No saber exactamente en qué consisten es precisamente la condición para hacer ciertas cosas.
Un hombre miraba fijamente la pared en blanco, absorto en un extremo del transepto, ajeno a los turistas que circulaban a su espalda y fotografiaban cada detalle de la catedral. Uno de los guardas, intrigado, acudió a ver qué se hacía. «Es que cada vez que contemplo uno de los retablos de las capillas, o de las vidrieras, o de los frescos de los muros», explicó el hombre, «me duele no poder ver lo demás al mismo tiempo. Aquí, en cambio, encuentro el muro sin forma, sin límite, sin color… Puedo imaginar en él lo que quiera o no imaginar nada en absoluto. Puedo ver que todo es uno o que es nada. Puedo ver que no hay gran diferencia entre ambas cosas».
Me pongo ante la muerte y todo se antoja tan pequeño… Le doy la espalda y todo se vuelve absurdo.
He descubierto una grieta en el techo del cuarto. Nace de la esquina, cerca de la puerta, y traza una diagonal que se pierde por el patio de atrás.
Todas las noches, como un preso en su celda, me acuesto en esta cama y me quedo mirándola un buen rato. Intento adivinar en su dibujo, en su lenta cicatriz, la cuenta exacta del tiempo que aún nos queda.
Al fin y al cabo, doy en cavilar, una grieta preexiste en cierto modo a cualquier muro. Estaba ahí, se la supone siempre que alguien alza una casa, un templo, un orbe. O quizá todo espacio es una grieta que fingimos no ver, de puro obvia.
Hay una grieta y yo la habito.
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