En una mirada amplia descubro que en los medios de la VR de las mujeres la palabra “fidelidad” suele intercambiarse frecuentemente por el término “perseverancia” (3). Se habla de perseverancia (4) dando a entender fidelidad y se habla de fidelidad como sinónimo de perseverancia. Y en los casos en que se distinguen entre sí, se las relaciona de manera tan estrecha que difícilmente puede darse una sin la otra. La fidelidad, en estos contextos, no se entiende sin la perseverancia. La perseverancia, por su parte, se percibe como el signo por excelencia de la fidelidad. Las celebraciones de los 50 años de Vida Religiosa, ahora tan frecuentes, hacen patente tanto la equivalencia de los términos como, en su caso, la relación entre ellos. La mayoría de las veces se habla de fidelidad cuando, de hecho, lo que se quiere decir es perseverancia. (5)
Esta sinonimia no es inocua. El efecto de tal confusión sobre el sentido de la fidelidad es empobrecedor y reductor. La sinonimia ha sometido el concepto y el valor a un proceso de vaciamiento, de manera que, como aparece a menudo en el entorno en el que vivimos, resulta difícil entender su importancia. Este efecto no se reduce al área de la especulación dentro de la VR, sino que tiene repercusiones en la vida práctica. Una de las consecuencias de dicha reducción, por ejemplo, es que impide percibir fidelidad en actitudes y conductas que comprometen la perseverancia. Y, a la par, empaña la mirada y dificulta percibir en la mera perseverancia todo lo que hay de infidelidad. Son, por tanto, muy graves las consecuencias que se derivan de la equivalencia de los dos términos.
El efecto reductor y de vaciado de sentido también se nota en la comprensión estereotipada de la perseverancia. Esta no es un valor, como lo es la fidelidad, sino una actitud y el resultado de la acción de permanecer, independientemente de lo que ello signifique. De la palabra perseverancia, en este momento de la VR (y permítaseme generalizar), se han eliminado todas las connotaciones relativas al cambio, de manera que perseverar, que de por sí, hay que repetirlo, no habla de formas y modos, sino solo de duración temporal, se ha vuelto rígida y pobre. El reduccionismo a que ha sido sometida cada una de las palabras tiene un efecto sobre la otra. Como suele ocurrir con los términos desgastados, es difícil devolver a la fidelidad y a la perseverancia su peso y su importancia. A veces, las palabras desgastadas se pueden sustituir por otras, pero hay ocasiones en que no es posible sin arriesgarse a perder su rica semántica, su valor conceptual e, incluso, su importancia histórica. Dado que no encuentro un término capaz de sustituir a “fidelidad”, me propongo indagar sobre su sentido partiendo de su condición temporal.
El reduccionismo del que hablo, es necesario aclararlo, no es producto directo de los momentos más importantes de la historia reciente de la Vida Religiosa. Como vamos a ver, hace cincuenta años la fidelidad no estaba reñida con el cambio, sino todo lo contrario. Eso vino después.
Fidelidad y cambio en la VR en la historia reciente
Desde hace cincuenta años se ha hecho casi lugar común hablar de fidelidad dentro de la reflexión y la teología de la VR. Ella, la fidelidad, fue el motor que dio impulso a los grandes desafíos del proceso de aggiornamento posterior al Concilio Vaticano II. El esfuerzo, el trabajo, la valentía con los que la inmensa mayoría de las congregaciones religiosas de mujeres de vida activa, así como la mayoría de los monasterios y conventos de clausura, afrontaron dicho aggiornamento merecen mucho respeto y producen una gran admiración (6). Las religiosas y las monjas se pusieron a la tarea de inmediato y enfrentaron los conflictos y las crisis que se fueron sucediendo en el período del postconcilio (7). No se puede hablar de fidelidad y VR de mujeres sin tener, como trasfondo, esta parte de su historia reciente. En este proceso parecía fuera de lugar contraponer fidelidad y cambio.
