A escala mundial parece existir ya la convicción (si bien no unánime, en muchos casos sí expresa) de que cuando salgamos de esto —suponiendo, con optimismo, que sí vamos a poder salir de esto— el planeta Tierra y la gran mayoría de las comunidades humanas van a ser muy distintas de como éramos la víspera de que se declarara que había llegado la pandemia a Colombia.
En cuanto al planeta hace referencia, ante las noticias reiteradas de cómo, en distintas partes del mundo, muchas especies de animales silvestres están retomando espacios terrestres y acuáticos de los cuales los humanos las habíamos desplazado, pensaba que nos encontramos en una especie de tráiler con nosotros, de ese “mundo sin nosotros” que describió Allan Weisman en su libro con ese título, y que explora la manera como las especies animales y vegetales comenzarían a retomar el planeta en caso de que súbitamente despareciéramos los seres humanos, por alguna causa no determinada, que solamente afectara a nuestra especie, pero sin implicar la destrucción planetaria. ¿Habrá pensado Weisman que esa causa podría eventualmente ser un virus?
Esa retoma de la Tierra por parte de la vida silvestre y el impacto positivo que está demostrando esa pausa obligada de la voracidad humana sobre los que llamamos “recursos naturales”, así como la reducción notable de las emisiones de gases de efecto invernadero y de otras muchas formas de contaminación atmosférica y de los suelos y de los cuerpos de agua continentales y de las aguas oceánicas (incluida la contaminación sonora, que tanto afecta a los seres del mar), nos permiten suponer que cuando los humanos salgamos de nuestro encierro vamos a encontrar —por lo menos, en su dimensión específicamente ecológica— un planeta mejor.
¿Seremos capaces, entonces, de redefinir el papel que nuestra especie ejerce en el conjunto planetario y en cada territorio local?
Un libro cada vez más urgente
El primer capítulo de este libro se dedica, precisamente, a cuestionar la manera como los seres humanos hemos entendido “el desarrollo” bajo la batuta directora de los países que se han autodenominado “desarrollados”, y que hoy se encuentran entre los más amenazados por la pandemia del COVID-19 (hasta el 23 de abril, en Nueva York habían muerto 16.388 personas). El virus está demostrando que el camino no era por ahí.
Toda esta muy larga introducción se justifica para justificar lo que ya enuncié desde el primer párrafo: que este es un libro cada vez más urgente.
Urgente porque nos aporta ejemplos reales, en plena marcha, concretos, tangibles, caminables, y en muchos de sus aspectos replicables en otros lugares, de cómo distintas comunidades colombianas han venido construyendo, paso a paso y en un permanente diálogo horizontal con los demás seres vivos con los cuales comparten el territorio, formas dignas de co-existencia, a partir de experiencias agroecológicas llevadas a cabo con un objetivo ético expreso: la transformación social. O, más aún: una profunda transformación cultural.
Co-existencia entre humanos, entre humanos y no humanos, entre instituciones y comunidades, entre agencias de cooperación y organizaciones colombianas…
Seguramente, ni cuando yo comencé a esbozar este prólogo ni cuando Juliana y Nathaly comenzaron la investigaciones cuyos resultados se presentan aquí éramos conscientes de la importancia vital que este libro iba a llegar a tener. Pienso que se va a convertir en un libro de primera necesidad.
Con base en las experiencias documentadas en la llamada Bogotá-Región, en la porción caucana del macizo colombiano, en los departamentos de Bolívar y Caldas, y en Mocoa, Putumayo, este libro se convierte en un manual para una transformación cultural profunda enraizada en la Tierra con mayúscula y en la tierra con minúscula. Cuando escribo una con mayúscula y otra con minúscula no quiero indicar que la una sea más importante que la otra, sino, precisamente, resaltar que ambos niveles extremos deben mantenerse en permanente correlación, como un ying y un yang inseparables.
