—Mademoiselle está charmante, très jolie, ¿verdad? —exclamó Hortense aplaudiendo con una irrefrenable emoción.
—Vayamos a que te vean las demás —propuso Belle, y la condujo hasta la sala en la que esperaban sus amigas.
Cuando Meg salió tras ella, arrastrando su larga falda, con los pendientes tintineando, los bucles ondeando y el corazón acelerado, se dijo que, al fin, le había llegado el momento de pasar un buen rato. Al verse en el espejo, había observado que, en efecto, parecía una hermosa damita. Sus amigas repitieron esa misma expresión con entusiasmo y, por un instante, como la grajilla de la fábula, disfrutó de las plumas prestadas mientras las demás cotorreaban como urracas.
—Nan, mientras me visto, explícale cómo moverse con la falda y los tacones para que no tropiece. Clara, prende tu mariposa de plata en esa cinta blanca para el cuello y esconde ese tirabuzón que asoma por la izquierda, pero con cuidado de no estropear mi hermosa obra —indicó Belle antes de marcharse a toda prisa, muy complacida con el éxito obtenido.
—No me atrevo a bajar. Me siento muy extraña y tiesa, medio desnuda —confesó Meg a Sallie cuando sonó la campanilla que indicaba el inicio del baile y la señora Moffat las mandó llamar.
—No pareces tú, pero estás preciosa. A tu lado, ni se me ve. Belle tiene un gusto exquisito y te ha vestido a la última, pareces una auténtica francesa, te lo garantizo. Deja el ramillete un poco más suelto, no estés tan pendiente de las flores y procura no tropezar —dijo Sallie, esforzándose por no sentirse mal porque Meg estuviese más guapa que ella.
Margaret bajó con cuidado por las escaleras, recordando en todo momento la advertencia de su amiga, y entró en la sala de estar, en la que la familia Moffat estaba reunida con los primeros invitados. No tardó en descubrir que la ropa elegante ayuda a atraer a cierta clase de personas y granjea respeto. Varias jovencitas que no le habían hecho el menor caso antes se mostraron súbitamente interesadas por su persona; algunos jóvenes que, en la otra fiesta, se habían contentado con mirarla de reojo pidieron que se la presentaran y no cesaron de piropearla, y varias damas mayores que, sentadas en los sofás, se dedicaban a criticar a los demás preguntaron quién era con cierto interés. Oyó que la señora Moffat contestaba a una de ellas:
—Es Daisy March, su padre es coronel del ejército. Una muy buena familia, aunque han sufrido un revés de la fortuna, ya sabe. Son grandes amigos de los Laurence. Es una gran muchacha, se lo aseguro. Mi hijo Ned la adora.
—¡Caramba! —exclamó otra dama poniéndose las gafas para estudiar mejor a Meg, que trataba de actuar con naturalidad, como si no hubiese oído nada, a pesar de lo que le habían impresionado las mentirijillas de la señora Moffat.
En ningún momento dejó de sentirse rara, pero se dijo que estaba representando el papel de dama en una obra y salió airosa del trance, a pesar de que el vestido le apretaba demasiado y hacía que tuviera flato, la cola de la falda se le enredaba en los pies y temía perder o romper uno de aquellos pendientes que parecían siempre a punto de caerse. Estaba abanicándose y celebrando los chistes malos de un joven que pretendía mostrarse ocurrente cuando de repente dejó de reír, desconcertada, al ver frente a ella a Laurie. Éste la miraba con evidente sorpresa y aire de desaprobación, o eso le pareció. Aunque el joven hizo una reverencia y sonrió, había algo en su franca mirada que la hizo sentirse incómoda y deseó llevar puesto su viejo vestido. Su perplejidad fue aún mayor cuando vio que Belle hacía señas a Annie y ambas se los quedaban mirando. Aunque se alegró mucho de ver a Laurie, éste le pareció más tímido e infantil que nunca.
