Me cuesta admitirlo, me duele admitirlo: sólo con la Rubia tengo la confianza suficiente. O tendría. O tuve. Es difícil conjugar los verbos del fracaso. Pongamos que sí, pongamos que me trago el orgullo o sucumbo a la pena y me atrevo y la llamo y le explico lo sucedido, pongamos que la Rubia se acerca a verificar si en verdad hay una silueta perfilada en el techo de mi –¿nuestro?– dormitorio o es producto de mi delirio, una plasmación de mi mente enferma: no saldría bien parado en ninguno de los casos. Tengo todas las de perder.
Sin embargo, una silueta.
La observo con detenimiento. La evalúo. Recorro su anatomía de juguete con la mirada, me detengo en la forma de sus miembros, en lo alargado del tronco, en la posición de la cabeza, y de pronto me descubro en ella. No había reparado antes: la silueta tiene la forma exacta de mi cuerpo. Un espejo.
Si sale cara llamo a la Rubia, si sale cruz me jodo.
Una moneda de cincuenta céntimos en la mano. El universo entero cabe en mi dolor de cabeza. Rechinan mis entrañas, el laberinto fluvial que recorre mi cuerpo se ha secado, ni rastro de sangre en circulación, ni de jugos gástricos, ni de materia fecal.
Si sale cara llamo a la Rubia, si sale cruz me jodo.
El cuerpo anclado, el ánimo enclenque, ese campo semántico.
Imposible saber cuánto dura ya la convalecencia, cuánto me resta. Bajo la silueta de mi cuerpo, bajo esa nube, el tiempo no existe, no en la forma ni en la medida humana, no según los parámetros que hacen tictac los relojes. El tiempo es estética, hambre, humo, una perversión del alma.
Si una civilización alienígena contemplase nuestro planeta, si recibiese la luz emitida hace 35 años desde la distancia apropiada, si contemplase no justo nuestro planeta, sino mi cachito de planeta, contemplaría, al tiempo que convalezco en mi cama bajo una silueta inventada o no, la luz de mi infancia, la luz acomplejada de mi infancia, con suerte el niño abstraído en el fragor del juego, un navajazo de felicidad de oreja a oreja, ese espejismo de células incandescentes surcando el vacío hasta alcanzar una retina a años luz de las mías: la memoria.
Cambio de idea y decido no lanzar la moneda al aire. En lugar de eso, despejo la mesita de noche y barro con la mano el montón de libros, el blíster de analgésicos y el móvil. Sujeto la moneda en posición vertical, el canto apoyado en la mesita y, con la otra mano, catapulta con los dedos pulgar y corazón, la golpeo para hacerla girar. La moneda comienza a dar vueltas sobre su eje. No se desplaza, no efectúa ningún movimiento de traslación: gira sobre sí misma y cobra volumen, se esferifica, la cara y la cruz se funden en una única figura desquiciada.
Aguardo unos segundos. ¿Tantos? La moneda, para mi estupefacción, no se detiene, continúa girando sin dar muestras de cansancio y emite un zumbido que tampoco soy capaz de saber si tiene lugar dentro o fuera. Reparto la mirada entre la silueta del techo, ese trazo de tiza inventado o no, y la moneda que gira a perpetuidad sobre su propio eje. Si sale cara llamo a la Rubia, si sale cruz me jodo.
Aguardo a que algo me venza. El sueño. El cansancio. La moneda. Algo. Algo. Algo.
Tengo que cortarme las uñas.
Hay una capa de polvo sobre polvo sobre polvo sobre qué. La luz no alcanza las cosas, o las alcanza mal: lame las cosas sin ganas, con asco, como si estuviesen podridas.
El piso está sumergido en kilos de sedimentos de mí, una milhojas de los restos aposentados tras un derrumbe. Hay primero un temblor, un estallido de perros, que siempre son los primeros en advertir la tragedia y se anticipan en coro y, segundos después, el edifico se viene abajo, cae sobre sí mismo y levanta un humo de escombros que reemplaza, con su fragilidad de niebla, la torre de hormigón, acero y gritos que hasta hace nada dispensaba un punto álgido a la gráfica de la ciudad.
