Pues apenas se hubo detenido descubrió dos cosas. La primera, que no habían limpiado perfectamente bien el asiento del copiloto. Se alcanzaba a distinguir una casi imperceptible mancha de grasa. Que sería de lo más fácil eliminar, era obvio, pero por qué diablos tenía que hacerlo él, ¿acaso no había llevado su carro a lavar con el propósito de que lo dejaran inmaculado?, ¿acaso no se levantaba más temprano para ser el primero? En fin, ¿acaso no gozaba cuando veía su automóvil perderse bajo aquella maquinaria lavadora de autos formidable, que bien le evocaba un gusano de la modernidad? Ah, la próxima vez, el otro domingo regresaría con la espada desenvainada. Les diría que tuvieran más cuidado o que dejaría de llevar su carro.
Y la segunda cosa que descubrió fue un anciano que se había detenido a un lado suyo. Un limosnero como tantos otros. Pero insolente, porque no le había bastado con detenerse a un lado y permanecer ahí, inmóvil, con la mano tendida, sino que además le tocaba repetidamente en el cristal. ¿Qué hacer? Su primera reacción, que la llevó a cabo, fue decirle con el dedo que no, que no tenía dinero. Pero si él llevaba cambio precisamente para darle a los limosneros, indigentes y demás personas que por una u otra razón se acercaban humildemente con la mano extendida. No tenía más que bajar el cristal, tomar unas cuantas monedas y dárselas. Pero precisamente ahí radicaba esta vez el problema. Porque en virtud de que el auto estaba recién lavado, si bajaba el cristal, que estaba perfectamente seco, cuando lo subiera saldría humedecido y en consecuencia se ensuciaría más rápido. Por eso era su costumbre no bajar los cristales hasta que calculaba que los empaques se habían secado por completo.
Pero algo tenían los ojos de aquel viejo. Un brillo lastimero, desesperanzado, agonizante.
Exactamente como el brillo que había descubierto en los ojos de su padre aquella mañana en el hospital. Dos meses antes le había sobrevenido un ataque de apoplejía, de los más severos. A él, que era lo que bien podría considerarse un hombre entero. Setenta y un años de salud envidiable. El señor andaba de aquí para allá, aún trabajaba y aún se reunía con sus amigos a beberse un par de copas los fines de semana. Cargaba a sus nietos hasta ponérselos en los hombros y mantenía su carácter recio y alegre al mismo tiempo. Originario de Sonora, le gustaba hablar de su terruño cuando por fin le prestaban oídos.
Pero de pronto aquel monolito se había derrumbado.
Para todos fue terrible. Había vida en sus ojos, pero la apoplejía lo tenía en el umbral de la muerte. La vida se le iba paso a paso y no sólo porque no comía, lo que los médicos resolvían vía intravenosa, sino porque habían desaparecido los síntomas de quien quiere vivir: volvía la cabeza cuando se le aproximaba un plato de fruta, cerraba los ojos cuando alguien entraba a la habitación. Precisamente aquella mañana, su hijo se le había acercado hasta un par de centímetros de su oído y le había dicho: “Papá, en nombre de tus hijos te quiero decir que no tienes ninguna deuda con nosotros ni con nadie. No te resistas más. Si quieres irte, vete. En el nombre de Dios. Sabemos que estás sufriendo, y ya no queremos que sufras. Apriétame la mano si me has escuchado”. Pero no sólo le apretó la mano. También abrió los ojos, y fue cuando vio aquel brillo sin esperanza, de ultratumba. Aquella mirada colmada de incertidumbre y desconsuelo. Cerró los ojos y murió.
