¿Quién escupió el asado?. Diego Pérez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Diego Pérez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789915936208
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de expresión desde donde canalizar todos aquellos traumas producidos por años de represión y vaciamiento económico. El punk se encargó de permitir a esta generación manifestarse. Ante ello, no faltaron las voces que calificaron a estos jovencitos de «patologías sociales» y de estar culturalmente colonizados. A este respecto, en julio de 1986, Baltar escribió un artículo en el cual señalaba que la verdadera patología social que la izquierda y la derecha pretendían ocultar giraba en torno al «desempleo, la delincuencia juvenil, la falta de un plan nacional de salud, la no desintegración o revisión de las brigadas represivas y de los servicios de inteligencia». Para este escritor y periodista, las «patologías sociales» que la izquierda y la derecha acusaban a propósito del rock como expresión —y, concretamente, a la actitud violenta ejercida por unos punks que golpearon a otros jóvenes en la puerta de un liceo, o que se enfrentaban con la policía—significaba un estigma que pretendía silenciar las penurias por las que atravesaban los jóvenes uruguayos. Según Baltar, si existían patologías sociales en la sociedad uruguaya, había que buscarlas en «los trastornos que todos hemos sufrido tras los años de dictadura […] Potencialmente, la dictadura se encargó de crear un país de asesinos y suicidas, detrás de una imagen sumisa y descolorida» (Baltar: 1986).

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      La izquierda y la derecha se daban otra vez la mano, y la represión policial y la censura pública caían sobre ellos. Más arriba, el vigía de los que vigilan mantenía en raya el quiosco militar, preservando el sistema. La institucionalidad partidaria tutelada por el poder militar se encargaba de disciplinar a las nuevas generaciones nacidas en una atmósfera de miedo generada por la represión del Estado.

      Iniciada la década del noventa, dos de cada tres jóvenes entendían que el problema más importante por el que atravesaban tenía que ver con la inserción social a través del empleo. Cuando la Encuesta Nacional de Juventud les consultó: «El principal problema que los jóvenes como tú enfrentan hoy en Uruguay», un 49,9% señaló el ítem «trabajo, desocupación, empleo». A su vez, un 14,5% optó por «falta de recursos y problemas económicos en general», un 8,9% escogió «capacitación y experiencia laboral», y un 7,8%, un «futuro». Solo un 2,4% de los encuestados señaló «cuestiones políticas» como el principal problemas de los jóvenes, y apenas un 0,9% optó por «represión, inseguridad, violencia». Más allá de la frialdad propia de los datos, un primer análisis arroja que no existían expectativas políticas partidarias ni se esperaba solución alguna de la movilidad política.

      Cuando en la misma encuesta se les preguntó a jóvenes de entre 19 y 29 años lo siguiente: «Se dice que los jóvenes no son escuchados. De los grupos siguientes, ¿cuál es el que representa mejor lo que tú piensas o sientes?», un 38% señaló la opción «nadie», un 20,6% optó por «una asociación» y un 15,5% señaló «un grupo musical». Solamente un 5% señaló la opción «un sindicato», mientras que un 19,5% escogió «un partido o grupo político». La cifra aumentó a 44% en los jóvenes montevideanos que eligieron la opción «nadie», y de estos, un 44% eran universitarios. A su vez, el análisis de Filgueira y Rama señalaba que uno de cada seis jóvenes prefería la música como vehículo de expresión política. Al preguntarles cómo imaginaban que eran percibidos por los adultos, respondieron también en un 44% que «con indiferencia» o «con poco aprecio».

      Por los datos arrojados, podemos inferir que en una gran parte de la juventud existía un fuerte descreimiento de la política, fundamentalmente, en sus posibilidades dentro de la partidocracia, vinculada a la gerontocracia, y encontraban en otros espacios formas más seductoras en cuanto a identificación y participación. La afinidad con asociaciones correspondía a formas de solidaridad e involucramiento en acciones colectivas menos trascendentes y totalizadoras, si se las comparaba con los partidos o grupos políticos y sindicatos. El 20% que escogió «asociaciones», a la hora de decidir quién representaba sus intereses políticos, también nos permite cuestionar si existía en esta juventud una necesidad de ser representados o preferían ejercer de forma directa la capacidad de expresarse y transformar sus realidades. La participación en asociaciones supone una reducción de las jerarquías, mayor capacidad de decisión-acción y la desvinculación, muchas veces, de patrones ideológicos totalitarios.

