Las otras piernas que estudio me producen una fascinación enferma. Son fuertes y velludas. Muy rubias y absolutamente sucias. Alzo la cara y me topo con unos ojos oscuros que me están mirando fijamente. No son los de las piernas, no, no es él mismo. Con un suspiro aburrido me salgo a buscar a Enrique para irnos a nadar.
Porque en Grecia, en una isla alejada de la civilización, sosteníamos animadamente, todo se va a ver más claro. Como unas vacaciones de la realidad que se ha vuelto tan difícil. Huir. Después de todo, me explicó Enrique, no tiene nada de grave. Yo jamás he querido ser un héroe.
Esos ojos oscuros y fijos, tanto que parecían un líquido espeso y pegajoso, comenzaron a aparecerse por todas partes. Enrique también los descubrió. Tienes un admirador gringo, dijo. Sí, respondí. Y todas las mañanas me asomaba al café como si nada para verificar su presencia. Luego volvía a la choza satisfecha de seguir escribiendo mi libro que finalmente había sido aceptado por mi tiránico Enrique. Escriba su libro si quiere, había concedido con cierta ternura y mucha ironía. Ahora además de infiel vas a ser literata. Y nos pasábamos la mañana escribiendo en silencio, unidos en cierta manera y combatiéndonos.
Pero predominaba una triste resignación en ambos como si de pronto hubiéramos dejado de luchar y simplemente nadáramos en la inercia del tiempo que nos llevaba de la choza a nuestra roca y de ahí al café y luego a la cama.
Inútil hablar de las horas angustiosas y tensas en la cama. Y comenzábamos nuestro tercer mes.
La soledad es una conquista difícil. El primer mes es la euforia total del silencio, el segundo el desaliento total y el tercero, en teoría, el comienzo de la paz verdadera, creía yo, pero fue entonces cuando se presentó algo tan inesperado como una tarjeta postal absurdamente iluminada y con un estúpido ¡hola!!! cargado de signos de admiración. Ahí murió, me imagino, todo mi sufrido amor, en ese momento en que Enrique, dejándola caer sobre mi mesa dijo con tono seco: creí que no le habías dado tu dirección. Y no se la había dado pero era lo de menos. El pánico al sentir un soplo de ese mundo olvidado. Se me tiene que haber salido a la cara porque desde ese día Enrique se cerró por completo en un odio duro y áspero.
Yo solo esperaba que anunciara el fin. De nada servía mi insistencia por parecer optimista y feliz (convencido como estaba de que yo tenía algún plan secreto), o incluso mi actitud burlona ante los ojos oscuros que me seguían persiguiendo. Mucho Hollywood, dios, mucho y tan seguro de que era una posición muy suya. Me irritaba la devoción del gringo en un momento en que sentía hasta qué punto necesitaba a Enrique si quería sobrevivir. Curioso. Los papeles se habían cambiado. Era él el enfermo de pronto y yo la que auscultaba ansiosa buscando los síntomas. Pero nada. Un muro absoluto y firme como antes lo había sido su tozudez por no ser abandonado. Y más curioso todavía era cómo añoraba yo esos días anteriores a la tarjeta postal, cómo se habían convertido en mi nostalgia favorita.
Vivía en un miedo helado y paralizante y la música del café en las noches me estaba volviendo loca. Las caras transformadas en carcajadas horrendas de monstruos despiadados que aumentaban el ruido en la misma medida en que mi angustia crecía. Los ojos oscuros adquirían una expresión maniacal y obsesiva que me llevaba a imaginar estranguladores subrepticios (y qué otra cosa podrían ser los estranguladores) los gestos adustos de los griegos, sus tiesas sonrisas ocasionales iban adquiriendo un aire momificado y tenebroso y luego Irini, su actividad afiebrada, todo era un mismo ritmo enloquecido que me obligaba a apretar la mano de Enrique, quien no levantaba los ojos para nada.
Los celos son una cosa terrible, sí, y la culpabilidad es otra. Como una catástrofe natural, arrasan con todo. Las víctimas son incontables y horriblemente, desproporcionadamente, inocentes.
