–Ah, bien –dijo ella mientras se abrochaba el cinturón–. ¿Y qué tipo de coche llevas habitualmente?
–¿Qué tipo crees tú?
–No sé. Algún deportivo. Rápido, brillante, algo para asombrar a las mujeres.
–No tengo que confiar en un coche para asombrar a las mujeres –dijo él.
–Oh, ¿de verdad? –Lissa no pudo evitar reírse.
Él la miró fijamente con ojos brillantes.
–¿Entonces qué? –preguntó ella–. ¿Sólo confías en tu buen físico, en tu ingenio y en tu encanto personal?
–Eso es –contestó él asintiendo seriamente–. Todo lo que has dicho. ¿Adónde vamos?
Lo miró confusa antes de darse cuenta de que llevaban sentados un par de minutos y no había puesto el motor en marcha.
–Oh, al muelle de Santa Catalina, Tower Hill.
Él la miró arqueando las cejas y luego puso el motor en marcha.
–Pensé que sería en Earl’s Court o en Shepherds Bush. ¿No es ahí donde viven los neocelandeses y los australianos?
–Quizá –dijo ella encogiéndose de hombros–. Pero no me gusta eso.
–¿Evitas a tus compatriotas? –preguntó él mientras salían del garaje.
–No, pero, si quisiera pasar el tiempo yendo a pubs de las antípodas y relacionándome con neocelandeses, no me habría molestado en marcharme de Nueva Zelanda.
–¿Huías de algo?
–Huía hacia él –puntualizó Lissa–. No me malinterpretes, no es que no me guste Nueva Zelanda. Me encanta, pero quería viajar y conocer Londres. Es una ciudad genial.
–¿Y elegiste el muelle de Santa Catalina?
–Sí –contestó ella con una sonrisa–. Aunque no vivo en uno de esos almacenes reconvertidos junto al río. Hay una vieja finca detrás. Tengo un piso alquilado allí. Es fantástico, ¿sabes? Paso frente a la torre de Londres cada día de camino al trabajo y siempre pienso lo mismo: ¡Estoy en Londres! Es alucinante.
–¿Realmente es un sueño para ti?
–Oh, sí. Supongo que son muchos años viendo Coronation Street.
–¿Coronation Street? Pero eso es en Manchester –dijo él.
–Oh, pues entonces Eastenders. Lo que sea. Todos esos programas de variedades; allí los ponen todos. Pero aquí es genial. En Londres puedes hacer cualquier cosa que te apetezca hacer –añadió haciendo un gesto con las manos.
Él la miró y le devolvió la sonrisa, cortándole la respiración. Lissa apartó la mirada apresuradamente, tratando de controlar su excitación.
–Suenas como una turista, con ese entusiasmo en la voz –dijo él.
–¿Qué tiene eso de malo? Es bueno tener algo de pasión.
–Estoy de acuerdo. ¿Eres tan entusiasta y apasionada en otros aspectos de la vida?
Lissa le dirigió una mirada de picardía burlona, sabiendo que se la había buscado.
–Me encanta caminar frente a la torre de Londres cada día –dijo finalmente–, riéndome de los demás turistas que se dejan engañar por el heladero más caro del mundo.
–¿De verdad? –preguntó él riéndose.
–Tiene su furgoneta allí, junto a Dead Man’s Hole. Sus precios son desorbitados.
–Mmm. Pero apuesto a que no es tan caro como el heladero que hay en el Ponte Vecchio de Florencia.
–¿De verdad? ¿En Florencia? –Lissa suspiró–. Nunca he estado allí. Me encantaría ir.
–Es precioso. Yo te llevaré.
–¿Ahora? –preguntó ella arqueando una ceja.
Él asintió y dijo:
–Tienes que ver la Venus de Botticelli. Eres igual que ella.
Hubo un silencio mientras Lissa absorbía el cumplido. La obra maestra de Botticelli se encontraba en la galería de los Uffizi. Su cuadro de Venus era una de las obras de arte más famosas del mundo. Generación tras generación admiraba su belleza. Lissa se quedó asombrada. Desde luego aquel hombre era un profesional de la seducción. El problema era que ella no podía evitar disfrutar.
–Oh, eres bueno –dijo.
–¿Y funciona?
–Eso no te lo diré –comenzó a decir.
–Entonces tendré que averiguarlo. Bien.
¿Qué significaba ese «bien»? ¿Acaso acababa de ofrecerle un desafío sin quererlo?
Entraron en el muelle de Santa Catalina y Lissa lo condujo hasta su edificio. Una parte de ella deseaba escapar del coche lo antes posible, pero otra parte deseaba quedarse y explorar las posibilidades con Karl, como había sugerido Gina. Aunque tal vez él no estuviera realmente interesado. Tal vez hubiera estado haciendo uso de su encanto y su ingenio. Lo miró y se dio cuenta de que estaba observándola con una sonrisa.
Se puso rígida. ¿Acaso llevaba su debate interno escrito en la frente? Probablemente. Trató de aferrarse a su dignidad.
–Muchas gracias por traerme a casa. Ha sido muy amable por tu parte.
–No hay problema. Ha sido un placer.
Lissa se desabrochó el cinturón y abrió la puerta. Al salir del coche se sorprendió al comprobar que él estaba haciendo lo mismo. Bordeó el coche y se colocó junto a ella.
–Pensaba acompañarte hasta la puerta –le explicó–. No estaba seguro de que pudieras subir las escaleras.
–Claro que puedo… ¿Qué te crees? ¿Que estoy borracha? –nada más lejos de la realidad, aunque tenía que admitir que se encontraba un poco mareada. Debía de ser por no haber comido nada, no por la proximidad de aquel hombre.
–No, pero tal vez un poco cansada –dijo él riéndose. Y su risa tuvo ese efecto al que ya estaba acostumbrándose–. ¿No lo estás?
Estaba demasiado cerca de ella. Lissa se quedó mirándolo, asombrada al ver que se acercaba más.
–Si tan segura estás de que puedes hacerlo, me iré.
–Ajá –contestó ella, pegada al suelo. Era muy atractivo. Alto, sexy, divertido. Sabía que debía dirigirse hacia las escaleras inmediatamente, pero sus piernas no parecían reaccionar. Estaba mirándolo como hechizada.
Él estiró el brazo y le acarició el pelo suavemente.
–Adiós, guapa –susurró. Entonces deslizó la mano hacia su nuca, agachó la cabeza y la besó.
Fue un leve roce, ligero como una pluma. Suave, cálido, dulce. Pero entonces él apartó sus labios. Lissa suspiró y, cuando se dio cuenta de que deseaba más, él pareció leerle el pensamiento, robándole la iniciativa y regresando con fuerza. Firme, insistente, placentero. Le colocó la mano en la nuca y comenzó a acariciarla suavemente con el pulgar. Suaves caricias que hicieron que ella se acercarse más y aumentara su deseo. Sintió el peso y el calor de su otra mano cuando se la colocó en la parte de abajo de la espalda. Deseaba tocarlo. No pudo evitar devolverle los besos. Su mente no lograba concentrarse en el hecho de que aquélla era una muy mala idea. Sólo parecía pensar en las sensaciones que despertaba en ella.
Las manos, que había levantado en un gesto defensivo, no lo apartaron. En vez de eso, se abrieron sobre su pecho, sintiendo la suave lana del jersey y los músculos que había debajo. Luego