Incluso el deseo, como fuerza activa de la voluntad personal, anhela salir del tiempo y consumarse más allá del principio y del fin. Al no conseguirlo, acepta la limitación de nuestra existencia y se conforma con el tamaño que el tiempo puede darle. Deseamos cumplir nuestros proyectos particulares y el gran proyecto de nuestra vida en el tiempo razonable que la existencia limitada nos ofrece.
Y el que no acepta ni se conforma con el tamaño del tiempo de la vida, desecha toda razón y cae en el pozo sin fondo de la angustia. Porque la angustia es el temor continuo a que el tiempo destruya todo lo que queremos y hacemos, nuestros deseos y nuestras obras. Por otro lado, cuando una persona se deja poseer enteramente por la angustia del tiempo, por la duración incesante de lo insoportable, no encontrará otra solución que el suicidio.
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Este libro guarda una relación esencial con mi anterior ensayo, La vida como obra de arte, del que es su continuación natural, aunque no requiere la lectura previa de aquel. Ambos libros guardan una relación esencial porque comparten esa nueva forma de entender la vida humana, la vida personal de cada hombre y de cada mujer, en cuanto creación de una obra tan reveladora y gozosa como una genial obra de arte.
Digamos que en aquel libro, en la forma sintética propia del ensayo, se exponían los elementos esenciales de esa obra de arte que es la vida de cada hombre y de cada mujer: la primacía del espíritu, el reino de la intimidad personal y el conocimiento íntimo del mundo, la unidad sustancial de cuerpo y espíritu, la respuesta a la vocación personal y la acogida del destino; la relación de la creación propia con la creación de la naturaleza, la relación entre voluntad y realidad, así como la afirmación y la conquista de la libertad personal.
En este nuevo ensayo se despliega la hoja de ruta por la cual tales elementos se desarrollan hasta consumarse en una obra de arte con sentido único y pleno. El ser humano es un ser biológico y espiritual. En cuanto biológico, el cuerpo de cada ser humano tiene unas demandas comunes a las de todos sus semejantes; en cuanto espiritual, su vida está marcada por la libertad y lo original, lo irrepetible.
Y en cuanto biológico y espiritual a la vez, existe una forma común de desarrollar nuestra libertad a través de nuestro cuerpo. No obstante, el sentido y la plenitud de ese desarrollo jamás podrán reducirse a un sistema funcional ni fundarse en una serie de normas prácticas concebidas a priori.
Quiero decir con todo ello que tan importante es saber quién quiero ser como el camino para llegar a serlo. Ambas cosas se eligen con total libertad, una libertad que solo está condicionada por las limitaciones propias de mi cuerpo y de mi mente.
Pero, aun siendo significativas tales limitaciones desde el punto de vista material (cuántos años quiero vivir, qué nivel de salud física y mental puedo mantener a lo largo de mi vida, qué aptitudes y defectos tengo para desempeñar una profesión u otra…), ninguna de esas barreras físicas y psíquicas pueden impedirme ser quien yo quiero ser. Ninguna de ellas, por sí misma, puede determinar la calidad de la obra de arte que es mi propio ser personal, creado progresivamente a lo largo de mi existencia.
Vayamos directamente al grano: ningún condicionante material puede impedirme amar y ser amado por la persona realmente necesaria para darme todo el amor que necesito (y para dárselo yo a ella, por supuesto). Incluso mi cuerpo, considerado en su constitución peculiar y en unas dimensiones difícilmente modificables, jamás podrá ser un obstáculo para ese amor. Mi cuerpo, en cuanto mío, esto es, en cuanto expresión de la persona que yo voy creando libremente, jamás podrá impedirme alcanzar las demandas esenciales de mi espíritu. Si realmente soy un espíritu en mi propio cuerpo, mi yo, mi ser personal, es igualmente libre de crearse tanto en lo físico como en lo espiritual.
