Esta experiencia nos ha abierto horizontes y nos ha permitido percibir posibilidades nuevas para la Iglesia. Porque las comunidades abrigan, en sus objetivos originales, la pretensión de constituir nuevas alternativas de Iglesia, es decir, nuevos modos de presencia de la Iglesia en el mundo y en la sociedad, nuevas formas de ser fieles al mensaje de Jesús, nuevos estilos de vida, menos sofisticados y más cercanos a la gente humilde, a la gente de la calle, sin convencionalismos y sin posturas artificiales.
Las pequeñas comunidades surgen a raíz del Concilio y se multiplican como hongos. Hay una insaciable búsqueda de formas de vida cristiana que encarnen con fidelidad el mensaje de Jesús y el estilo de vida anunciado por él en el evangelio. Se fija la atención en el ejemplo de las primitivas comunidades cristianas, tal como se relata en los Hechos de los Apóstoles: «Se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42). Más adelante: «Todos los creyentes estaban de acuerdo y tenían todo en común, vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el importe de las ventas entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían diariamente al Templo, con perseverancia y con un mismo espíritu; partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y gozando de la simpatía de todo el pueblo» (Hch 2,44-47). Estos resúmenes sobre la situación de la comunidad se repiten varias veces en las primeras páginas de los Hechos. Voy a trascribir otra noticia que corrobora y completa lo dicho anteriormente: «La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y un solo espíritu. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común» (Hch 4,32); «No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de las ventas y lo ponían a los pies de los apóstoles y se repartía a cada uno según su necesidad» (Hch 4,34-35).
En estos escritos se inspira el estilo de vida de las comunidades cristianas de base en la actualidad. Está pasando lo mismo que ocurrió en la edad media, cuando aparecieron las órdenes mendicantes; también entonces, estos grupos de hermanos mendicantes, que recorrían los viejos caminos de Europa predicando el Evangelio, y los fraticelli del poverello de Asís, tuvieron como espejo y punto de referencia el ejemplo de las primeras comunidades. De ellas han aprendido a cultivar la palabra de Dios a través del estudio de la Biblia y la celebración de la Palabra. Esto nos ha impulsado, en el seno de las comunidades, a estudiar la enseñanza de los grandes maestros de la espiritualidad y de la teología; a prestar atención a los acontecimientos de la vida política y social, a los conflictos laborales, a las calamidades y sufrimientos de la sociedad, para interpretarlos desde la fe, examinando sus causas y tomando decisiones y actuaciones evangélicas.
Junto a esto nos urge de modo especial en las comunidades poner en práctica la comunidad de bienes, creando una sensibilidad solidaria y comprometida, abierta a las necesidades de los grupos sociales marginados, de los grupos humanos que integran las llamadas bolsas de pobreza. Muchos de los nuestros, pertenecientes a las comunidades, colaboran en muchas de las actividades promovidas por Caritas y por otro tipo de organizaciones (las ONG) que prestan servicios entre los inmigrantes, los trabajadores temporeros, los internos en las prisiones, los sin-techo, drogadictos, víctimas del sida, etc. Esta es, a nuestro juicio, la forma moderna y actual de reproducir hoy el comportamiento solidario de las primeras comunidades cristianas.
El centro medular en torno al cual se desenvuelve la vida de las comunidades es la Eucaristía, como lo fue la fracción del pan en la Iglesia primitiva. Las comunidades de base buscan hoy un estilo nuevo de celebración, que encaje con el pequeño número de participantes y con el reducido espacio donde tiene lugar la liturgia, a veces en casas particulares, con sabor a hogar doméstico y a estrechas relaciones familiares. Hay que idear un lenguaje nuevo, diáfano y directo, sin estereotipos ni tonos grandilocuentes; pero cultivado y limpio. Hay que evitar los gestos ampulosos, adecuados quizás en una catedral, pero impropios en un recinto pequeño; ni el incienso, ni las procesiones, ni las grandes polifonías, ni los desplazamientos solemnes, ni siquiera el sonido del órgano. Hay que buscar unas expresiones litúrgicas adecuadas. Hay que recuperar el estilo de las primitivas celebraciones en las casas, las domus ecclesiae, sencillas e intensas, como la Eucaristía romana del siglo II que describe san Justino mártir. Lo importante es la comensalidad fraterna, la caridad que les une a los participantes; y, sobre todo, el encuentro intenso con el Señor resucitado y glorioso, al que reconocemos presente al partir el pan. A él le glorificamos, le alabamos, le reconocemos como Maestro y Señor. Él es el eje, el impulsor de la vida de la comunidad. La celebración de la Eucaristía culmina al compartir los hermanos, juntos, el cuerpo y la sangre de Cristo en el pan y en el vino; sentados a la misma mesa, compartiendo el banquete del Reino, el sacrum convivium cantado por Tomás de Aquino; al sentirnos comensales del Reino mesiánico, a la espera de su última venida.
