365 días para cambiar. Sònia Borràs. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sònia Borràs
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013959
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veces.

      Les acompaño hacia el pasillo donde están los ascensores y me despido de ellos. Agradezco su visita, porque me han de­mostrado que pueden estar acompañándome en momentos en los que toda ayuda posible es algo muy importante.

      —Me siento muy feliz al ver que, a pesar de todo, aún te quedan sonrisas por ofrecer —me dice Pol antes de que las puertas metálicas del ascensor se cierren—. Te queremos mucho, jamás lo olvides.

      Al regresar a la habitación me encuentro con mi madre cruzada de brazos, y aunque está cabizbaja adivino una ex­presión de sufrimiento indescriptible. Es entonces cuando mil cosas terribles pasan por mi mente, pero lo primero que consigo articular es:

      —Mamá, ¿qué ha pasado?

      Ve con él

      —Mamá, dime la verdad —exijo cuando después de varios minutos de evitarme el contacto visual me mira con los ojos vidriosos.

      —Es tu padre… —empieza a decir, pero no la dejo termi­nar, sé que algo malo ha pasado.

      —¡¿Ha muerto?! —digo por impulso, mientras las alarmas en mi cabeza se encienden y me impiden pensar con claridad.

      —¡No! —dice de inmediato y se levanta bruscamente de la silla—. Ha tenido otro ataque al corazón —anuncia intentan­do calmarse—. Ayer estuvo todo el día ingresado, pero ahora mismo está estabilizado y los médicos creen que ha pasado el peligro.

      —Entonces, ¿qué estás haciendo aquí? ¿No deberías estar a su lado? —digo alzando demasiado el tono de voz.

      —No puedo hacer nada más por él… —se reprende a sí misma con una tristeza que me transmite con cada palabra.

      —Puedes acompañarle —sugiero, pero al ver la mirada helada que me dirige pienso que debería callar.

      —¿Y qué hay de ti? ¿Quieres quedarte sola? —pregunta sin haber salido aún de su estado de conmoción.

      —En realidad, no estoy sola —ciertamente, no estoy acompañada a todas horas, pero me encuentro rodeada de las personas con quienes quiero estar—. Estaré bien —añado con un tono de voz un poco más suave—. Tengo dieciocho años y no deberías preocuparte por mí, al menos no ahora mismo —le digo intentando tranquilizarla.

      Segundos más tarde, me arrepiento de haberle gritado porque en el fondo solo me siento dolida, porque me han pasado demasiadas cosas y al mismo tiempo no sé cuánto más aguantaré por un camino en el que no tengo tiempo de levantarme y ya me encuentro de nuevo en el suelo.

      —Ve con él, mamá —digo más calmada—. Es lo único que puedo decirte, él te necesita. No es la primera vez que le ocurre y sabemos que tampoco será la última, pero pienso que debes estar ahí para ayudarle.

      —Sé que no ha sido una buena idea dejarle, pero en casa no sabía qué hacer, me estaba hundiendo con tantos proble­mas sin resolver y necesitaba escapar de toda aquella presión.

      —¿Y creías que viniendo aquí podrías olvidar los proble­mas? —de nuevo me pongo a la defensiva e intento controlar mis reacciones desmesuradas.

      —Solo quería informarte de lo que había ocurrido, pensé que lo debías saber —suspira cansada mientras se levanta de la silla.

      —Debes estar a su lado, yo también pronto volveré a casa y la vida irá regresando a la normalidad. Entretanto, estamos pasando por todo esto y sí, de un modo inesperado, pero no nos queda más que seguir luchando día tras día —quiero y debo creer mis palabras, pero me es muy difícil.

      —Hija, sé que tarde o temprano todo terminará, y hasta entonces no podemos hacer nada más que seguir adelante y permanecer unidos —puedo sentir como una gran parte de la esperanza ha abandonado su voz y ha sido sustituida por dolor que no quiere reflejar, pero no consigue que sus pala­bras emitan otro sentimiento que no sea la tristeza.

