Cristo decide en mi vida. Ricardo E. Facci. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ricardo E. Facci
Издательство: Bookwire
Серия: Cristo Vive en mí
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9789874756510
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ofende sino por a quién se ofende. No es lo mismo ofender a una persona que pasa por la calle que ofender al presidente de la nación. Los dos son personas humanas, pero una de ellas tiene un cargo diferente, una responsabilidad diferente en la comunidad humana; entonces es más grave ofender al presidente de la nación.

      El pecado del hombre ofende a Dios. Dios es infinito. Por eso, el pecado siempre se transforma en una ofensa infinita. Esto significa que jamás el hombre por el hombre mismo puede repararla. Cuando uno va a confesarse y el sacerdote da una penitencia, ésta tiene un sentido reparador, pero es nada más que simbólico, porque nunca se podrá reparar la ofensa a Dios. Para reparar la ofensa a Dios hubo que esperar la venida de Jesucristo. Él también es Dios y podía poner un mérito infinito y ser el único capaz de saldar la deuda que tenía la humanidad. Esta gracia que proviene del mérito infinito de Jesús es concedida a cuantos creen en Él. Por lo tanto, fue concedida en el momento que se recibe el don de la fe, el día del bautismo.

      El bautismo ha depositado en el cristiano el germen de la santidad: la gracia, germen fecundo que hace participar de la vida divina. Germen capaz de producir frutos preciosos de vida santa y de vida eterna, siempre y cuando la criatura colabore de buena voluntad a su desarrollo. Hay que entender: la santidad la da el Señor, uno colabora. No es que uno tenga que esforzarse y la gracia colabora.

      Todos los cristianos han recibido este don, por lo tanto todo cristiano puede hacerse santo. No hace falta hacer grandes obras para ser santo. Es necesario hacer fructificar, con la ayuda de Dios, la gracia recibida en el bautismo. Entonces, todo bautizado, automáticamente, es un santo de derecho. Pero no se puede quedar con el derecho, hay que serlo, también, de hecho, llevando una vida santa. Y se lleva una vida santa haciendo obras dignas de un hijo de Dios, de alguien que ha sido salvado y redimido por Cristo. Que el pensar, hacer y decir sean dignos de Aquél que murió por uno y por todos.

      La gracia santificante la da el Señor constantemente a la Iglesia de la cual somos miembros. Tonto se es cuando no se sabe aprovechar de ella. Para que la gracia de Cristo dé frutos de santidad, es necesario que transforme por entero la vida humana, para que de este modo, quede santificada en todas sus actividades. No hacen falta grandes obras, pero que en la actividad se note una vida de santidad, la gracia de santificación. Los pensamientos, van a responder a los frutos de santidad que conlleva la gracia de Cristo. En los afectos, en las intenciones, en las obras, en todo, va a mostrarse la santidad.

      Parecería poca cosa insistir en los detalles de la vida del cristiano, en los detalles de la vida comunitaria. Pero en el detalle también aparece la vida de santidad. Si no manifiesto frutos en el detalle, es porque todavía me falta ¡y mucho! Falta que fructifique más la gracia de Cristo en la santidad de nuestra vida.

      El detalle negativo está denunciando que aún la propia vida no está plenamente transformada, que aún no se ha buscado el choque entre la gracia de Cristo y la vida, que no logra embestir para transformar. En la medida que la gracia crece y madura en el creyente, va ejerciendo en él un influjo cada vez más amplio y profundo, transformando hasta las mismas raíces. Cuando ese influjo se extiende efectivamente hacia todas las actividades, las orienta sin excepción hacia la voluntad de Dios y a su gloria.

      Días pasados, leyendo un libro sobre el fundador, encontré una definición muy simple: el fundador es un hombre que hace lo que Dios quiere que haga. La voluntad de Dios la descubrimos a través de lo que Cristo quiere de nuestra vida. Cuando todas las actividades, el propio accionar responde sin excepción a la voluntad de Dios, entonces la vida alcanzó el objetivo que se había propuesto: ser cristocéntrica.

      La santidad no existe en la grandiosidad de las obras exteriores ni tampoco en las riquezas de los dones naturales que da Dios. La santidad consiste en el pleno desarrollo de la gracia y de la caridad recibida en el bautismo. En la medida que se desarrolle esa gracia y la caridad, o sea, el amor de Dios derramado en nuestro corazón el día del bautismo, uno será santo.

