Simultáneamente, Chile también experimentó protestas extrainstitucionales en las que multitudes de personas salieron a las calles de las ciudades más importantes del país y que fueron acompañadas por focos de violencia. Las manifestaciones se originaron en demandas básicas contra la desigualdad económica y social, tales como mejores ingresos, salud, educación y jubilaciones, mientras la incapacidad de los partidos políticos para representar esas demandas profundizó la agitación popular. Con o sin justificación, la Constitución chilena de 1980 se convirtió en el foco de todos los reclamos para enfrentar la desigualdad socioeconómica. La percepción de que esa Constitución era una camisa de fuerza no deseada para la democracia chilena y contribuía a producir y mantener niveles altos de desigualdad la puso en el centro del conflicto. Ese cuerpo normativo central para el funcionamiento del sistema político y la estructura económica que este sostiene ha sobrevivido largo tiempo a la desaparición del régimen que le dio origen. Es un ejemplo claro de una institución fuerte, que logró alto niveles de cumplimiento y cuyas disposiciones centrales resultaron resistentes al cambio. El hecho de que esta Constitución tuvo el poder de producir resultados alejados de las preferencias populares –al impedir la adaptación de la política a las demandas de la sociedad–, y de que se volvió tan difícil de modificar más allá de cambios menores –el núcleo de lo que llamamos “fortaleza institucional”– se convirtió en el problema en sí mismo. En este caso, la fortaleza institucional contribuyó a una crisis de legitimidad del sistema democrático que esa Constitución estructuró mientras aumentó los costos que esta regla imponía en amplios sectores de la sociedad chilena. Para calmar la protesta popular, entonces, todos los partidos políticos acordaron llamar a un plebiscito sobre la necesidad de establecer una nueva Constitución. En octubre de 2020, una abrumadora mayoría del 78% votó a favor de la reforma constitucional. Este modelo de reforma institucional de “equilibrio puntual” [punctuated equilibrium][1] resulta inusual en la región. La trayectoria de esta reforma señala que no era posible modular el cumplimiento de las reglas o adaptar rápidamente la norma a las nuevas condiciones.
Las crisis políticas de estos dos países en 2019 ilustran cómo la fortaleza y la debilidad institucional pueden estar en el centro del conflicto político y social. En Chile, el marco constitucional era demasiado fuerte, muy poco representativo y no proveía una manera adecuada de canalizar la insatisfacción. La protesta desbordó hacia espacios extrainstitucionales y resultó en demandas de cambio institucional drástico. En Bolivia, el marco institucional era demasiado débil y no pudo contener ni la resistencia presidencial al resultado del plebiscito ni la reacción a un potencial incumplimiento de las normas. En este libro ofrecemos algunas herramientas para comprender este fenómeno, que con tanta frecuencia da forma a la política en la región.
Muy a menudo asumimos que la debilidad institucional es una condición de fondo, algo con lo que hay que lidiar, que da forma a la política, pero no algo que podría ser en sí una elección política consciente. Aquí, argumentaremos que la debilidad institucional suele ser una estrategia política y que, por lo tanto, los académicos deben intentar comprender qué es lo que impulsa estas opciones políticas y qué determina su resultado. ¿Por qué las políticas de elaboración de reglas conducen a veces a regulaciones cuyos efectos están muy por debajo de su ambición formal? ¿Por qué los expertos y los legisladores invierten tanto esfuerzo en definir nuevas reglas que no perduran o que son ignoradas por los actores cuyo comportamiento buscan moldear?
Si bien este libro se centra en América Latina, sus contribuciones son aplicables más allá de la región. La creación de instituciones que parecen diseñadas para producir un nivel bajo de cumplimiento o que no logran generar una coalición que sostenga su ejecución difícilmente sea algo exclusivo de América Latina. Los incentivos para crear instituciones débiles y las expectativas compartidas de debilidad institucional son endémicos en el Sur Global. De hecho, también se los puede encontrar en democracias avanzadas. Por lo tanto, las luchas de poder que subyacen al diseño, la implementación y la persistencia de instituciones débiles no solo son relevantes para América Latina sino también para nuestra comprensión de la política en general.
