Metamanagement (Principios, Tomo 1). Fred Kofman. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fred Kofman
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Зарубежная деловая литература
Год издания: 0
isbn: 9789871239320
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que significa “inercia” o “consecuencia de acciones previas”) colectivo.

      Vivir la consecuencia máxima de la falta de respeto me sensibilizó en alto grado. Al igual que muchos grupos democráticos que repudiaron la violencia de la guerra sucia, adopté el lema “Nunca más”.

      Me comprometí apasionadamente con encontrar formas de interacción que honraran el valor intrínseco de todos los seres. Uno de mis intereses permanentes fue (y es) desarrollar modos de pensamiento y relación que nos permitan coexistir pacífica y hasta sinérgicamente, a pesar de (o más bien, gracias a) nuestras diferencias. Este interés ha sido otro de los hilos conductores de mi vida; no sólo como tarea ética, sino también como actividad de consultoría empresaria.

      Al iniciar mi trabajo con compañías norteamericanas descubrí que, aunque en forma atenuada, las semillas de la “guerra sucia” están en el corazón de toda persona. A casi nadie se le ocurre eliminar a sus rivales físicamente, pero casi todos tienen el secreto deseo de eliminar las diferencias; como dice el refrán: o cambiamos a la gente (su forma de pensar) o cambiamos a la gente (quitándola del medio). Esta tendencia es parte de la condición humana, por lo que es imposible erradicarla mediante guerras externas. La única forma de trascenderla es mediante una toma de conciencia y el compromiso con el respeto por el otro. Como dice Alexander Solzhenitsyn, el gran denunciante de los horrores de la Rusia stalinista:

      “[Qué fácil sería] si sólo existiera gente malvada allí afuera, cometiendo insidiosamente actos malvados, y si sólo fuera necesario separarlos del resto de nosotros y destruirlos. Pero la línea que separa el bien del mal corta el corazón de cada ser humano, y ¿quién de nosotros está dispuesto a destruir una parte de su propio corazón?”.

      La solución no pasa por destruir nada. El problema no está en la naturaleza del corazón, sino en la inmadurez de la conciencia que lo contiene. El deseo de destruir las diferencias nace del miedo atávico e instintivo a ser destruido por ellas. Cuando la persona alcanza un cierto nivel de evolución y se da cuenta de que su seguridad y autoestima no dependen de “poseer la única verdad”, este pánico instintivo a la diferencia queda sobreseído por la aceptación respetuosa –y la bienvenida jubilosa– de la pluralidad.

      La paradoja es que las diferencias son potenciales fuentes de problemas o de oportunidades. Cuando se las sabe utilizar, se vuelven un recurso muy poderoso. Por ejemplo, el arquitecto necesita al ingeniero para hacer los cálculos de estructura, y el ingeniero necesita al arquitecto para crear un edificio funcional y bello. Pero cuando la gente no sabe cómo combinar sus diferencias en aras de un proyecto común, las diferencias se vuelven un escollo. Por ejemplo, el arquitecto acusa al ingeniero de ser un esquemático que limita su creatividad, y el ingeniero acusa al arquitecto de ser un delirante que se lo pasa pergeñando quimeras imposibles de construir.

      ***

      Cuando llegó el momento de elegir una carrera universitaria, me incliné por la economía. Siempre tuve gustos eclécticos –me cuesta decidir, dirían mis críticos– y pensé que las ciencias económicas me permitirían combinar mi interés por las ciencias exactas (matemática, estadística, análisis de sistemas), con mi entusiasmo por las ciencias humanas (psicología, historia, sociología).

      Durante cinco años asistí a las clases, leí los libros, hice los ejercicios y aprobé los exámenes; consecuentemente, recibí mi título. Aprendí que la vida es una maximización sujeta a restricciones, que la escasez demanda la aplicación racional de recursos y que los sistemas económicos son agrupamientos de agentes individuales que operan en interés propio para satisfacer sus deseos y necesidades. Lo que no aprendí fue por qué la economía argentina era tan desastrosa.

      Siempre había querido ser profesor, participar del mundo académico de la investigación y la enseñanza. Como ya no podía quedarme en la facultad como alumno, me postulé a la docencia. Me aceptaron como adjunto de la cátedra Crecimiento Económico. Hay una frase que dice que “quienes saben, hacen; quienes no saben (o saben sólo en forma teórica), enseñan”. Nunca tan apropiada como en mi caso. En mis clases me encontraba repitiendo las teorías que había aprendido, pero seguía sin ver cómo esas teorías podían ayudar a los seres humanos a vivir mejor.