      El más humilde de los fieles, sin grandes dotes humanas, sin cargos, sin grandes misiones, puede llegar a la santidad. También lo dice Jesús: “te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios, a los prudentes y haberla revelado a los pequeños” (Lc 10,21). Un niño discapacitado mental aparentemente no tiene dones naturales, ninguna misión concreta y, sin embargo, tiene el don de la santidad y va al Cielo.

      En el Seminario había un sacerdote que siempre nos recordaba el tema de la santidad, aunque de un modo equivocado. Siempre nos atacaba con la misma pregunta: ¿tú eres santo? Nunca pude responder si lo era o no; para él la santidad consistía en hacer determinadas cosas, en el propio esfuerzo de cada uno. Entonces, como no lo eras, no podías evangelizar ni trabajar en una parroquia. De todos modos, yo le agradezco a Dios que lo haya puesto en mi camino, porque despertó en mí, al menos, el intento.

      Tiene que haber en el corazón un fuerte anhelo de santidad, pedirla una y mil veces, constantemente. Santa Teresa de Jesús decía: “por el valle de la humildad...” Si no le doy espacio a Jesús y a su gracia, difícilmente produzca frutos en mí. Para Teresa de Calcuta: “amar es santidad”. Es verdad, porque el santo ama, lo hace profundamente.

      Podemos decir que la santidad es llegar a esa transformación de sentimientos, mente y corazón, para que a cada instante sea Cristo sintiendo, pensando, amando en uno; de modo que cada minuto de la vida llegue a ser un minuto de Dios en uno, para los demás.

      2. Hombres Nuevos

      Ezequiel 36, 22-38

      “...Les daré un corazón nuevo, y pondré dentro de ustedes, un espíritu nuevo. Les quitaré del cuerpo el corazón de piedra y les pondré un corazón de carne. Les daré un corazón nuevo...”

      Convertidos, fascinados por Cristo Jesús, para ser hombres nuevos.

      Cuando el corazón de una persona está enfermo, le impide hacer de todo y tiene que estar dependiendo permanentemente de medicinas. Tiene que controlarse, porque no está bien su salud.

      Pero un día, en una intervención quirúrgica le colocan un nuevo corazón y comienza a tener otra vida. Ya no vive como antes, limitándose de todo, sino que cambió su corazón herido por un corazón nuevo y su vida comienza a ser nueva. Puede hacer lo que antes no hacía, tal vez comenzar a trabajar y dejar las medicinas anteriores.

      Hay cristianos, que como este hombre con corazón enfermo, llevan una vida precaria, enferma, deprimida; actúan poco, mal y con desgano.

      A veces los cristianos van por la vida, con desaliento, vencidos. Arrastran la cruz. Para ayudarse se sirven de ciertos medicamentos: algunas normas que cumplen, o cierto miedo a Dios, hacen alguna oración y participan de la misa más en cuerpo, que en espíritu. La palabra en Ezequiel: “les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo. Arrancaré del pecho el corazón de piedra y les daré un corazón de carne”, vale para el de fe débil, para el que vió fracasar sus ilusiones

      Aquella persona que tuvo que operarse para poder vivir de un modo nuevo, con el corazón que le implantaron, no solamente cambia el ritmo de su sangre o de su corazón, sino toda la vida.

      Lo mismo ocurre con la conversión, con este corazón nuevo que da el Señor, corazón de carne que reemplaza el corazón de piedra. La conversión es un cambio que afecta a toda la personalidad, sobre todo a la afectividad, ya que la conversión constituye el núcleo de la afectividad del hombre. La conversión no se reduce a admirar intelectualmente al Señor y apreciar los valores evangélicos, sino que es sobre todo, dejarse fascinar, atrapar por Él.

      Enamorados, seducidos y fascinados: todo esto pasa por la afectividad del hombre.

      La adhesión de nuestro ser al de Cristo es una acción afectiva, no es intelectual. Por supuesto que después la mente y el corazón tendrán que adecuarse a la mente y al corazón de Cristo. Nuestro modo de pensar y amar tendrá que ser el modo de pensar y amar de Cristo, pero, la primera adhesión a Jesucristo es afectiva. Nos fascina Él, ¡corazón nuevo, espíritu nuevo! Corazón de carne, no corazón de piedra. Corazón de amor.

      El hombre nuevo se define por un hombre de amor. Amor que cambia toda la vida. Sólo el amor cambia