Desvarío.
Mi pensamiento se embota, se asfixia en esta atmósfera a la que le falta oxígeno o nitrógeno o la Rubia.
Vacío la mente, o sea, mi discurso, y, muy al fondo, emerge la Rubia. Como la aguja de un campanario cuando se seca un pantano.
Hace ya dos años sin la Rubia –¿dos años?, ¿en serio dos?– y la convalecencia resucita no su recuerdo, su proyecto: siempre estaría el uno para el otro en caso de derrumbe, siempre estaríamos cerca para abrigarnos del frío, todo lo que habríamos hecho juntos y ya jamás haremos.
La convalecencia saca a la luz –a la luz turbia e incompleta de los 40 vatios mal apretujados– la parte más blanda de mí.
Una milhojas de sedimentos cubre la lámpara, la mesita de noche, el falso mármol del suelo, el esqueleto de la cama.
Respiro eso por la boca.
Casi todas las paredes de mi infancia contenían amianto, unas fibras que, al ser inhaladas, incrementan la probabilidad de desarrollar al menos tres tipos de cánceres. Eso lo supimos luego, tarde. Los edificios de la infancia se vienen abajo, no aguantan más y el amianto se dispersa, flota durante un tiempo en la atmósfera circundante y, finalmente, se posa sobre los objetos: si no se limpia pronto, si se descuida la higiene –y la higiene termina por descuidarse–, acaba solidificándose, una costra tóxica revistiéndolo todo.
Inhalo lo tóxico de mi infancia tras el derrumbe.
Oler, no huelo. Los tapones nasales no sólo sostienen el tabique en su sitio y evitan la aparición de coágulos, también suprimen el olor, o la capacidad de olor. ¿Existe el olor sin la capacidad de olor? La emanación de gases, vapores y polvos que llamamos olor sigue produciéndose con independencia de mis tapones nasales, no es eso lo que se cuestiona. Pero ¿se puede hablar de olor en ausencia de olfato? Dios existe porque no podemos olerlo. Si oliésemos a Dios, si tuviésemos un órgano capaz de captar las emanaciones de Dios, enseguida nos daríamos cuenta de su farsa. No sé.
Me gustaba el olor de su cuello, y eso también era una ficción. De la región de su cuello comprendida entre la oreja y la clavícula, esa porción de cuello. Abrazado al bulto de su amor, respiraba esa porción de cuello. Sin el concurso de mi olfato, ¿existe ese olor? El olor, y esto no lo cuentan los manuales, está compuesto de experiencia. En la experiencia de su cuello, de esa porción de su cuello, concurrían no sólo las emanaciones pertinentes de su cuerpo –alteradas asimismo por su estado anímico, por la mucha o poca actividad física, por lo que hubiese comido ese día, por mil cosas–, concurría también mi aliento –modificado cada vez también por mi estado anímico, cada vez también por la mucha o poca actividad física, cada vez también por lo que hubiese comido ese día, cada vez también por mil cosas– y mi currículum olfativo, la acumulación de olores que había percibido hasta la fecha y que generaban en mi cerebro una atracción o un rechazo instantáneos.
El olor a tabaco me provoca un asco visceral, enraizado en la memoria. El olor a whisky es un tiburón que devora el humor. Visito un aula y el olor a tiza me adormece, me traslada de sopetón al apelotonamiento, al tedio y al sopor de las interminables horas de clase. El olor de su cuello, de esa porción de su cuello, ya no existe, y acaso no existió jamás.
La convalecencia achica las paredes de mi planeta. La falta de sueño –no es posible dormir más de diez minutos seguidos con la nariz taponada–, el dolor de cabeza y esa nube de tristeza que se me ha echado encima y no he visto llegar, me abotargan, contracturan mi ánimo. Casi no como y bebo sólo por necesidad, por un instinto de supervivencia. Permanezco en la cama casi todo el tiempo, sólo la abandono para ir al baño. La convalecencia revela