La tierra de la traición. Arantxa Comes. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arantxa Comes
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412269529
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Interior intentó monopolizar esa materia tan útil y limpia durante décadas y que, por ello, la Isla decidió esfumarse, si bien los libros de texto se empeñan en modificar la historia para victimizar a quienes se enfrentaron a tales desertores.

      Corrupción.

      Egoísmo.

      Traición.

      Son muchas las palabras que aún se usan para describir a los isleños del pasado, a los que ahora permanecen en tierra y a sus descendientes —como Aster—. Se dice que Brisea Isla le arrebató los derechos a Interior, una mentira más. Una que se sustenta demasiado bien, aunque tan podrida como otras con las que se escuda el gobierno de la Arga.

      —¿Señorita Regnar?

      De pronto, la profesora Remond es más que una sombra al fondo del aula, es una figura espigada, de mirada inquisitiva y un brillo peligroso en ella, que resiste frente a Aster a la espera de un gesto que la justifique. Sobre la pizarra, la bandera dorada de siete estrellas azules, una por cada experto, y el cuervo negro, representando al Experto Superior, reprende a la alumna por su comportamiento poco fervoroso.

      Aun así, lo primero que hace Aster es cerrar el libro, asustada por si su tutora descubre las fórmulas matemáticas que ha ingeniado y ha escrito en un código propio, indescifrable. Y nadie puede descubrir lo que oculta, porque entonces… Entonces su padrastro no sabría cómo reaccionar, su madre la mataría y Garnet Ederle no iría a visitar su tumba. Puede que ni la tuviera, la Arga va a derribar el cementerio de Los Llanos para ampliar la Zona Industrial del norte.

      —¡Regnar!

      —Solo he dicho la verdad.

      La clase contiene la respiración con un ruidito general, se escucha un sollozo proveniente de la primera fila, ocupada por el alumnado de PRE. La chica mete el libro en la mochila, porque ya siente palpitar la vena iracunda en el cuello de la profesora, casi se adelanta al grito que profiere Remond cuando pone las manos sobre los hierros de su silla de ruedas.

      —¡Aguarde en el patio, señorita Regnar! Si esperaba saltarse la lección, la visita de los colegios y la asistencia obligatoria al desfile oficial de la Conmemoración por el Hundimiento, ¡se ha equivocado! La directora se hará cargo de usted y luego, sus padres. ¡Qué decepción!

      El sollozo se intensifica y a Aster le gustaría acompañar tanto dramatismo con una sonrisa divertida; pero prefiere no incendiar más el carácter de Ilbia Remond. Ella es una alumna modelo, si bien no lo ha demostrado en esa primera hora de clase. Aunque es una imposición, ha aprendido a amar lo que estudia y a ver su futuro de ingeniera argámica como algo anhelado. Sin embargo, cuando Aster abandona la estancia entre murmullos y el siseo de las ruedas que empuja, no puede evitar sentirse lejos de la verdadera voluntad de Brisea, demasiado desgastada por los deseos viciados de la Arga.

      Se pregunta qué habría pasado con su educación si su madre se hubiera quedado en Farnige, a donde se marchó siendo muy joven y donde Aster nació. Se cuenta mucho del país vecino de Brisea: los recursos energéticos se centran en el combustible fósil y su presidente roba más que ayuda, pero la enseñanza es pública y la procuran sin que apenas haya diferencias sociales. Nada comparable a Brisea, donde el destino para cualquier persona con sangre isleña es trabajar manufacturando en las fábricas de la Zona Industrial, o acabar en ellas después de especializarse en Ingeniería, Mecánica o Artífice. Siempre al servicio de la argamea, un pago porque sus congéneres se la llevaron definitivamente.

      Aunque Aster admite que le apasiona, segundo de Ingeniería se le está haciendo eterno, así que, entusiasmada, desciende los dos pisos por las rampas situadas junto a las escaleras principales. Los mechones castaños se le arremolinan frente al rostro y se arrepiente por no haberse despertado puntual esa mañana. Le gusta recogerse el pelo de cualquier manera, muy parecido a la forma en que su madre se lo trenzaba de joven. Kai Regnar es su ejemplo y, a veces, a Aster le gusta contemplarla en las viejas fotografías, posibles futuros reflejos de sí misma.

