Simone de Beauvoir, Memorias de una joven formal
Louisa May Alcott
Mujercitas
Mujercitas - 1
PRÓLOGO
Cuando me encargaron la traducción de Mujercitas me hice la pregunta que ahora, supongo, se harán muchos lectores; ¿por qué otra traducción de un texto tan conocido? Al poco de empezar el trabajo, comprendí que la respuesta era más interesante que la pregunta: «Porque no es cierto que conozcamos de verdad esta novela». Se diría que ése es el peaje que pagan los clásicos: en el momento en que pasan a formar parte de nuestra memoria social, hablamos más de ellos de lo que los leemos.
Pocos serán los lectores que se acerquen a esta nueva traducción de Mujercitas sin una idea preconcebida sobre la obra o sin que esta despierte, antes de su lectura, emociones ajenas a la literatura. La mayoría se asoma al libro deslumbrado por sus recuerdos de infancia. Es posible que haya leído una de las adaptaciones acarameladas y censuradas del texto que circularon durante años como única opción de lectura, o tal vez haya conocido a las hermanas March a través de alguna de las versiones cinematográficas de Hollywood. Sea como fuere, la conclusión es clara: si es usted un lector español, lo más probable es que no conozca la novela que Louisa May Alcott escribió, por la sencilla razón de que no le ha sido presentada íntegramente o, dicho de otro modo, porque la primera versión del texto, la publicada en Estados Unidos entre 1868 y 1869, en general no se utilizó para la traducción a otros idiomas y se prefirió tomar como referencia la edición revisada que apareció en 1880.
Ésa es una de las razones de esta nueva traducción: restituir el texto original y ponerlo en manos del lector para que este pueda disfrutar leyendo sin recortes la historia de las cuatro hermanas March. Al hacerlo, descubrirá que esta primera versión es mucho más contundente y mordaz que la más popular, recortada por los propios editores de Alcott poco antes de su muerte, en 1880, para ajustaría al gusto del público femenino de entonces. En 1880 se suprimieron capítulos y se dulcificaron términos considerados excesivamente vulgares, de este modo fueron eliminadas gran parte de las reflexiones de la autora para concentrarse en la historia amorosa de las muchachas, quienes, si bien podrían verse como paradigmas de lo femenino, son en realidad un reflejo bastante fiel de las hermanas de Alcott. El personaje de Jo, la rebelde escritora que prefiere ser una solterona a casarse por dinero, está directamente inspirado en la vida de la autora. Porque Louisa May Alcott es una gran desconocida: la fama que le procuró Mujercitas nos hace olvidar con frecuencia que se trata de una pluma prolífica, con más de trescientas obras de distintos géneros. Empezó escribiendo cuentos muy joven, a los dieciséis años, pero no fue hasta los treinta y cinco cuando, gracias a Mujercitas, alcanzó el bienestar económico que tanto ansiaba y que le servía de acicate a la hora de escribir. La segunda de cuatro hermanas, Louisa creció con la doble dificultad de no tener prácticamente dinero y sí la obligación de ser una muchacha decente. Su padre, Bronson Alcott, era un filósofo y reformador educativo de ideas progresistas sobre la mujer y la esclavitud pero, hombre nada práctico, era incapaz de mantener a su familia. Angustiada por ese hecho, Louisa, al igual que luego lo hará Jo en su novela, se propone hacerse rica para salvar a su familia y lograrlo escribiendo: el éxito rotundo e inmediato de Mujercitas hizo de estos sueños una realidad.
En esta nueva traducción, el lector encontrará, por supuesto, a las cuatro hermanas, sus penurias, su visión optimista y bondadosa de la vida, la emoción de los primeros amores y todo lo que ya conoce, pero descubrirá también a una autora preocupada por denunciar el mundo que la rodea, un mundo que escondía sus miserias bajo los esplendores de las amplias faldas de señoras y señoritas en edad de merecer. Han pasado casi ciento cincuenta años desde la fecha de la primera edición de Mujercitas; nuestras faldas han tenido tiempo y ocasión de acortarse para luego volver al tobillo de sus dueñas unas cuantas veces, pero la complicidad de las cuatro hermanas con las demás mujeres no ha muerto. Sigue ahí, en esas charlas de media tarde delante de un buen café, en esas llamadas telefónicas largas como un día sin pan, en esas ganas de ver el mundo de cierta manera y luego contarlo con palabras muy nuestras.
Por eso quizá no me duelen las muchas horas dedicadas a este libro; traducir Mujercitas ha sido para mí como trabar amistad con cuatro mujeres de las que había oído hablar infinidad de veces, pero que solo conocía de vista. El esfuerzo ha merecido la pena, y espero que la merezca también para todos sus nuevos y viejos lectores.
GLORIA MÉNDEZ
julio, 2004
PRIMERA PARTE
1
EL JUEGO DE LOS PEREGRINOS
—Sin regalos, la Navidad no será lo mismo —refunfuñó Jo, tendida sobre la alfombra.
—¡Ser pobre es horrible! —suspiró Meg contemplando su viejo vestido.
—No me parece justo que unas niñas tengan muchas cosas bonitas mientras que otras no tenemos nada —añadió la pequeña Amy con aire ofendido.
—Tenemos a papá y a mamá, y además nos tenemos las unas a las otras —apuntó Beth tratando de animarlas desde su rincón.
Al oír aquellas palabras de aliento, los rostros de las cuatro jóvenes, reunidas en torno a la chimenea, se iluminaron un instante, pero se ensombrecieron de inmediato cuando Jo dijo apesadumbrada:
—Papá no está con nosotras y eso no va a cambiar por una buena temporada. —No se atrevió a decir que tal vez no volviesen a verle nunca más, pero todas lo pensaron, al recordar a su padre, que estaba tan lejos, en el campo de batalla.
Guardaron silencio y, al cabo de unos minutos, Meg añadió visiblemente emocionada:
—Ya sabéis que mamá propuso no comprar regalos estas Navidades porque este invierno será duro para todos y porque cree que no deberíamos gastar dinero en caprichos cuando los soldados están sufriendo en la guerra. No podemos hacer mucho por ayudar, solo un pequeño sacrificio, y deberíamos hacerlo de buen grado, pero me temo que yo no puedo. —Meg meneó la cabeza pensando en todas las cosas hermosas que le apetecía tener.
—Yo no creo que lo poco que podemos gastar sirviera de mucho. Solo tenemos un dólar cada una, y en poco ayudaríamos al ejército si se lo entregáramos. Me parece bien que no nos hagamos regalos las unas a las otras, pero me niego a renunciar a mi ejemplar de Undine y Sintram. Hace mucho que deseo conseguirlo… —dijo Jo, que era un verdadero ratón de biblioteca.
—Yo pensaba comprar algo de música —apuntó Beth, y dejó escapar un suspiro tan discreto que ni las paredes lo oyeron.
—Yo quiero una buena caja de lápices de colores Faber. Los necesito de veras —anunció Amy con decisión.
—Mamá no ha dicho nada de nuestro dinero. No creo que pretenda que renunciemos a todo. Que cada una se compre lo que más le apetezca y disfrutemos un poco. Al fin y al