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Si el presente libro trata sobre el camino para llegar a ser quien quiero ser, debemos tener en cuenta que ese camino está hecho de tiempo. Es el tiempo —la extensión temporal y, sobre todo, la intensidad con que ejercito mi proyecto vital a lo largo de esa cronología—, es el tiempo, sí, el terreno donde trazo y voy dándole forma a esa persona que quiero ser. De manera que este libro abordará el modo de desplegar mi actividad creadora a lo largo del tiempo y en relación con todas las realidades temporales, en las que el trabajo, especialmente el trabajo profesional de cada día, ocupa un lugar privilegiado.
El trabajo, sea más o menos cualificado, será la dirección por la que alcanzo el sentido de mi vida. Téngase en cuenta que el trabajo es la dirección, y no el sentido: el sentido está siempre más allá de la dirección de mi recorrido, y es lo que realmente da significado propio a esa obra de arte que es mi vida. El sentido es el amor que acerca mi yo a ese tú que necesito para ser yo mismo y viceversa.
Por eso, después de los capítulos dedicados a las diversas manifestaciones del tiempo de mi vida, aparecerán los capítulos sobre el sentido de ese tiempo: la fuerza creadora del amor y de la persona amada, así como los frutos trascendentes de ese amor. Estos son, pues, los núcleos temáticos del presente libro, esencialmente unidos entre sí y con el ensayo ya citado, La vida como obra de arte (2019).
Teniendo en cuenta que el lector de esta obra tal vez no conozca la anterior, las siguientes páginas empezarán con un capítulo de síntesis sobre algunos conceptos fundamentales allí tratados, que llevarán como rótulo general “El sentido creador de la vida humana”.
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Por último, aconsejo al lector que recorra estas líneas sin prisa, con la calma propia de todo lo que es esencial en nuestra vida y que no puede resolverse mediante una lectura puramente teórica. Es más lo que no se dice que lo dicho. Sí, este libro, como el ya citado, no desarrolla los temas de que trata: solo plantea al lector unas cuestiones y le ofrece respetuosamente unas pistas muy amplias para que sea él quien aporte lo esencial de sus respuestas. Al fin y al cabo, el tiempo de la vida es el tiempo de mi vida y de la vida de cada lector. En consecuencia, cada uno ha de recorrerlo de un modo irrepetible.
Valle de Guerra (Tenerife), 21 de diciembre de 2020
1.
EL SENTIDO CREADOR DE LA VIDA HUMANA
LA FILOSOFÍA CLÁSICA TUVO EL GRAN mérito de sumergirnos en las profundidades del ser, en lo que significa que una cosa sea, que tenga realidad y consistencia propias. Esa certeza se desdibujó con la irrupción del racionalismo y de los idealismos subsiguientes, pero aún hoy puede seguir iluminando nuestro conocimiento del mundo.
Partiendo del ser, la filosofía clásica nos explicaba el actuar, el obrar, entendido como una consecuencia directa del ser. Sin embargo, de tanto centrarse en la analogía entre el ser creado y el Ser supremo, de cuya realidad todas las demás cosas participan, esta filosofía no llegó a afrontar de un modo adecuado la relación entre el ser y el existir, al menos en el caso de una realidad tan peculiar como la persona humana.
Con la convicción de que en Dios el ser y el existir se identifican, esa tradición de pensamiento no llegó a dilucidar satisfactoriamente la relación entre el ser y el existir del hombre: un ser que no es absoluto, como el de Dios, sino participado; pero un ser que tiende al Absoluto, de quien es imagen y semejanza.
De esta manera se pensó que la esencia o naturaleza (el principio por el que una cosa es lo que es, y no otra) era una realidad tan propia de cada ser humano, y tan común a todos los individuos de nuestra especie, que el existir diario de cada hombre y de cada mujer no añadía nada esencial a su ser personal.
Gracias al personalismo del siglo XX y a la filosofía de un autor contemporáneo tan imprescindible como Leonardo Polo, he llegado a una convicción fundamental en mis reflexiones sobre el ser humano. Se podría enunciar de una forma muy sencilla: el existir diario, temporal, de cada persona conforma su ser, su identidad más profunda. Sí, es cierto que cada hombre o mujer no son solo lo que hacen y reciben cada día, pero también es cierto que cada día, en una medida mayor o menor, el ser humano puede crear o destruir su mismo ser.
De modo que el hombre no es un creador absoluto de sí mismo, pero sí que, a través de su actuar