En el proceso de escribir este texto, adquirimos muchas deudas intelectuales. Recibimos comentarios a versiones anteriores de las ideas que aquí presentamos en dos conferencias, en Harvard (2015) y la Universidad de Texas, Austin (2017), y también en dos seminarios, en la Universidad de San Andrés y en la Universidad Nacional de San Martín (2019); agradecemos los comentarios que recibimos en tales ocasiones. Además, Kathleen Thelen, Peter Hall e Ira Katznelson leyeron el manuscrito y nos hicieron valiosas sugerencias. Por último, también estamos agradecidos por el apoyo financiero del Centro David Rockefeller para Estudios Latinoamericanos y el Centro Weatherhead para Asuntos Internacionales, de la Universidad de Harvard; el Centro por los Derechos Humanos y la Justicia Bernard y Audre Rapoport, de la Universidad de Texas, y el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Columbia, para la realización de las conferencias que dieron origen a este trabajo.
Por último, esperamos que este libro permita iniciar una conversación más amplia sobre la debilidad institucional en la región que involucre no solo a científicos sociales, sino también a actores políticos y legisladores.
[1] También mencionado como “equilibrio interrumpido”, el término proviene de una teoría de la biología desarrollada por Jay Gould y Niles Eldredge en 1972. que intenta explicar el ritmo al que se produce la evolución de las especies, en una sucesión de tiempos de estabilidad o cambios menores seguidos de períodos de “revolución genética” y grandes modificaciones. [N. de E.]
Introducción
Durante mucho tiempo, América Latina ha sido una fuente de frustraciones para quienes estudian las instituciones políticas. La región tiene una larga historia constitucional. La mayoría de los Estados latinoamericanos adoptaron constituciones republicanas hace aproximadamente dos siglos. Sin embargo, estas nuevas instituciones se superpusieron a sociedades signadas por Estados débiles y enormes desigualdades socioeconómicas, étnicas y regionales. En general, el resultado fue una marcada brecha entre las reglas escritas [parchment rules] y su funcionamiento en la práctica, dado que las élites poscoloniales se dedicaron a discriminar, manipular y evadir la aplicación de las leyes. La tensión entre la promesa de igualdad política y las realidades de desigualdad económica y social fue una fuente constante de inestabilidad en el sistema. Algunas constituciones se desecharon y reescribieron varias veces (Elkins, Ginsburg y Melton, 2009), otras se suspendieron durante meses e incluso años por medio de “estados de excepción” (Loveman, 1994), y otras se ignoraron por completo. En muchos países, esto dio inicio a un patrón de debilidad institucional que perduró hasta el siglo XX. Las reglas escritas fracasaron al no generar los resultados deseados o esperados, lo que frustró tanto a los académicos como a los legisladores y a los encargados de diseñar políticas. De hecho, cuando en los años sesenta y setenta América Latina sucumbió frente a una ola de autoritarismo, muchos académicos de la región concluyeron que las instituciones políticas eran poco importantes.
La tercera ola de la democratización puso de nuevo en un primer plano el estudio de las instituciones. Hacia fines de los noventa, todos los países latinoamericanos excepto Cuba eran, al menos en forma nominal, democracias presidenciales con una variedad de nuevos derechos constitucionales que empoderaban a los ciudadanos. Una vez más, académicos y legisladores buscaron diseñar (o tomar prestadas) instituciones para fortalecer la estabilidad y la calidad de la democracia en medio de las desigualdades sociales generalizadas. Sin embargo, esas flamantes reglas escritas a menudo fracasaron y no lograron los resultados que sus impulsores deseaban o esperaban. El sistema de división de poderes establecido por la constitución no siempre limitó a los presidentes (O’Donnell, 1994). Los bancos centrales y el Poder Judicial, nominalmente