Para entender mejor esto, que no es un mero juego de palabras, intentemos definirnos a partir de estas preguntas: ¿Cuál es la Tierra que yo soy? Y ¿Cuál es la tierra que yo soy?
Finalmente quiero resaltar varias cosas que me parecen importantes:
La una, que, como lo afirman y lo reiteran las autoras en distintas partes del texto, si bien
[…] en total se listaron ocho ‘formas dignas de co-existencia’ […] se incluyen en realidad más de 30 iniciativas ya que de las ocho estrategias listadas varias son redes. Así la Red de Permacultura cuenta con 48 iniciativas (de las cuales se visitaron 26) y el Mercado Tierra Viva cuenta con 15 iniciativas asociadas aproximadamente.
Otra es que cada uno de esos procesos es, en sí mismo, una escuela de vida. Al igual que sucede con el Thul, esa huerta en la cual las comunidades nasa cultivan plantas alimenticias, plantas medicinales y plantas rituales, esos espacios-tiempos son, sobre todo, lugares de encuentro entre distintas generaciones, en los cuales se transmiten saberes ancestrales y se mantiene viva la memoria colectiva, nervio central de eso que ahora llamamos la resiliencia de un territorio. Allí no solamente se enseñan saberes, digamos, “técnicos”, sino, sobre todo, cosmovisiones, mitos, valores. Habilidades todas para interactuar no solamente entre humanos, sino con todos los demás seres que comparten sus territorios, incluyendo, por supuesto, al agua. Es también en esos espacios donde el suelo es fértil para que germinen los llamados diálogos de saberes.
Bien lo dice Mamá Charito, mujer indígena kamëntsá del Putumayo, en el epílogo de este libro (que bien habría podido ser también la introducción):
Si volvemos a nuestra propia sensibilidad, de volver a reconectarnos con la Madre Tierra y que a través de nuestras semillas, sea la estrategia de volvernos a conectar con ella y así podernos garantizar una vida digna con derechos fundamentales como sociedad civil, como indígenas, como afros y campesinos.
Que si nos conectamos como los ríos y las montañas se conectan entre sí, la sociedad se pueda conectar de la misma manera y que hagamos eco para que las voces de nuestros niños, de nuestras mujeres y de nuestros ancianos, sean escuchadas y podamos garantizar una alimentación sana, saludable y nutritiva para poder alimentar el espíritu con coherencia de las actividades de lo que decimos y hacemos en el momento.
Pero además de que cada una de esas “formas dignas de co-existencia” es en sí misma una escuela de vida, como capítulo 8 se incluye un dossier que sistematiza “cuatro procesos pedagógicos donde se busca acabar con el extenso silencio de la ruralidad colombiana”. Dichos procesos sí tienen como su principal objetivo generar modelos educativos sembrados y cultivados en el campo mismo, y cuyos frutos son nuevas generaciones de jóvenes de la Colombia rural, preparados para transformar este mundo a partir de experiencias concretas y tangibles que, necesariamente, entran a formar parte de este libro urgente, de este catálogo para la esperanza.
Cuando terminé de leer el dossier vinieron a mi mente (de la cual realmente nunca han salido desde la primera vez que las oí) palabras del maestro Jorge Veloza que dicen:
Que vivan los campesinos / Y que los dejen vivir/ Que’l campo sin campesinos / Existe sin existir
Para el vivero de esperanza
Además de las iniciativas/redes que este libro analiza, en el territorio nacional existen muchísimas más, lo cual hace que el número de respuestas adaptativas de las comunidades colombianas para fortalecer su resiliencia ante las condiciones adversas en las que les ha tocado defender y ejercer su derecho a la vida con calidad y dignidad bien puede considerarse otra expresión de nuestra biodiversidad pluriétnica, multicultural y anfibia.
Ante la crisis actual, vemos, por ejemplo, cómo muchas comunidades étnicas y campesinas del país han puesto sus estrategias culturales-ancestrales en modo coronavirus, precisamente, para enfrentar este desafío inédito en estrecha alianza, lo vuelvo a decir, con la Tierra