El tercer acto tenía lugar en el salón del castillo. Hagar hace su aparición, dispuesta a liberar a los amantes y destruir a Hugo. Le oye acercarse y se oculta; desde su escondite, ve cómo sirve las pociones en dos copas de vino y ordena al siempre tímido criado: «Llévaselas a los cautivos a sus celdas y diles que iré pronto». El criado toma a Hugo del brazo, lo aleja para contarle algo y Hagar aprovecha la ocasión para cambiar las copas por otras sin filtro. Fernando, el criado, las lleva como le han ordenado, y Hagar deja a la vista la copa con el veneno destinado a Rodrigo. Hugo, tras un largo canto de venganza, siente sed, bebe de la copa y pierde el conocimiento. Ya en el suelo, muere, no sin antes convulsionarse y retorcerse mientras Hagar le explica lo que ha hecho con una canción melodiosa y llena de fuerza.
La escena era de una gran tensión dramática, aunque algunos de los asistentes consideraron que la súbita aparición de una larga cabellera restaba espectacularidad a la muerte del villano. Los aplausos del público le hicieron salir a saludar y apareció de la mano de Hagar, cuyo canto alabaron todos como lo mejor de la representación.
En el cuarto acto, Rodrigo está desesperado hasta el punto de querer suicidarse clavándose su puñal en el pecho porque le han dicho que Zara le ha abandonado. En el instante en que se dispone a hacerlo, oye una dulce canción bajo su ventana en la que se le informa de que Zara le es fiel pero se encuentra en peligro y que él puede salvarla si quiere. Le lanzan una llave con la que abre la puerta de su mazmorra, y en un arrebato de emoción se libera de sus cadenas y corre al rescate de su amada.
El quinto acto arranca con una tormentosa discusión entre Zara y Don Pedro. Él pretende encerrarla en un convento; ella se niega a cumplir el deseo de su padre y, tras unas conmovedoras palabras de súplica, parece a punto de perder el conocimiento, pero en ese momento llega Rodrigo a pedir su mano. Don Pedro alega que no es rico y no se la concede. Ambos gritan y hacen grandes aspavientos, no consiguen llegar a un acuerdo, y cuando Rodrigo se dispone a llevarse a la exhausta Zara, el criado tímido entra para entregarle una carta y un saco de parte de Hagar, que ha desaparecido misteriosamente. En la misiva, la bruja explica que lega a la pareja su inmensa fortuna y advierte a Don Pedro que, si se opone a su felicidad, le espera un destino atroz. Abren el saco y cae sobre el escenario una lluvia de monedas doradas que llenan de resplandor el suelo. La visión del oro ablanda al «severo padre», que finalmente da su consentimiento. Todos cantan a coro, los amantes se arrodillan para recibir la bendición de Don Pedro y, en medio de esa escena romántica llena de gracia, cae el telón.
Los entusiastas aplausos se vieron truncados al poco de empezar cuando la cama plegable que hacía de palco se cerró de improviso y se tragó a parte del apasionado público. Rodrigo y Don Pedro corrieron en su auxilio y todas las muchachas fueron rescatadas ilesas aunque algunas se reían tanto que no podían hablar. El entusiasmo no había disminuido cuando Hannah se acercó y anunció:
—La señora March me manda a felicitarlas y les ruega que bajen a merendar.
Las actrices se llevaron una gran sorpresa. Cuando vieron la mesa puesta, se miraron estupefactas. Esperaban que Marmee hubiera preparado algo especial, pero no imaginaban que verían algo así en aquellos tiempos de escasez. Ante ellas había dos bandejas de helados —uno rosa y otro blanco—, pasteles, fruta, unos tentadores bombones franceses y ¡cuatro ramos de flores de invernadero!
Las jóvenes se quedaron sin aliento y miraban incrédulas hacia la mesa y, luego, a su madre, quien parecía disfrutar de lo lindo la escena.
—¿Lo han hecho unas hadas? —preguntó Amy.
—Ha sido Papá Noel —apuntó Beth.
—Es cosa de mamá —explicó Meg con su más dulce sonrisa, a pesar de llevar todavía la barba cana y las cejas blancas.
—¡La tía March ha tenido un arranque de bondad y nos ha mandado comida! —exclamó Jo, a quien acababa de ocurrírsele la idea.
—Os equivocáis todas —intervino la señora March—. Todo esto lo ha enviado el señor Laurence.
—¡El abuelo del joven Laurence! ¿Cómo se le habrá ocurrido algo así? Ni siquiera le conocemos —exclamó Meg.
—Hannah comentó a su criada lo que había sucedido esta mañana, con el desayuno. Es un anciano de buen corazón y la historia le conmovió. Conoció a mi padre años atrás y esta tarde me ha enviado una nota muy educada en la que me pedía que le permitiese mostrar su aprecio por vosotras haciéndonos llegar unas golosinas en razón del día. No podía negarme, y aquí tenéis este festín que os compensará por el pan con leche de esta mañana.
—Esto es cosa del joven, ¡seguro que la idea fue suya! Es un muchacho extraordinario y me encantaría conocerle mejor. Parece que quiere que nos acerquemos a él, pero es muy tímido y Meg, que es una remilgada, no me deja saludarle cuando nos cruzamos con él —expuso Jo mientras el helado, que empezaba a derretirse en las bandejas, pasaba de mano en mano y era recibido con exclamaciones de satisfacción.
—Os referís a los vecinos de la casa grande, ¿verdad? —preguntó una de las jóvenes—. Mi madre conoce al viejo señor Laurence y dice que es muy orgulloso y que no le gusta relacionarse con sus vecinos. Mantiene a su nieto alejado del mundo y solo le deja salir para montar a caballo o dar un paseo con su tutor. El pobre no para de estudiar. Le invitamos a una fiesta, pero no fue. Mi madre dice que es un joven muy agradable pero que nunca le ha visto hablar con ninguna chica.
—En una ocasión, nuestra gata se escapó y él vino a devolverla. Nos pusimos a charlar junto a la valla, nos lo estábamos pasando muy bien hablando sobre críquet, hasta que vio llegar a Meg y desapareció. Quiero ser su amiga, porque necesita divertirse, estoy segura —afirmó Jo con resolución.
—Me gustan sus modales y parece un joven de bien, así que no tengo inconveniente en que le conozcáis mejor si surge la ocasión. Las flores las trajo él en persona y, de no ser por el lío que teníais organizado arriba, le habría pedido que nos acompañara. Parecía triste cuando se marchó, como si oír vuestro alboroto y vuestras risas le hiciese recordar la excesiva seriedad de su vida.
—Me alegro de que no le invitases en esta ocasión, mamá —exclamó Jo mirándose las botas—. Pero organizaremos otra representación a la que sí podrá venir. Tal vez incluso quiera actuar; eso sería fantástico, ¿no os parece?
—Es la primera vez que alguien me regala flores, ¡qué hermosas son! —exclamó Meg observando el ramo con gran interés.
—Sí, son preciosas pero para mí no hay nada como las rosas de Beth —afirmó la señora March mientras olía la flor medio marchita que llevaba puesta desde la mañana.
Beth abrazó a su madre y murmuró tiernamente:
—¡Ojalá pudiera enviarle un ramo a papá! Me temo que él no estará pasando una Navidad tan feliz como nosotras.
3
EL JOVEN LAURENCE
—¡Jo! ¡Jo! ¿Dónde estás? —gritó Meg al pie de la escalera que conducía al desván.
—¡Aquí