Cuando te enamores del viento. Patricia A. Miller. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Patricia A. Miller
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412316728
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      Me ruboricé con violencia y, al llevarme las manos a las mejillas, recordé que llevaba la redecilla de la cocina en el pelo y me la quité de un tirón. No quería ni pensar en el aspecto que tendría. Tampoco quería pensar en por qué me importaba tanto que él me viera… bonita.

      —Tengo que irme —dijo con suavidad y, a continuación, me colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.

      —Oh, claro…

      —Otro día, ¿vale?

      —Vale, sí, cuando quieras…

      Se despidió con una sonrisa y lo acompañé con la mirada hasta que desapareció. Me sentí como una tonta allí de pie, junto a los contenedores de basura. No sé qué esperaba que pasara, pero el encuentro me dejó un regusto a decepción que puso la guinda a un día para olvidar.

      Austin

      Toda la semana evitando pasar por la cafetería para vencer la tentación de entrar; toda la jodida semana yendo del despacho al aparcamiento por Garvey Ct. para no encontrármela, y justo ahí estaba ella.

      Joder, era preciosa. Incluso con esa redecilla que le envolvía el pelo.

      Me hubiera tomado ese café encantado, pero tenía un asunto urgente y eso era lo primero. Sin embargo, después de una visita rápida a casa de mi hermano Tyler y de descubrir que él y Alice habían avanzado en su relación más rápido de lo que me esperaba, volví a pensar en Lydia y en su forma de ruborizarse. Se me ocurrían algunas formas muy originales de sacarle los colores a esa rubia tan cabezota y estaba dispuesto a insistir un poco más hasta conseguirlo.

      Eran ya las once de la noche cuando salí de la ducha y me tumbé desnudo en la cama. Hacía un calor insoportable y lo de los pijamas no iba conmigo.

      Estaba terminando de revisar algunos correos electrónicos cuando me entró una llamada de MC.

      —Nick quiere saber si podrías ocuparte de los temas legales de la fundación mientras su abogada está de baja por maternidad.

      —¿Y por qué no me llama Nick?

      —Porque está de guardia. ¿Lo harás o no? —insistió sin paciencia alguna—. Si no puedes, dime a qué pringado de tu bufete le interesaría. Por cierto, ¿has hablado con Thomas? Ha renovado con la universidad por otro semestre. ¿No es increíble?

      El pequeño de mis hermanos era periodista de investigación y le había cogido el gusto a hacer reportajes sobre el Amazonas.

      —Sí, lo sé. Tyler y yo hablamos con él el lunes por la noche por Skype.

      —¿Habláis sin mí? ¡Qué cabrones!

      —Estabas de turno.

      —¿Y qué? Podrías haberme avisado, joder —se quejó y se me escapó una risilla que la enfadó más—. Siempre soy la última en enterarse de todo.

      —No me llores, drama queen. ¿Quieres que te cuente algo que he descubierto esta noche? —le dije en tono conspirador. Me gustaba compartir secretos con MC.

      —Dispara.

      —Tyler y Alice… están juntos.

      —Pero ¿qué dices? ¿Estás loco? ¿De dónde has sacado una gilipollez así? —Se rio mientras yo esperaba a que asimilara la información. Estaba seguro de que si se paraba a pensarlo un momento no le costaría tanto entenderlo—. ¡Oh, joder! ¿Va en serio?

      —En serio.

      —Pero ¿cuándo ha…? ¡No me lo creo! No puede ser.

      —¿Quieres apostar? —le propuse.

      La manera más fácil de ganar pasta era apostando contra MC.

      —Diez dólares a que es mentira.

      —Que sean veinte —aumenté—. Y dile a Nick que seré su abogado, pero quiero entradas para los Sox. No trabajo gratis.

      - 5 -

      Lydia

      Nuestro primer cliente ese viernes fue Austin.

      Había vuelto.

      —¿Café y tortitas? —preguntó Melinda con una amplia sonrisa.

      —Solo café —respondió—. Si sigo comiendo así no podré abrocharme los pantalones.

      «Bobadas», pensé, estaba estupendo. Cuando me fijé en su cintura se me fue la vista a la entrepierna y supongo que mi cara debió de resultarle de lo más expresiva, porque su carcajada se oyó hasta en la acera de enfrente.

      Hui a la cocina, abochornada, pero su voz llegó hasta mi escondite.

      —¿Puedes quedarte un rato conmigo? Es raro ser el único cliente —me pidió a gritos—. Por favor.

      —No puedo, estoy trabajando —respondí de regreso a la barra con un montón de platos limpios.

      —Soy la única persona en la cafetería. Vamos, siéntate.

      No debía, no quería que hubiera ningún tipo de confianza entre nosotros. O sí, sí quería. No me hubiera importado apartarle el pelo de la frente, pero era demasiado. Todo él era demasiado.

      —Solo un minuto —susurré.

      Se quedó callado contemplándome sin ningún pudor. Le daba vueltas al café como si le hubiera puesto una tonelada de azúcar, pero los dos azucarillos continuaban en el plato, como siempre. Después de lo que me pareció una incómoda eternidad, cuando ya estaba decidida a levantarme, dio un sorbo y cerró los ojos para saborearlo con un gemido de placer. El gemido más sensual de cuantos hubiera escuchado en mi vida.

      —¿Habéis cambiado de marca? Hoy el café está buenísimo.

      —Hemos cambiado la cafetera. Murió ayer, pero Melinda ya tenía la nueva en el almacén. Estuvo hasta las dos de la mañana haciéndola funcionar a pleno rendimiento para que esta mañana el café estuviera… así. —Le señalé la taza.

      Estaba parloteando, por favor. Era patética.

      —Pues objetivo conseguido. —Dio un nuevo sorbo y le siguió otro silencio.

      No tenía ni idea de qué hacer con las manos ni de dónde mirar.

      —¿Puedo preguntarte algo personal? —dijo al fin.

      —No.

      —Vaya. —Sonrió como si supiera algo de mí que yo ignorase y se acercó más a la mesa—. Me gustan las mujeres directas y sinceras. ¿Estás casada?

      —Ese es el tipo de pregunta que no puedes hacer.

      —Vale. ¿Tienes pareja o sales con alguien? —Agité la cabeza con incredulidad y se me escapó una risa. Era insistente y tenía unos ojos marrones preciosos.

      «No pierdes nada respondiendo», me dije.

      —No estoy casada y no hay ningún hombre en mi vida.

      —¿Y qué tipo de cosas haces cuando no estás trabajando?

      —Eso ya son dos preguntas personales. —Se encogió de hombros con fingida inocencia. Me gustaba ese gesto—. No tengo mucho tiempo libre, pero supongo que lo normal: leer, pasear, escuchar música…

      —Perfecto, podríamos ir a leer un poco a Millennium Park. Tú llevas tu libro, yo llevo el mío, escogemos la sombra de un árbol y pasamos el sábado por la tarde.

      —Tengo que trabajar.

      —¿Eso es un «sí, pero en otro momento»? —se entusiasmó y a mí se me contrajo el estómago—. Podríamos ir el domingo.

      El domingo era el único día que tenía para disfrutar de mi niña y no lo iba a desperdiciar con un hombre al que no conocía, por muy guapo y simpático