2 Presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo.
Heridas en el mundo jurídico
Por Eugenio Raúl Zaffaroni3
Sin caer en un funcionalismo indiferente, sino solo para eludir el maniqueísmo, es menester reconocer que todo episodio social traumático deja secuelas y, al mismo tiempo, alguna enseñanza como doloroso resabio positivo.
La crueldad genocida del régimen dictatorial cívico-militar que imperó en nuestro país en el período 1976-1983 marcó a nuestra sociedad en muchos sentidos, en especial, al decapitar a una generación, pero también generó el espacio de dignidad y valor de las Madres, que trasciende hasta hoy a la sociedad como un permanente faro ético.
Entre las múltiples consecuencias del régimen, creemos que una de ellas fue la herida que abrió en la cultura jurídica argentina y en sus poderes judiciales.
Si bien desde mucho antes, tiempos de sucesivos golpes de Estado habían condicionado el hábito de escuchar con escepticismo las hipócritas ampulosidades verbales que invocaban valores democráticos y republicanos simultáneamente burlados, nunca se había llegado al genocidio brutal y descarnado del régimen de 1976.
Pero, de pronto, la vida jurídica se vio entre dos polos: el de la vida y el de la muerte. El régimen dictatorial no solo había hecho saltar por los aires la institucionalidad –lo que no era novedad–, sino que el Estado se volvió decidida y abiertamente criminal.
Se habían cometido atrocidades puntuales, como el bombardeo a la Plaza de Mayo en 1955 y los fusilamientos en 1956, pero el régimen, por vez primera, se erigió en un sistema de asesinatos continuos y masivos, inauguró una práctica de eliminación sistemática de personas nunca antes vista en nuestra tierra y no previsible, al menos por la mayoría de los argentinos.
El mundo jurídico argentino de 1976 no era el que, en 1930, había legitimado con la triste acordada el golpe del dictador payaso y cuya cúpula había removido el Congreso en 1947. Ya no se trataba de un mundo habitado por los primos de la oligarquía, sino formado por profesionales de clase media, instalados por efecto de las sucesivas capas geológicas dejadas por nuestros reiterados accidentes políticos.
De ese mundo, el régimen escogió una minoría de cómplices que, para sorpresa de muchos, se prestaron a ese papel. Los menos, con previa y definida subjetividad autoritaria; otros por fragilidad subjetiva que creyeron fortalecerla sintiéndose en el poder; y, otros, por mero afán carrerístico. También hubo otra minoría –pequeña, pero que nunca falta– y que, pese a la anterior experiencia de desprecio institucional, quedó atrapada y sorprendida por la catástrofe y decidió resistir sin suicidarse. Pero ambas minorías hoy son anécdota del pasado, ninguna de ellas dejó trauma en el presente, sino que el efecto posterior fue sobre la mayoría que no formaba parte de ninguna de ellas.
El miedo anonada, empuja hacia la nada y, en circunstancias trágicas, el ser humano tiene la tendencia a retraerse y a negar. Encerrarse en el trabajo cotidiano, en lo doméstico, negar lo obvio que estaba pasando en la sociedad, racionalizar lo imposible de legitimar, en una palabra, apelar a los famosos mecanismos de huida de Anna Freud fue la actitud mayoritaria.
La mayoría tuvo miedo a la minoría de cómplices, no solo por el poder interno que ejercían, sino también por su posible denuncia a los agentes de inteligencia, pues algunos de ellos desempeñaban la doble función: jueces e informantes. Pero también la mayoría tuvo miedo de los pocos del reducidísimo espacio resistente, debido a que el contacto con ese exiguo espacio les resultaba potencialmente contaminante.
De este modo, optaron por los mecanismos de huida y, en definitiva, poblaron de silencio un cementerio lleno de lápidas de los pensadores del derecho, a quienes mantenían sepultados en el fondo de sus conciencias, aunque muy esporádicamente le llevasen alguna flor marchita, más para confirmar que estaban bien enterrados que para homenajearlos, pues, de ese modo, los descartaban como guías éticas, porque eran de otra época.
El entrenamiento de esos años sangrientos dejó su huella, quedó en nuestro mundo judicial un hábito de silencio, de no compromiso, de negación de la realidad social, de reafirmación de valores mediocráticos, de temor ante los factores reales de poder, de racionalización de cualquier decisión que evitara problemas frente al poder, de afinar la intuición para saber dónde está el poder; en una palabra, la actitud burocrática de mantenerse al margen y, si es inevitable, inclinarse por el lado donde la intuición indica que está el poder.
La Dictadura pasó, los poderes son otros –aunque, en muchos sentidos, sus objetivos sean los mismos–, las amenazas se llevan a cabo ahora con otras tácticas, pero también hay una minoría que se vuelve cómplice de la persecución política de opositores en combinación con nuevos espías, al tiempo que encubre los delitos de los agentes de los factores reales de poder, y también hay otra minoría que resiste esas prácticas.
La secuela de la Dictadura se nota en la mayoría, entrenada en el temor, que reitera su comportamiento burocrático, se mantiene al margen en silencio, pero si, eventualmente, no puede eludir decidir con una buena excusación, se inclina por los factores de poder, ante el temor a ser estigmatizada por los medios de comunicación hegemónicos.
Esta es la consecuencia negativa de la enseñanza que dejó el miedo en los años sangrientos, que podríamos llamar burocratización de los poderes judiciales. Al igual que en tiempos de la Dictadura, no son tampoco los primos de la oligarquía, son funcionarios de clase media y, además, a diferencia de esos años, casi todos han pasado por pruebas técnicas de suficiencia para ser nombrados.
Esto último se pensó que tendría por efecto la desburocratización que había condicionado el temor impuesto a los nominados meramente políticos. Sin embargo, casi podría decirse que produjo el efecto contrario, pues generó cierta meritocracia y agudizó la apelación a los mecanismos de huida, aunque ahora el miedo parece anonadar frente a amenazas cuya gravedad no tiene comparación con las de los tiempos de la Dictadura.
En la misma ciencia jurídica cundió la preferencia por toda construcción que parezca neutral, aséptica, aideológica, apolítica, que no deje ningún resquicio a la introducción de algún dato de realidad social. Es lo ideal para que, cuando no alcancen las excusaciones, el planteo de miles de conflictos negativos de competencia, los trámites dilatorios, los téngase presente para su oportunidad y los certiorari, y deba pronunciarse sobre un fondo, pueda llenarse una resolución o una sentencia, además de interminables corte y pegue de computadora, con citas doctrinarias basadas en teorías que elevan la lógica a la condición de ontología y reduzcan el derecho a pura normatividad, es decir, al puro deber ser, sin que se deje caer ni la más mínima mirada de reojo sobre el ser.
Pero si eso es útil para eludir responsabilidades, nadie podrá disculpar el silencio frente a prevaricatos abiertos, a inventos sin la menor base jurídica, a descaradas construcciones aberrantes, sin sustento en el más mínimo folleto amarillento del último anaquel de alguna biblioteca jurídica, a la clonación de procesos por un Poder Judicial provincial nepotista, al armado de tribunales ad hoc, a la persecución de jueces indóciles, a los turbios manejos de contubernios con espías, a la exhibición, a la vergüenza pública de opositores maniatados y humillados.
La autoría de todo eso es de una minoría, sin duda, pero el silencio del mundo jurídico frente a todo eso es la secuela