      Decidí entonces continuar mis estudios. Mi esperanza era encontrar algún secreto que sólo se les revelaba a quienes hicieran el doctorado en los Estados Unidos. Partí hacia la Universidad de California, Berkeley. Allí, después de tomar un curso sobre desarrollo económico, me di cuenta de que el mundo real era demasiado desordenado para mí. Abandoné toda esperanza de comprender a las personas de carne y hueso y decidí dedicarme de lleno a la economía matemática. Esta teoría es tan abstracta que tiene muy poco que ver con lo que la gente llama “economía”, pero su gran ventaja es que uno puede hacer supuestos ordenados y derivar resultados con gran elegancia lógica. El problema es que al hacer estos supuestos, uno borra el 99% de lo que hace humano al ser humano. Prácticamente, se ocupa de estudiar robots u ordenadores que deciden en forma lógica. Así es como desaparecen las contradicciones propias de la realidad; así es como desaparece también la riqueza de la realidad.

      Esta forma de enfrentar la vida está reflejada en un famoso chiste de economistas: tres náufragos –un físico, un químico y un economista– se encuentran en una isla. A su alrededor yacen cientos de latas de atún, pero nada que sirva para abrirlas. Hambrientos, los tres discuten cómo proceder. El físico propone: “Si tomamos una piedra y golpeamos el envase en el ángulo correcto, se abrirá”. El químico argumenta: “Eso llevara mucho tiempo y esfuerzo. Si ponemos los envases en el agua salada, el metal se oxidara y podremos abrirlos fácilmente”. El economista concluye: ¿Para qué hacer tanto lío? Supongamos que tenemos un abrelatas y se acabó el problema”.

      El supuesto de racionalidad es tan crítico como inflexible en economía. Usando un término técnico, los modelos no son robustos con respecto a él. Eso quiere decir que si uno relaja el supuesto aunque sea un poquito –la gente es irracional alguna que otra vez– la mayoría de los modelos pierden todo poder de predicción. En esas condiciones es prácticamente imposible obtener resultados significativos. Por eso, los economistas matemáticos han desarrollado una técnica infalible para “ordenar” un mundo donde los seres humanos no se comportan en forma racional: “Supongamos que los agentes económicos son racionales”.

      Durante años adopté esa idea y dediqué todos mis esfuerzos a derivar estrategias óptimas para maximizar la utilidad. Aprendí a evaluar riesgos, costes y beneficios, y a tomar decisiones inteligentes. Pero, al final, me encontré en una situación que destruyó completamente mi fe en la racionalidad humana: me enamoré y me casé.

      Aún hoy recuerdo la conversación telefónica que tuve con mi padre: “Papá, me voy a casar”, le dije. “¿Estás loco?”, me preguntó. “Absolutamente”, le contesté, “hace falta estar loco para casarse”. Si uno se pone a hacer las cuentas, el coeficiente de riesgo/beneficio no cierra de ninguna manera. Es imposible casarse racionalmente; en especial con la evidencia estadística de los Estados Unidos, donde más del 50% de los matrimonios termina en divorcio (Aun así, más del 75% de estos divorciados vuelven a casarse. No sólo no somos racionales sino que no aprendemos... ¡ni escarmentamos!).

      Después de mi boda, me resultaba imposible seguir creyendo en las teorías que estaba estudiando. Si yo, que había pasado siete años trabajando en teoría de la decisión, no podía aplicar las herramientas matemáticas a la decisión más importante de mi vida, ¿qué les quedaba a los pobres diablos que ni siquiera podían resolver un sistema de ecuaciones diferenciales u operar algebraicamente en espacios matriciales? Entré entonces en una etapa de crisis y cuestionamiento: ¿para qué servía lo que estaba estudiando?

      Aunque no le pude contestar esta pregunta a la sociedad, encontré una respuesta personal sumamente pragmática (aunque tal vez un tanto cínica): ser doctor en economía matemática me serviría para conseguir trabajo como profesor universitario. Esto podría satisfacer mis necesidades materiales, pero no mis aspiraciones intelectuales y espirituales. Decidí entonces complementar mis estudios con cursos de filosofía. Seguía interesado en entender el pensamiento y el comportamiento de los seres humanos. Pero ya no creía