Pero esa vez estaba ahí. En el jardín trasero de la familia Mozart. Leopold Mozart los observaba desde una silla puesta en forma improvisada enfrente de ese cuarteto sin nombre. No había nadie más. Excepto, pues, el padre de Wolfgang Amadeus Mozart. El acontecimiento no era para menos. Y quizás por esa razón, la exclusividad era absolutamente cerrada. No se admitían ahí extraños ni improvisados. Sólo los señalados por Mozart.
Haydn al primer violín; su hermano Michel al segundo; Mozart a la viola, y Dittersdorf al chelo, principiaron a tocar aquel cuarteto. El oído de Haydn se quebró. Pero se repuso de inmediato. En su finísimo oído musical habían transcurrido ciertas disonancias —que finalmente se tornaron sublimes. Y prosiguió. Ya estaba sumergido en un océano de melodías agridulces, que le parecieron la única música posible para dirigirse a Dios. Melodías de las cuales nadie habría abjurado jamás. Así pasaran cien mil años.
Haydn esbozó una velada sonrisa. Su esposa —que no distinguía entre el sonido de un piano y el paso de un carromato por un camino empedrado— ya lo habría sacado de allí. La ventaja era que la había dejado en Londres, donde vivía temporalmente.
La ejecución por vez primera de ese cuarteto terminó, sin aplauso alguno de por medio, y Joseph Haydn regresó aquellas hojas de música a su inicio. Y leyó en la primera página de su particella: “Cuarteto Las Disonancias para dos violines, viola y chelo. Autor: Wolfgang Amadeus Mozart. Dedicado a Franz Joseph Haydn”.
Leyó y no pudo evitar el llanto.
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