      Se va de la habitación y me parece que habla con las en­fermeras. Inspiro profundamente, el silencio invade la habi­tación, otra vez. Sin darme cuenta, tengo las mejillas húme­das, no sé en qué momento he empezado a llorar, pero sé que tengo mucho dolor en mí. No puedo creer que ahora, cuando lo veo todo de color gris y perdido y me siento cansada hasta de seguir avanzando, todo va peor aún. Debería tener más mo­tivaciones y alguna que otra buena noticia, ¿no? Por lo visto, no es así. Ahora mi padre también está mal, y no deja de ser un motivo más de malestar que me hace sentir que cada vez me adentro más en una pesadilla y que no sé cuándo despertaré. ¿Qué le está pasando a mi vida? La despreocupación que prece­día los últimos días ahora se ha visto reemplazada por el odio y el dolor, una combinación explosiva de emociones que pocas veces antes había sentido con tanta avidez. Hoy todo me parece injusto, siento un punzante dolor en el pecho, que a momen­tos se mezcla con muchas emociones y sentimientos desorde­nados, pero hay un pensamiento que sobresale encima de los demás: Tengo miedo, miedo de perder a mi padre, la persona que siempre me ha comprendido y me ha abrazado cuando no me quedaba de consuelo ni las lágrimas. Tantos sentimientos acumulados… ¿Cómo debo reaccionar? Solo se me ocurre se­carme las lágrimas de camino al gimnasio, aunque sé que es tarde y la hora de rehabilitación está acabándose.

      Cuando me ve Diego está a punto de decir algo, pero calla al ver la expresión de tristeza que reflejan mis ojos. Sin decir nada, empiezo con los estiramientos, él está de pie a mi lado como suele hacer siempre, pero esta vez no se está fijando en cómo hago los estiramientos. Me parece que está inquieto, aunque pueden ser solo impresiones mías.

      —¿Quieres hablar de ello? —me pregunta con cautela en un tono de voz que sorprendentemente logra tranquilizarme.

      —Creo que me hará bien —digo suspirando, cansada y dolida.

      —¿Qué ha pasado? —pregunta con suavidad.

      —Mi padre… —digo sin atreverme a hablar, como si sin decirlo sintiera que no es real—. Ha tenido un ataque al co­razón. Y tengo miedo de perderle —confieso en voz queda y temblorosa mientras siento un nudo en la garganta que me impide continuar hablando.

      —Tan solo debe recuperarse, eso no significa que vaya a fallecer —dice con la esperanza de hacerme olvidar el miedo que ha invadido mi cuerpo en la última hora.

      —Sé que es verdad, pero a lo largo de su vida ha tenido muchos problemas en el corazón y tengo miedo de que con un último ataque todo termine —digo con lágrimas en los ojos que me esfuerzo por ignorar—. No puedo hacer nada por él.

      Entonces, Diego mira a lado y lado del gimnasio y me sorprende cuando me abraza. De repente, dejo de llorar, estoy sorprendida por el gesto, pero en ningún momento lo rechazo. Seguro que solo ha sido para hacerme sentir mejor, pero aun así el gesto me ha reconfortado a la par que me ha dejado sin saber cómo reaccionar, así que ninguno de los dos se atreve a decir nada. Diego está rojo de la vergüenza y me causa gracia verle… ¿nervioso? Puedo decir que lo está.

      Decido continuar con los estiramientos como si no hubie­ra sucedido nada, y finalmente, pocos minutos antes de que termine la rehabilitación, dice:

      —Me han dicho que pronto te darán el alta —anuncia mientras cambio de ejercicio, a lo que respondo sin ganas.

      —Así es, parece que he mejorado —continúo concentrada en los ejercicios intentando hacer caso omiso a todo lo que estoy pensando.

      —Sabía que lo conseguirías desde la primera vez que te vi llegar al gimnasio. Elise, tienes mucha fuerza de voluntad y a veces no pareces apreciarlo.

      —Aún no he conseguido nada significativo —reconozco para mis adentros.

      —¿De verdad que no? Y todas tus mejoras… ¿Qué son, entonces? —me tomo unos segundos antes de responder, al mismo tiempo que doy fe de a quién se parece Drew en la forma tan característica de hablar que tiene. Ambos son igua­les, como