Me levanté como en un vértigo trepidante. (Suena tan absurdo pero es real ese vértigo que sube del estómago como líquido en ebullición cubriendo todo el cuerpo, llenándolo de incontrolables estremecimientos), y me dirigí hacia los ojos oscuros y fijos que habían crecido de una manera asombrosa. Él también se puso de pie y con tristeza salimos.
Cuando después volví al cuarto y me metí en la cama y le rocé la cara a Enrique, los sollozos de ambos mojaron el primer deseo real de nuestros cuerpos.
Al día siguiente nos separamos.
ella y la noche
Mimí Díaz Lozano
¿Cómo medir la noche, sus sombras, su tremenda oscuridad? Se desparrama por las casas y cae sobre los callejones, enlutándolos, salpicando de misterio hasta el último rincón, rodando por los abismos sombríos, metiéndose en la más diminuta gota de silencio. Deambula contoneando su negra silueta, insinuante, profundamente insinuante. ¿Cómo medirla entonces, cómo abarcar su tenebrosa inmensidad, cómo llegar hasta su inefable abstracción? El mundo nocturno, el mundo de las voces calladas. Cada minuto, cada segundo, vaciándose en esa maraña, interminable, sin fronteras. Nada puede alterar su monotonía, el eco prolongado de su unidad indestructible. Aunque se grite, aunque se aúlle de dolor. La noche continúa sin encogerse ni un átomo en su inconmensurable extensión. ¿Para qué entonces gemir, desesperarse, invocar, pedir clemencia? ¿Y Dios? No, Él está arriba, encima de todo. Pero también está en todos lados, allí mismo al alcance de su mano, tan abstracto como la noche, mudo y sordo. Nada oye, nada contesta, nada comprende.
Dios y la noche en su cuarto oscuro, tremendamente oscuro. Detrás de los trapos, debajo del catre, en el más pequeño rincón. Sin embargo ¿para qué desesperarse, gemir, implorar, pedir clemencia? Nadie contesta. Sus gritos quedan mudos, condensándose en la quietud reinante. Las resonancias forman parte de la luz, del día, de la felicidad. Su elemento es claro, burbujeante, bullicioso. Pero, el sufrimiento es parte de la noche, de su mutismo. Porque los dolores también son mudos y oscuros, se van al vacío y también forman parte de lo eterno, como lo que pasa, como lo que se pierde y jamás se toca con el sentido del tacto ni se concreta. No tienen forma porque no los define ninguna línea. Ni color ni olor. Y para fijar su significado no es suficiente la palabra. Y como Dios y como las sombras también está allí, en la atmósfera húmeda de su cuarto, estirándose, encogiéndose, retorciéndose. Nada lo detiene. Gradúa sus pasos, al principio lentos y poco a poco acentuándose hasta que se vuelca en un torbellino sin sentido. Martiriza tanto que pierde su naturaleza. Se ahoga en su propia intensidad. Golpea aquí y allá, por todos lados remueve, destroza. Entonces ya no se puede llamar dolor. La palabra sale sobrando. Es algo inefable, traspasa los límites de la expresión, va más allá, al vacío, forma parte de lo eterno, como lo que pasa, como lo que se pierde y jamás se toca con el sentido del tacto ni se concreta.
Dios, la noche y el dolor en su cuarto misérrimo. Él lo dijo: “Parirás tus hijos con dolor” y el apotegma no se detiene, se arrastra por su cauce, infinito, va de mujer a mujer, rueda por el tiempo sin división ninguna, con duración ilimitada. Y ese padecer, ese padecer cósmico, que no es materia, que no se puede ver ni tocar, tan abstracto como la noche, se la lleva, ella lo presiente. Su intuición más firme, esa que nunca falla porque se encuentra en la base, en lo que del ser nunca es destruido, se lo afirma. Es engendro de su misma esencia. Porque todo va perdiendo importancia. Porque aunque sus manos se deslicen por todo su cuerpo ya no se palpa ni el vientre