Y, junto a la Eucaristía, las reuniones de oración, a la escucha de las santas Escrituras y la interpretación de los grandes maestros de la espiritualidad. Momentos de silencio profundo, de adentramiento en la intimidad del corazón, de coloquio íntimo con el Señor en comunión con los hermanos.
Este es, sin duda, el estilo de las comunidades cristianas del futuro. Así lo presienten muchos teólogos y esta es su apuesta. Para corroborarlo voy a transcribir una cita del recordado teólogo alemán Karl Rahner hablando de las comunidades de base: «La Iglesia del futuro será una Iglesia que se construirá desde abajo, por medio de comunidades de base de libre iniciativa y asociación. Hemos de hacer todo lo posible para no impedir este desarrollo, sino más bien promoverlo y encauzarlo correctamente» (Cambio estructural de la Iglesia, Cristiandad, Madrid 1974, 132). Estas palabras de Rahner son corroboradas sorprendentemente por el entonces Cardenal Joseph Ratzinger, reconociendo el incremento de las comunidades como un gran acontecimiento eclesial de nuestro tiempo; las designa como «la floración de nuevos movimientos que nadie planea ni convoca y surgen de la intrínseca vitalidad de la fe». Más adelante, en el mismo documento, Ratzinger comenta: «Nadie ignora, sin embargo, que entre los problemas que estos nuevos movimientos plantean está también el de su inserción en la pastoral general. […] Surgen tensiones a la hora de insertarlos en las actuales formas de las instituciones, pero no son tensiones propiamente con la Iglesia jerárquica como tal. Está forjándose una nueva generación de la Iglesia, que contemplo esperanzado. […] En este sentido, la renovación es callada, pero avanza con eficacia. Se abandonan las formas antiguas, encalladas en su propia contradicción y en el regusto de la negación, y está llegando lo nuevo. […] Nuestro quehacer –el quehacer de los ministros de la Iglesia y de los teólogos– es mantenerle abiertas las puertas, disponerle el lugar» (Card. Joseph Razinger, Vittorio Messori, Informe sobre la fe, BAC, Madrid 41985, p. 50).
Las sorprendentes palabras del Card. Ratzinger son un testimonio valioso sobre las comunidades y sobre el influjo determinante que han de tener en la Iglesia del futuro. Nos alerta el futuro Benedicto XVI del grave problema que estos grupos de cristianos van a plantear, sin duda, a las instituciones de la Iglesia; hay que ubicar a las comunidades en el entramado de la organización eclesiástica, hay que reservarles un sitio digno, de responsabilidad, hay que contar con ellas. Es una tarea que Ratzinger encomienda a los ministros de la Iglesia y a los teólogos. Hay que evitar el espectáculo lamentable que se está ofreciendo actualmente en muchas diócesis; en la organización eclesiástica diocesana apenas si se tiene en cuenta la existencia de las comunidades cristianas de base, no se cuenta con ellas, como si no formaran parte de la Iglesia local. Se ignora su importancia y su existencia. No se piensa que, en la Iglesia del futuro, estás comunidades tendrán que ser integradas en las parroquias y constituirán uno de los elementos clave para el desarrollo y el rejuvenecimiento de la vida cristiana en el pueblo de Dios. Porque a nadie se le oculta que la Iglesia del futuro tendrá que abandonar las grandes concentraciones de masas, el boato y las formas grandiosas, para convertirse en una Iglesia de minorías fervientes y convencidas.
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