      Para ellos, el año 1985 no constituyó una experiencia significante que los encontró activando en torno a la defensa de las transformaciones político-institucionales que los esfuerzos de la generación 83 habían arrojado. Vivían una ambigüedad posdictadura producto de las aperturas logradas a fines del régimen y la amputación política que la visión sesentista hizo sobre las expresiones del 83. Los provisorios y tímidos «triunfos», junto al lema «avanzar en democracia», no agotaban en lo mínimo las expectativas de aquellos jóvenes que continuaban amenazando la mercantilización de la existencia y el autoritarismo impuesto por la sociedad de la gerontocracia.

      Una generación marcada por la opresión afirmaba su rechazo al conservadurismo que intentaba la recuperación del país mito, de la tradición, lo popular, el interior y el patriotismo. Esta generación no se reconocía como un proyecto político y entendía que no venía a cumplir un rol histórico mesiánico. «Somos una generación ausente, no estamos en los registros ni en la historia»,27 señalaban quienes pretendían romper con la cultura disciplinaria impuesta por el terrorismo de Estado y por los estereotipos que la izquierda latinoamericanista les tenía asignados. «No sabemos de dónde venimos, ni a dónde vamos. Simplemente existimos, y eso es suficiente.» Esta expresión, por primera vez escuchada por el público —periodistas, académicos, profesores, artistas, exiliados, jóvenes y no tan jóvenes—que participó en la mesa-debate organizada por la revista Relaciones en la Alianza Francesa, a fines de setiembre de 1987, generó diferentes reacciones. Una de ellas, muy recordada, fue la sostenida por una periodista del diario La Hora, que se levantó y se fue vociferando agravios contra los jóvenes. Según señaló Laszlo Erdelyi: «Nuestra politizada sociedad de pronto ve surgir un movimiento que cuestiona esa politización de la forma más devastadora; negándola e ignorándola» (Erdelyi: 1989, p. 24). Rápidamente, a quienes no querían alinearse con ninguna ideología, partido o movimiento institucionalizado se les comenzó a asociar la idea que el sociólogo Rafael Bayce (1988) inmortalizaría como un estigma sobre esta generación, al expresar: «Por eso hay un apoliticismo […] muy claro. Apoliticismo que es más que nada un apartidismo».28 Para Bayce, «no es una generación política, sino una generación que quiere romper con el verticalismo» (1989, p. 75). «Ahora, un grupo de organizaciones apolíticas han comenzado una campaña para acabar con las razzias», señalaba Leonardo Haberkon en el semanario Aquí (1988), en entrevista con Bayce y Sergio Migliorata. Claudio Rama (1988) agregaba: «Esta generación posdictadura no solo no actúa en la política, sino que no le interesa como tal». Esta clasificación significó, por mucho tiempo, otra de las etiquetas de pretensión académica que terminaron por ridiculizar la expresión. En un trabajo monográfico, Enzo Feglia y Bruno Andreoli (2014) dicen que «las posturas políticas explícitas de las bandas eran difusas (no estaban abiertamente alineadas a algún partido político)».

      Existe una tendencia a utilizar de manera indistinta estos dos conceptos, apoliticismo y apartidismo, cuando el segundo no remite en sí al primero. Debemos recordar, como se apuntó ya, que un 20% de los jóvenes a fines de los ochenta se identificaba con asociaciones como espacios de transformación social, y un 58% descreía de los partidos políticos. La originalidad del fenómeno no se reducía a la falta de banderas partidarias en los toques de rock. Lo significativo de esta generación se encontraba en la conducta parricida que adoptó, negando y matando al mártir y, consiguientemente, a toda esa mitología alimentada por las estructuras ideológicas, diciéndose: «Somos los que no pensamos en Revolución, sino en revolucionar» (Lalo Barrubia: 1989). Así lo expresaba también Gerardo Michelin, en una entrevista para el semanario Jaque, en octubre de 1987: «No nos sentimos identificados con esquemas […] Pienso que hay un corte, una ruptura que hace que esta generación un poco no sabe a qué agarrarse, y está tratando de formar un nuevo lenguaje» (Forlán Lamarque: 1987, p. 23).

      Un año después de estas declaraciones, Sarandy Cabrera reflexionaba: