucede algo que es más complejo que el aumento y la caída de los costos de participación.
La teoría que desarrollamos en este libro se concentra en la interacción entre los costos de participación y lo que llamamos “costos de abstención”. Representan una carga: los primeros, para el bolsillo y los planes de la gente; los segundos, para su equilibrio psíquico y su tranquilidad. Concentrarse exclusivamente en el primer tipo de costos es contar solo la mitad de la historia. La participación está determinada por el efecto neto de los costos de participación y de abstención.
Antes de indagar en las teorías de la participación, es importante destacar que nuestro estudio también tiene consecuencias prácticas. En lo referido a la concurrencia a las urnas, en décadas recientes académicos y equipos de campaña han coincidido alrededor de una agenda vinculada a la necesidad de “salir a votar” [“Get-out-the-vote”]: iniciativas conjuntas para entender e incrementar la participación electoral. Uno de los ejes de esa actividad ha consistido en buscar la mejor y más eficaz manera de transmitir mensajes movilizadores a los potenciales votantes. Esto nos enseña, por ejemplo, que los recursos marginales deben emplearse en salir a solicitar el voto cara a cara en vez de apelar a llamadas automáticas. También, con experimentos de campo, hemos aprendido cómo puede desplegarse la presión social para llevar a la gente a los lugares de votación. Ese trabajo echa una potente luz sobre un motivador emocional: la vergüenza.
Es mucho menor el trabajo que los investigadores del “Sal a votar” han centrado en el contenido de los mensajes que deben transmitirse a los potenciales participantes, aunque, como es obvio, los organizadores de campañas comprobaron largo tiempo atrás que los grupos focales y otras técnicas de evaluación de mensajes son de gran valor. Lo que veremos es que el último tipo de iniciativa no es en modo alguno inútil. El mensaje importa y, como demostraremos en este libro, importa en especial por su facultad de suscitar respuestas emocionales que atraen a las personas a la acción colectiva. Esas respuestas emocionales van bastante más allá de la vergüenza e incluyen la ira y la indignación moral, el entusiasmo y, en algunos escenarios, la angustia.
De igual manera, entender bien la teoría acerca de la participación en protestas tiene relevancia práctica. Un ejemplo serían los efectos de la violencia en las protestas, ya sea que la ejerzan la policía y las autoridades o los participantes movilizados. Habida cuenta de que a ambos lados les preocupa la opinión pública más general, les resultará útil que se perciba que cualquier hecho de violencia producido ha sido obra del bando contrario, mientras que ellos no han dejado de comportarse pacíficamente.[2] Una pasividad disciplinada, mientras los demás bandos se inclinan por tácticas hostiles, no solo cosechará