Conviene tener presente que la formación eclesiológica recibida por san Josemaría, en el colegio y luego en el seminario, fue la que surgía de la “eclesiología societaria” dominante en aquella época. Ciertamente, los comienzos del siglo xx presentan los albores de la corriente de renovación eclesiológica, que encontrará su apogeo institucional en el Concilio Vaticano II, al ser en grandísima parte asumida por la constitución dogmática Lumen gentium. Pero es también un hecho que esa renovación no había aún impregnado la enseñanza sobre la Iglesia impartida en la catequesis de la iniciación cristiana, ni tampoco en el curso institucional de eclesiología de los seminarios españoles, que se ocupaban de la eclesiología en el contexto de la teología fundamental.
Según las investigaciones realizadas sobre la formación recibida en el seminario en Zaragoza[16], san Josemaría estudió —con clases y bibliografía en riguroso latín— el tratado de Ecclesia Christi siguiendo el manual de Camillo Mazzella (jesuita, profesor de la Universidad Gregoriana, creado luego cardenal por León XIII), titulado De religione et Ecclesia[17]. En este texto la exposición procede según el enfoque societario y apologético de aquellos años[18].
Sucede, sin embargo, que la luz fundacional recibida por san Josemaría el 2 de octubre de 1928, y sus sucesivas focalizaciones, se encontraban en gran sintonía con la maduración de la eclesiología entonces en desarrollo. La concepción de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, que llega a su esplendor al ser asumida por el magisterio de Pío XII en la encíclica Mystici Corporis de 1943, magnetiza de hecho la atención de san Josemaría y enriquece su visión eclesiológica más allá de lo que ofrecía la idea de Iglesia societas perfecta. Algo similar sucede luego con las ideas madres de la Lumen gentium: misterio, comunión y sacramento son conceptos que imprimen en la eclesiología un componente sobrenatural muy amado por el fundador del Opus Dei[19], y la llamada universal a la santidad, sobre la cual gira el entero cuerpo doctrinal de la constitución, es justamente el núcleo del carisma que había recibido en octubre de 1928.
Estamos por tanto ante un pensamiento en el que lo aprendido se enriquece con lecturas posteriores y, muy especialmente, con el carisma fundacional y la sucesiva experiencia pastoral. Recordemos que el libro Amar a la Iglesia es una composición realizada después de su muerte recogiendo homilías ya publicadas y, por tanto, sin aspirar a ser unitario, y sin pretender ofrecer una visión doctrinal completa sobre el tema. Para intentar hacerlo habría que acceder a otros textos de gran contenido eclesiológico, de entre los que destaca, a mi juicio, la homilía El gran Desconocido, fechada el 25 de mayo de 1969, solemnidad de Pentecostés. En definitiva, para introducirse en su pensamiento sobre la Iglesia no basta la lectura de estas dos homilías, sino que hay que acudir a otros lugares[20].
Intentaremos, no obstante, exponer de modo sintético algunos de los aspectos y elementos que caracterizan la visión de san Josemaría sobre la Iglesia, entrando, como antes decíamos, en diálogo con la renovación de la eclesiología propia de nuestro tiempo.
1. Ecclesia de Trinitate
En lo esencial, la Iglesia en la tierra no es más que el despliegue en el tiempo de la misión invisible del Hijo y del Espíritu Santo, según el designo originario de Dios Padre. Este modo de contemplarla, muy presente en la patrística, fue decididamente retomado en el Vaticano II (cfr. LG, nn. 2-4; AG, nn. 2-4). Como se lee en un conocido comentario, «todas las enseñanzas del Concilio sobre el misterio de la Iglesia llevan “el sello de la Trinidad”. La naturaleza íntima de la Iglesia tiene en el misterio trinitario sus orígenes eternos, su forma ejemplar y su finalidad»[21]. Este planteamiento impregna profundamente también el modo de concebir la Iglesia de san Josemaría. Y así, al comenzar la homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, fechada el 28 de mayo 1972, fiesta de la Santísima Trinidad, después de citar el texto de san Cipriano sobre la unidad trinitaria participada en la unidad eclesial, comenta: «No os extrañe, por eso, que en esta fiesta de la Santísima Trinidad la homilía pueda tratar de la Iglesia; porque la Iglesia se enraíza en el misterio fundamental de nuestra fe católica: el de Dios uno en esencia y trino en personas» (FSI, n. 1). Algo más adelante, en esta misma homilía, habla de «esa realidad mística —clara, innegable, aunque no la percibamos con los sentidos— que es el Cuerpo de Cristo, el mismo Señor Nuestro, la acción del Espíritu Santo, la presencia amorosa del Padre» (FSI, n. 18).
2. La Iglesia, comunión de los santos
Consecuencia derivada de la “eclesiología trinitaria” es la posición privilegiada de la comunión de los santos en su modo de contemplar la Iglesia. La participación en la vida trinitaria operada por la gracia sobrenatural consiste en la incorporación al tramado de relaciones de esa comunión de Personas en la que consiste el misterio de la Trinidad. En este sentido, la insistencia con la que san Josemaría se refiere a la Iglesia como comunión de los santos no hace más que secundar la dirección implícita en el símbolo de la fe, en cuya estructura trinitaria la Iglesia es mencionada inmediatamente después del Espíritu Santo y es seguida, como una especificación, por la comunión de los santos. Al entrar en comunión con la Trinidad se entra también en comunión con los demás que participan en ella.
Esta manera de entender la relación de los hombres con Dios, en la que consiste la Iglesia, queda a mi juicio más correctamente expresada con las palabras “comunión de los santos” que con el solo vocablo “comunión”, pues este último se presta más fácilmente a una interpretación en clave exclusivamente horizontal. La santidad es la participación en la vida trinitaria, y es en ella donde entramos en comunión con los otros “santos”, tanto los de la tierra como los del cielo. Podemos decir, parafraseando un documento del magisterio[22], que la dimensión vertical de la comunión (con Dios) fundamenta su dimensión horizontal (con los hombres). Asimismo, como se lee más adelante en este mismo documento, «la común participación visible en los bienes de la salvación (las cosas santas), especialmente en la Eucaristía, es raíz de la comunión invisible entre los participantes (los santos)»[23]. Encuentra aquí toda su fuerza la lógica subyacente en el orden de un grupo de capítulos de Camino, la primera obra publicada por san Josemaría, come señala certeramente Pedro Rodríguez[24]. Me refiero a los titulados «La Iglesia» (nn. 517-527), «Santa Misa» (nn. 528-543), «Comunión de los santos» (nn. 544-550): porque es en la Iglesia-comunión donde participamos en la comunión eucarística que nos constituye en comunión de santos. Difícilmente puede evitarse aquí la referencia al célebre texto paulino de 1Cor 10,17: «Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan».
Evidentemente, quien ha recibido de Dios la misión de proclamar la llamada universal a la santidad en medio del mundo, como es el caso del fundador del Opus Dei, ha tenido una especial sensibilidad para percibir en profundidad lo que significa la Iglesia como comunión de santos. Lo expresó, además, moviéndose en dos direcciones: pertenecemos a la Iglesia santa para buscar la santidad, y buscamos la santidad sabiéndonos parte de la Iglesia, en comunión con los demás.
3. Imágenes de la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios
La Iglesia entendida como Cuerpo de Cristo es la imagen más frecuentemente usada por san Josemaría[25]. Frecuencia no quiere decir exclusividad, y así encontramos también con abundancia la presentación de Iglesia Pueblo de Dios que refleja incluso el aspecto más genuino de su aportación a la eclesiología, como veremos más