Al ocurrir lo del rompeolas, mis hermanos despertaron y se pusieron a llorar por turno. Primero lloró uno; después otro; y otro; por fin, los diez. Quién sabe qué estaría pensando mi madre o si se habría quedado dormida. Tal vez se encontraba con ellos; o no. Lo más seguro de todo es que estuvieran los once en su cama.
“Si nos llevara el mar ahora mismo –alcancé a vislumbrar mientras me dormía–, en un abrir y cerrar de ojos estaríamos con mi padre.”
Aquel año me había preguntado mi madre:
–¿También tú serás uno de ésos?
El mar nos llevaría poco a poco, sin prisas, y mi padre recibiría una grata sorpresa. Casi puedo anticipar lo que diría: “¿Por qué no me habíais escrito? ¡Tanto como tardé en dar con la botella! Pensé que os habíais muertos todos”.
“Pues aquí nos tienes –le responderíamos–. Hemos preferido venir que escribirte. Cuenta bien; estamos todos. ¿No te alegra vernos?
Acaso él no se alegrara demasiado, menos de lo que prometía en su carta, y no por lo de la mujer aquella, sino de pensar tan sólo que tendría por segunda vez que mantenernos. Trataba yo de descifrar en vano en qué podría ganarse allí nadie la vida, donde cualquier barco del que pudiera echarse mano estaba en ruinas; donde no había sino barcos perdidos y ruinas de barcos. Aunque esto no era lo importante. Lo bueno fue cuando mi padre me echó un brazo por el cuello y me llevó aparte.
“Tú sí que eres uno de los nuestros –me dijo–. Siempre lo supe. Si no tienes otra cosa que hacer, quisiera presentarte a unos amigos.”
Pero un poco antes de que ello ocurriera, prorrumpía: “¿Qué tal? Aquí tienes el barco. Puedes mirarlo bien, hasta que te canses. Por mí, no tengo ninguna prisa. ¿Te gusta? ¡Vaya si no es hermoso nuestro barco!”
Ya me iba quedando poco a poco dormido, dejando de escuchar a mi padre, perdiendo de vista el fulgor del faro y diciéndome para mis adentros que tan luego se hiciera de día convendría ponerle unas letras al náufrago.
Amaneció, cundiendo la mala noticia. Tres barcas habían zozobrado, otras tantas continuaban fuera y el rompeolas había desaparecido.
Bajamos a ver a los ahogados. Todos los niños, las mujeres, los hombres, los perros. Había un pálido sol de enero y allá estuvimos hasta el mediodía. Mi madre no se rehusó a verlos, sino que quiso verlos tanto tiempo como lo creyó necesario Tratándose de algún ahogado, siempre acudía la primera. ¿Esperaba dar con mi padre? Eso creo. Después decía:
–A ése sí le llegó la hora.
Ni aun entonces tomó propiamente en serio lo del naufragio. Aunque me cueste decirlo, había algo de mezquino y triste en su alma. Desconfiaba siempre, y nada la desazonaba tanto como vernos sentados, a mi padre y a mí, mirando el mar desde la cerca. Y es que ella no sabía mirar el mar; eso era todo. Había crecido lejos del mar. De ahí provenían sus dudas.
“Y voy a darte una mala noticia…” De esta forma comencé mi carta. Había cambiado de opinión y preferí escribirle a mi madre. Algo durante aquella noche me hizo cambiar de opinión. Aunque mi madre no prestaría ninguna atención a la carta, echaría la carta en un cajón y lo cerraría con llave. Mas podría ocurrírsele también hacer que se las leyeran juntas –la carta mía y la de mi padre –, aprovechando algún momento libre. Terminaba así: “…que me permita naufragar a lo grande y ser un hombre grande como mi padre. Está decidido”.
Completaba mi tercera vuelta al mundo, justamente durante un otoño en que no se habló sino del mar, cuando supe que, al poco tiempo de partir yo, había vuelto mi padre a la casa. Debo confesar, a propósito, que nada de ello trastornó mis planes ni me hizo sufrir demasiado. Pensé largos días en mi madre, con un sentimiento extraño, y seguí mirando el mar. Únicamente eso. El que me empeñe, de vez en cuando, en no recordar la botella, y cómo se llenaba de sol, y cómo el sol, vertiéndose de ella, caía suavemente sobre la tierra, tampoco quiere decir nada.
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