Zoe se quedó sin respiración unos segundos y, por fin, reaccionó.
–¡Se toma más libertades que ningún hombre de los que he conocido! ¿A qué se dedica? ¿Trabaja para los medios de comunicación? Sólo los reporteros tienen tanta cara como usted.
Él soltó una carcajada.
–No. Soy explorador.
Zoe parpadeó. Debía de haber entendido mal.
–¿Qué?
Quizás era el cansancio que hacía que se sintiera desorientada. Sus oídos le estaban empezando a jugar malas pasadas.
–Explorador –repitió él. Acabó la comida y apartó el plato–. Acabo de regresar de Sudamérica. Hemos estado en las montañas que van desde la Tierra del Fuego, por la costa, hasta Venezuela. Era una expedición para la creación de un mapa de la zona. He estado allí durante un año, escalando, filmando, dibujando.
Ella se quedó boquiabierta.
–¿Sólo?
Él se rió.
–No, gracias a Dios. Era parte de una expedición internacional, europeos todos. Éramos veinticuatro, todos especialistas: fotógrafos, dos médicos, científicos, biólogos, geólogos, biólogos. Pero todos éramos escaladores profesionales. Eso es muy importante. En esas montañas es necesario saber lo que se está haciendo. De otro modo, es muy fácil cometer un error que le cueste la vida a alguien –bostezó y se levantó–. Voy a adelantar el programa de la lavadora y, después de que centrifugue, meteré la ropa en la secadora.
–No está casado, ¿verdad? –dijo Zoe, pensativa, mientras lo veía manipular la máquina.
Él se volvió y la miró con cinismo.
–No me dirá que tiene escrúpulos con los hombres casados. Hal asegura que no.
–Hal sabe mucho menos de mí de lo que presume saber –respondió ella furiosa–. Realmente, no me conoce en absoluto. Nunca hemos sido… amigos.
–¿Qué quiere decir con «amigos»? ¿Se refiere a «amantes»?
–No. Por amigos, entiendo eso, amigos. Hal y yo hemos trabajado juntos…
–¿Y él nunca intentó nada? –preguntó Connel Hillier, incrédulo. Hal Thaxford era famoso por tratar de conquistar a cualquier mujer atractiva que se cruzara en su camino.
–Sí, lo intentó.
–¿Y le dio un duro golpe a su orgullo?
–Le dije que no estaba interesada. Pero no aceptaba un no por respuesta, hasta que se encontró con una bofetada en la cara. Se cree maravilloso, un dotado de Dios. Pero no es más que un actor mediocre de segunda. Cuando por fin asumió que no tenía nada que hacer conmigo, se puso furioso.
–Vaya. A mí me han contado la versión justamente a la inversa –dijo Connel.
Zoe se encogió de hombros. No le sorprendía.
–Bueno, puede creer a quien le apetezca. Y, por cierto, que quede claro que tampoco tengo intención alguna de liarme con usted, señor Hillier. Le he preguntado si estaba casado, sólo porque me llama la atención que sepa desenvolverse solo. Si estuviera casado, su mujer lo haría todo.
–Hoy en día hay muchos hombres que saben arreglárselas solos, casados o no.
–Algunos sí. La mayoría deja de preocuparse en cuanto se casan.
–Unos pocos. Mi hermano, por ejemplo, es capaz de cocinarle a su esposa unas opíparas comidas. Ella es una alta ejecutiva y llega a casa siempre a las doce de la noche.
–Supongo que no tienen niños.
–No, todavía no. Cherry no tiene intenciones de tener niños en varios años. Todavía tiene veintiséis años y mucho tiempo por delante.
–¿Y su marido qué opina?
–Quiere ser padre. Pero tampoco tiene prisa. Cherry y él se casaron hace sólo unos meses. Llevan una vida social muy agitada: fiestas, clubs,… Casi nunca están en casa, sólo cuando son los anfitriones de alguna fiesta.
Zoe escuchaba con interés, pero no podía evitar que los párpados se le cerraran y que la boca se le abriera.
La lavadora comenzó a centrifugar. Connel Hiller agarró la cesta de plástico y la puso sobre el suelo, de espaldas a Zoe. Pero no dejaba de hablar. Su voz sonaba continua y melodiosa.
–Declan todavía no está preparado para asumir responsabilidades. Está demasiado entusiasmado con el glamour de la vida social. A veces me pregunto por qué se han casado Cherry y él. Los dos son gente completamente independiente y tremendamente ocupada. Parecen más compañeros de piso que marido y mujer. Pero, después de todo, es difícil saber qué hay en el fondo de una relación. A veces creo…
El murmullo se convirtió en algo soporífero. A Zoe cada vez le pesaban más los párpados, más y más. Lentamente, apoyó la cabeza sobre la mesa….
No podría haber determinado con exactitud cuándo se quedó dormida, pero lo hizo.
Lo siguiente que vio fue la luz del día. Bostezó, se estiró y, de pronto, se dio cuenta de que era de día. ¿Qué hora era?
Generalmente se levantaba cuando todavía era de noche, empezaban a filmar con las primeras luces del día y terminaban al anochecer.
Volvió la cabeza para mirar el reloj. ¡Las ocho!
¿Las ocho?
Horrorizada se sentó. ¿Por qué no había sonado el reloj?
No podía no haberlo oído.
En ese instante, las imágenes de la noche anterior la asaltaron. Miró de un lado a otro de la habitación. ¿Cómo había llegado hasta allí?
Lo último que recordaba de la noche anterior era haber apoyado la cabeza sobre la mesa de la cocina, mientras Connel Hillier le hablaba de su hermana.
Debió de quedarse dormida entonces. Pero, ¿cómo había llegado hasta la cama? Sintió pánico. No podía respirar.
La noche anterior llevaba puestos unos vaqueros y un jersey. Levantó la sábana y se quedó lívida. Estaba en ropa interior.
–¡Dios santo! –exclamó. Seguramente la llevó hasta la habitación,la desnudó y … ¿Qué ocurriría después?
No quería pensar en nada de aquello.
Retiró el edredón y se levantó rápidamente. Abrió el armario y se puso lo primero que encontró.
Salió de la habitación y se detuvo unos segundos a escuchar si había alguien.
Silencio.
¿Dónde estaba aquel hombre?
La casa estaba en completo silencio, con la excepción del tic-tac del gran reloj. No había rastro de él y nada parecía haber desaparecido. El televisor, el vídeo, el estéreo, todo seguía en su sitio.
La cocina estaba impecable. Había lavado sus platos, había limpiado el fregadero, la encimera, la mesa. No había ni rastro de su ropa en la secadora. Debió de esperar a que se secara y después se marchó.
¡El coche! Corrió a la puerta. Allí estaba, intacto, con la superficie seca y brillante bajo el sol.
Cerró la puerta principal.
Se había ido sin dejar señal alguna de haber estado allí. Podría haberse imaginado todo, podría haber sido un extraño sueño. Ojalá hubiera podido creerse eso.
Subió las escaleras, se duchó y se vistió.
Pero no podía quitarse el encuentro de la cabeza.
La