      La chica esquiva la entrada que conduce al patio en el que Remond la ha castigado a esperar. Por supuesto, ya que se ha metido en un lío, piensa enredarse en él hasta las últimas consecuencias. La puerta principal del edificio está abierta y la cruza con esa sonrisa que antes no se ha permitido ensanchar. Más lo hace en cuanto reconoce al chico que camina con pasos decididos hacia la calle perpendicular que conecta con la Plaza del Experto. Al parecer, a él también se le hace eterno el tercer curso de Artífice.

      —¡Mats!

      El hermanastro de Aster se gira, lleva la parte superior del uniforme de la Escuela atado a la cintura. Con el final de la primavera, vestir un mono negro de mangas, perneras y cuello largo empieza a resultar insoportable. De hecho, Aster se despasa la cremallera hasta la cadera antes de que él la alcance.

      —¿¡No me fastidies que te han castigado!?

      —¿Y por qué te fastidiaría eso, si puede saberse?

      —Porque me acabo de escaquear de la clase de Aulyn…

      —Mats —lo advierte—, papá se va a enfadar al final.

      —Rhys aún tiene que tolerar mucho por nuestra parte.

      A ambos les gusta llamarse «hermanos» en vez de «hermanastros», pero a ella le molesta que Mats se dirija a su propio padre por el nombre.

      —No seas injusto.

      —Bichejo —él se agacha y pone una mano sobre la cabeza de la chica—, sé que quieres acompañarme.

      Que a Aster Regnar le basta con un reto para lanzarse al vacío y que Mats Ehart es la persona más sinvergüenza de toda Brisea es una certeza. Por eso, no es una sorpresa cuando comparten una carcajada y avanzan calle arriba, en dirección al centro de Vala. Se burlan de la poca suerte de Remond, de Aulyn, de la directora y de la Escuela Argámica entera por tener que soportarlos.

      Ríen y se recrean en la última mañana del año 175, aunque los habitantes privilegiados de El Foco, calles amplias y una pulcritud inquietante, los observan con los labios arrugados y una nota de rechazo. Un odio irracional que no afecta ni a Mats ni a Aster, quienes se fijan en los bajos de los raíles del antiguo tranvía que, justo por esa zona, antes recorría el tramo desde las alturas. El entusiasmo se desvanece un poco a medida que llegan al centro de la capital y los bordillos y elevaciones entorpecen el camino, apagan a la chica y cabrean a su hermano:

      —Me cago en la Arga. Destinan presupuestos a estupideces en los distritos más ricos y a los demás que nos…

      —Seguiremos luchando. —Aster le dedica una sonrisa cansada y la rabia prende todavía más en Mats, capaz de plantarse en la Casa Ilustre y decirle al Gobierno cuatro cosas bien dichas—. Venga, tonto…

      —Eres demasiado benévola. ¡Es que esto está muy alto, joder!

      Maniobran para subir un bordillo más parecido a una muralla, a punto de entrar en la Avenida de los Ilustres, la espina dorsal que atraviesa por la mitad gran parte de Vala desde la Casa Ilustre, la sede oficial de la Arga. A sus puertas, nace ese amplio paseo flanqueado por jardines de colores vibrantes y las esculturas conmemorativas de quienes formaron parte del poder del país. En su corazón, la Plaza del Experto, donde se eleva hacia el cielo la poderosa imagen de piedra del Experto Superior.

      —¿Os ayudo?

      Mats sonríe y Aster siente que las mejillas se le incendian al reconocer esa voz, espera que su hermano no la descubra, aunque le parece una tarea imposible ocultar todo lo que siente cuando Shay enreda los dedos en su pelo deshecho.

      —¡Shay! ¡Alabadas sean Nuestras Divinidades en las que nadie cree! —exclama Mats, una teatralidad que no aciertan de quién la ha heredado.

      —Venga, Mats, que nos conocemos y sé para qué me quieres.

      —Uy, uy, uy… —El chico finge vergüenza y Aster pone los ojos en blanco, porque su hermano continúa con uno de esos discursos melodramáticos sin percatarse de que ya no lo atienden.

      —Oye, bichejo, ¿y este pelo? —Shay