Cuando se volvió a mirar una vez más los ojos de aquel hombre, se había marchado. Lo vio por el espejo retrovisor. Se había puesto el alto para los automóviles que venían por la transversal y en cosa de segundos se pondría la luz verde para él. Pero ya iba demasiado lejos como para gritarle que regresara. Era domingo y había muy pocos automóviles, pero el de atrás le tocó el claxon. Empezaba a estorbar. Puso el drive y salió como flecha. ¿Cómo había sido capaz de ser tan miserable? ¿Qué importaba que el cristal se mojara? Chirrió los dientes como cuando era niño, cuando por algún motivo lo regañaban. Se amarró hasta chillar los neumáticos. Casi le pegan, pero el camión que venía atrás lo alcanzó a librar. Comenzó a pegarle de puñetazos al volante. Luego se bajó del auto y con todas sus fuerzas pateó la portezuela. Se volvió a subir y el llanto lo cegó. Se dio cuenta de que no le había llorado a su padre. De que el viejo se había muerto, como obedeciéndolo a él, como aceptando su oferta, y ni siquiera le había llorado. Hasta ese momento pareció que esa verdad se le revelaba en forma atroz. Él había orillado a su padre, lo había invitado a morir. No importaba que su intención hubiera sido otra. Cuando menos le había dado un empujón, como cuando alguien se asoma al filo de una azotea. Miró por el retrovisor hacia lo lejos, hacia la esquina que acababa de pasar en busca del anciano limosnero. Quizás lo vería y podría resarcirse. Hablarle de su dolor. El viejo lo escucharía. Tendría ochenta años, y a esa edad los ancianos escuchan todo. Pero no vio nada. Y más que eso. No le había dado ni una moneda y ahora quería que lo absolviera, como si fuera un sacerdote. Quizás por eso le urgía hablar con él, porque lo había lastimado y quería pedirle perdón.
No sabía a ciencia cierta por qué. No podía ser solamente por eso, se repitió. Puso las manos al volante y reinició la marcha.Vendría el próximo domingo, quizá se lo topara. Quizá se atrevería a decirle que él, Humberto Castillón Ríos, era un hijo de puta.
Odiaba estorbar
Para Carlos López
El hombre empinó el último sorbo de la anforita. Ahí no había más trago. Se sentó en la banqueta a descansar un rato antes de reemprender la caminata. ¿Hacia dónde? Qué importaba. Era lo de menos. Nadie lo esperaba en ninguna parte. Hacía mucho había tenido un hogar, una esposa y una hija que habrían dado la vida por él. Pero eso había volado como las volutas de cigarro que le gustaba admirar hasta la saciedad. Su vida misma se había disipado exactamente de la misma manera. Intentó refrescar en su memoria aquellos años mozos. Era bien parecido, o cuando menos todos se lo habían hecho ver así. Tenía éxito entre los hombres y entre las mujeres. No aspiraba a nada en el mundo más que a ver fortalecida su vanidad, y eso se le daba a raudales en la adulación que recibía constantemente. Pero algo se empezó a quebrar. Se había casado enamorado de Elena, una de sus conquistas, y pronto había sobrevenido una hija que lo hizo armar castillos en el aire. Pero algo funcionaba mal. ¿Su trabajo? No, o tal vez no. Era un empleado equis del sector salud. Sentía sobre sí el peso de la maquinaria estatal, que lo aplastaba paulatinamente y que apenas le daba tiempo de incorporarse y respirar. No era médico, pero su trabajo administrativo le permitía sentir en carne propia la acre marcha del tanque de guerra oficial.
Quiso ir más allá en ese esfuerzo mnemotécnico pero el sueño empezó a vencerlo. La noche era inclemente. Si sólo tuviera un trago más, cobraría ánimos, se pondría de pie y seguiría su destino.
“¡Quítate animal!”, le gritaron de pronto. Hasta ese momento se dio cuenta de que estaba sentado en la entrada de coche de una casa más grande de lo que nadie se hubiera podido imaginar. Se miró sus ropas, andrajos podridos y tumefactos, y consideró que en la vida podría entrar a una casa así como invitado de honor. Ni siquiera como criado, concluyó.
“¡Quítate animal, pendejo!”, volvió a escuchar. Pero ahora el auto se había trepado a la banqueta y le había echado las luces encima. Se encontraba a escaso medio metro de esa máquina que lo amedrentaba con acelerones continuos. Supo que la voz provenía de quien se hallaba sentado en el lugar del copiloto. Se percató una vez más de que, en efecto, estaba estorbando la entrada de un automóvil, y a él lo último que le gustaba era estorbar. Ésa había sido su filosofía a lo largo de sus cincuenta años. Cualquier cosa antes que estorbar. Cuando en la noche llegaba su hija adolescente a casa, él se hacía a un lado y corría a encerrarse a la recámara. Cuando su esposa trazaba el gasto del mes, él prefería salir a la calle y caminar antes que meter las manos en algo