¡Qué tontas son! ¡Y qué estupideces pretenden meterme en la cabeza! No les haré caso ni permitiré que me cambien en absoluto, pensó Meg al tiempo que cruzaba la sala para estrechar la mano de su amigo.
—Me alegra que hayas venido, temía que no te presentaras —dijo tratando de conducirse como una adulta.
—Jo me pidió que viniese para contarle qué aspecto tenías y aquí estoy —dijo Laurie sin mirarla, aunque su tono maternal le hizo sonreír.
—¿Y qué le vas a contar? —preguntó Meg, curiosa por conocer su opinión, a pesar de que, por primera vez, se sentía incómoda hablando con él.
—Le diré que no te conocí, que me pareciste tan mayor y distinta que me diste miedo —explicó Laurie jugueteando con su guante.
—¡No seas tonto! Las chicas me han vestido así para divertirse, y a mí me gusta bastante. ¿No crees que Jo no me quitaría ojo si estuviese aquí? —preguntó Meg, que quería averiguar si la encontraba favorecida.
—Sí, eso creo —contestó Laurie en tono grave.
—¿No te gusta? —preguntó Meg.
—No —dijo el muchacho abiertamente.
—¿Por qué no? —inquirió ella con un deje de angustia.
El joven observó su cabello rizado, sus hombros al descubierto y el estupendo vestido con una expresión que la dejó más abatida aún que la respuesta, en la que la habitual cortesía de Laurie brillaba por su ausencia.
—Me desagradan tantos adornos y plumas.
Aquello era demasiado en boca de un jovencito mucho menor que ella, de modo que Meg se retiró diciendo malhumorada:
—Eres el chico más descortés que he visto nunca.
Muy molesta, se acercó a una ventana, para que el aire le refrescase las mejillas, que le ardían por culpa de lo apretado de su vestido. El mayor Lincoln pasó a su lado y, segundos después, Meg oyó que le decía a su madre:
—Se están burlando de aquella muchachita. Quería presentártela, pero la han echado a perder. Esta noche, parece una muñeca.
¡Dios mío!, se dijo Meg con un suspiro. Ojalá hubiese tenido suficiente sentido común para usar mi ropa. Así no habría incomodado a nadie ni me sentiría tan rara y avergonzada.
Apoyó la frente sobre el frío cristal y permaneció allí, medio oculta tras la cortina, sin importarle que estuviese sonando su vals favorito, hasta que notó que alguien se acercaba. Se trataba de Laurie, que parecía arrepentido. Hizo una reverencia completa y le tendió la mano al tiempo que ofrecía una disculpa:
—Perdona mi rudeza. ¿Me concedes este baile?
—Temo resultar excesivamente desagradable para ti —contestó Meg intentando mostrarse ofendida, pero sin conseguirlo.
—Al contrario, lo estoy deseando, Ven, lo pasaremos bien. No me gusta tu vestido, pero creo que tú… ¡estás espléndida! —E hizo un gesto como si las palabras no le pareciesen suficientemente elocuentes para mostrar su admiración.
Meg sonrió, se ablandó y murmuró mientras se preparaban para bailar:
—Ten cuidado de no tropezar con mi falda; es un auténtico fastidio, ponérmela ha sido la peor idea que he tenido en años.
—Échatela al cuello, y así servirá para algo —propuso Laurie mirando las botas azules, que, a todas luces, eran de su agrado.
Comenzaron a bailar con ligereza y elegancia, porque habían practicado mucho en casa y estaban muy compenetrados. Daba gusto ver cómo giraban felices, sintiéndose más amigos que nunca tras su pequeña trifulca.
—Laurie, ¿me harías un favor? —preguntó Meg mientras su compañero la abanicaba porque se había quedado sin aliento enseguida, aunque no entendía el porqué.
—¡Claro! —exclamó Laurie con entusiasmo.
—Por favor, no le hables a nadie de mi vestido en casa. Mis hermanas no lo entenderían y mi madre podría preocuparse.
«Entonces, ¿por qué te has vestido así?», pareció decir Laurie con la mirada, con tal claridad