Las cosas, como bien sabemos, no fueron fáciles. Los nuevos aires sobre fidelidad y cambio, anclados en lo que entonces era la apertura a los signos de los tiempos, tuvo sus pensadores y estos, a su vez, tuvieron sus divulgadores. La mayoría -por no decir la totalidad- fueron varones. Ellos utilizaron y desarrollaron el concepto teológico de fidelidad en relación con la VR. Entre estos teólogos, se encontraban muchos religiosos. Los teólogos y el clero divulgador transmitieron sus reflexiones mediante sus escritos y cursos y a través de la predicación, en distintos formatos: ejercicios espirituales, retiros, charlas y homilías, de forma que el mensaje llegó prácticamente a toda la VR, especialmente a las mujeres (8). El pensamiento teológico y su divulgación, si atendemos a sus agentes y destinatarios, se produjeron en una sola dirección, es decir, en la dirección de género que va de los hombres a las mujeres, pues por entonces escaseaban las teólogas, las cuales tardaron un tiempo en prepararse y tener una palabra de autoridad reconocida. Es verdad que pocas mujeres pensaban en el sesgo androcéntrico de los estudios teológicos. Es cierto que entonces las mujeres, en general, acogieron la teología y las reflexiones sobre el valor de la fidelidad sin cuestionarse dicho sesgo. Pero este sesgo existía, como sigue existiendo hoy. De todo aquello hubo muchas cosas que resultaron valiosas para mujeres y hombres, otras que solo parecieron serlo para las mujeres y otras más que, siendo valoradas por unas y otros, se esperaba que fueran acogidas y llevadas a la práctica por las mujeres. Es el caso, creo yo, de la fidelidad. Una de las razones que lo explica (aunque no lo justifica) es el contexto sociocultural.
La fidelidad, en efecto, es un valor de alto contenido sociocultural que, antes de una manera, y ahora de otra, se espera mucho más de las mujeres que de los varones. Quizás se deba a que ha sido entendida, desde hace milenios, en referencia a la exclusividad sexual. En este momento de la historia y en el ámbito occidental, sin embargo, ya no se espera solo de lo relativo a las relaciones sexuales y de pareja –que también, aunque el ambiente sea ahora mucho más laxo–, sino de muchos otros ámbitos de la vida. Las mujeres, hoy, han de ser fieles a “su feminidad”, es decir, a las múltiples expectativas que el imaginario colectivo sigue teniendo de una mujer (9). A ellas, a las mujeres, se les pide la fidelidad más y con mayor frecuencia que a los varones, sea cual sea su concreta forma de vida. Cuando la fidelidad no se refiere a la pareja, esta suele ser sustituida, pero no transformada, por otras realidades dependientes de los hombres. Es lo que sucede en círculos laborales, políticos, académicos, familiares y religiosos en los que encontramos mujeres dedicadas a causas y profesiones que reclaman de ellas lo que suele reclamar de la mujer su pareja, cuando la tiene: sumisión, cuidado, que ellas pasen al segundo plano, que renuncien al protagonismo, que refuercen la autoestima de los varones…, por poner algunos ejemplos. Lógicamente esto solo tiene sentido en el contexto patriarcal, el sistema que dicta cómo hay que entender este y cualquier otro valor en la perspectiva discriminante del género.
Volviendo a nuestro tema y al tiempo de cambio del postconcilio, puesto que fueron las mujeres las que se tomaron en serio los procesos de adaptación y cambio a los nuevos tiempos inaugurados por el Vaticano II, no es de extrañar que fueran también ellas las principales destinatarias de una teología masculina y machista de la fidelidad. En buena parte de la idea teológica de fidelidad se escondía un temor a la osadía de las mujeres que se arriesgaban a cambiar. Que, de hecho, estaban cambiando. Ellas, de forma individual e institucional, hay que repetirlo, estaban obligadas a permanecer fieles. Fieles al carisma inicial, fieles a su historia, a su tradición, a sus roles, fieles, incluso, a su pretendida “feminidad”, fieles, ya en los últimos tiempos, a “sí mismas”.
Es necesario dejar claro que, a pesar del sesgo machista de dicha teología, las mujeres no siguieron el mandato a la letra y muchas, individual e institucionalmente, a la luz del feminismo, introdujeron cambios sorprendentes. La fidelidad de las religiosas, tanto de muchas instituciones, como de las mujeres concretas, las condujo a decisiones osadas y proféticas, decisiones que a muchas, en uno y otro nivel, les pasaron “factura”, es decir, decisiones que tuvieron consecuencias no esperadas por los estamentos eclesiástico-clericales, esos mismos estamentos que, incluso, las animaron a ello.
Pero, en seguida, la institución eclesiástica clerical puso freno a este impulso vitalista y creativo. Este freno incluye el intento de fallida renovación que acuñó la expresión “fidelidad creativa”. En realidad, la fórmula generó mucha literatura y poco cambio. Los procesos de cambio real que todavía seguían en curso ya habían sido iniciados y continuaban no por el supuesto