A pesar de eso, sabía que era más afortunada que la mayoría. Sus padres se habían enfadado cuando se enteraron de que se había quedado embarazada, pero la habían apoyado y ayudado. Y querían a Freddy con todo su corazón.
–¿Vas a venir pronto? –repitió Freddy.
–Esta tarde tengo que trabajar –respondió ella.
–¡Oh, no! Mamá, ¿vas a volver antes de que me acueste?
–Estaré en casa cuando te despiertes –dijo Diana–. Sé bueno y obedece a los abuelos, ¿de acuerdo?
–Vale.
–Un abrazo.
–¡Mamá!
«Tu mamá es una tonta», pensó Diana después de colgar mientras bebía té y se comía el bocadillo que le habían llevado. Desde que había ido a recoger al jeque Zahir no había dejado de hacer el ridículo.
¡Y se suponía que debía ser invisible!
¿En qué había estado pensando?
En nada, ese era el problema. Lo único que le había funcionado desde el momento que el jeque Zahir apareció fue su boca.
Cierto que él se lo había puesto fácil, incluso la había animado a hablar, pero eso no significaba que ella tuviera que lanzarse de lleno a ello y ponerse en evidencia.
¿Aprendería alguna vez a pensar antes de hablar? ¿A hablar… poco?
Al parecer, no.
Si seguía así, acabaría trabajando en una fábrica en vez de conseguir la ilusión de su vida. Que, por supuesto, no era conducir una limusina, a pesar de ser estupenda, sino seguir los pasos de su padre: conducir un taxi londinense en el que la charla era parte del trabajo. Con una excepción, su taxi no sería negro, sino de color rosa.
Diana lanzó un gruñido.
Sería un taxi del mismo color que sus mejillas.
El sonido de su teléfono móvil podría haber sido una distracción, pero la identificación del número le comunicó que era Sadie.
El jeque debía de haber llamado a la oficina, o de haber ordenado a alguien que llamara en su nombre, para que la sustituyeran por alguien que supiera estar en su sitio, que comprendiera los requerimientos de un VIP cuando necesitaba comprar algo y, lo que era más importante, que no hablara por los codos.
¡Pero él la había animado a hablar!
–Di…
–Sí. Lo siento. Estoy comiendo un bocadillo… –Diana se atragantó al intentar hablar y comer al mismo tiempo.
Había decepcionado a su jefa. Se había decepcionado a sí misma…
Se había prometido portarse bien. Le había prometido a Sadie que no le daría problemas. ¿Quién era ella para criticar a una princesa que había tratado de escapar de una rana?
–Oye, presta atención. Al parecer, se ha roto una tubería en Grosvenor Place. Tendrás que ir por Sloan Street para evitar pasar por allí.
¿Qué?
¿Sadie le había llamado para darle información sobre el tráfico?
–Bien –respondió Diana terminando de tragar lo que tenía en la boca–. Gracias por avisarme.
–Esperaba que me llamaras. Te pedí que lo hicieras.
–¿Cada vez que paro? –preguntó ella, sorprendida–. ¿Te llama Jack cada vez que aparca?
–Tú no eres Jack.
Eso era verdad.
–Todo tiene su lado bueno.
–¿Cuál es el lado malo? –preguntó Sadie.
–Nada –respondió Diana rápidamente–. Absolutamente nada. Solo llevamos un poco de retraso, nada más. El jeque tenía que ir de compras.
–¿En serio? ¿Adónde? ¿A Apreys? ¿A Garrard?
–A un almacén de juguetes.
–Bueeeno…
–Quería hacerle un regalo a la hija del embajador. Es su cumpleaños.
–Lo que sea por tenerle contento.
–Eso tendrás que preguntárselo a él.
–Si no lo está, me enteraré muy pronto. Otra cosa, he llamado a tu padre. Me ha dicho que todo estaba bien.
Diana pensó que era mejor no decirle a Sadie que ya había llamado con el fin de no hacerle pensar que estaba ocupándose de sus asuntos personales mientras trabajaba.
–Gracias.
* * *
–Pareces distraído, Zahir –Hanif le había apartado de Ameerah mientras ella enseñaba a su hermano de cinco años y a su hermana la bola de nieve. Metcalfe había acertado respecto a lo del cristal, habría sido un desastre–. ¿Hay problemas con el proyecto del río Nadira? ¿O con las líneas aéreas?
Zahir sonrió.
–Los negocios no son nunca un problema, Han. No te preocupes, las obras de caridad de Lucy no se van a ver afectadas.
–En ese caso, debe de tratarse de la familia. ¿Cómo está tu padre?
–Haciéndole trabajar al marcapasos a todo ritmo. Esta semana está en Sudán tratando de encontrar la forma de que haya paz… –Zahir se encogió de hombros–. Me siento culpable, debería ser yo quien estuviera haciendo eso.
–No, Zahir. Lo tuyo son los negocios.
–Es posible.
–¿Qué te pasa entonces?
Zahir miró al otro lado de la estancia, al lugar donde el niño de cinco años, Jamal, estaba mirando a Ameerah como hipnotizado con la bola de nieve. Después, se volvió de nuevo a Hanif y dijo:
–Mi padre está ansioso por tener un nieto. Impaciente conmigo por no darle esa satisfacción. Me temo que le he desilusionado en todo –Zahir sonrió–. Pero, al parecer, no por mucho más tiempo. Mi madre se ha empeñado en encontrarme una esposa.
Hanif no sonrió.
–El matrimonio es para toda la vida, Zahir. No es para tomárselo a la ligera… ni para satisfacer a un padre. Además, quizá haya otros momentos mejores para pensar en eso.
–Lo mismo le dije yo a mi madre. Pero ella me respondió que si esperaba a tener tiempo libre, jamás me casaría –Zahir volvió a encogerse de hombros–. Además de decirme que era un caprichoso, un egoísta…
–Lo que le pasa a tu madre es que está deseando que sientes la cabeza, Zahir. Tú no eres egoísta y ella lo sabe. Dedicaste dos años preciosos de tu vida a cuidarme, Zahir.
–En fin, supongo que ha llegado el momento de demostrarle que la quiero, de demostrarle que respeto sus deseos.
–Sea como fuere, espero que seas feliz.
–¿Crees en el destino?
Zahir había sido testigo de cómo el destino había arrojado a Lucy Forrester a los brazos de su primo. ¿Quién habría podido imaginarlo?
¿Quién habría podido imaginar que la deliciosa y parlanchina Metcalfe iba a conducir su coche ese día?
–¿Puedo llevarme a Ameerah un momento? Ha sido mi conductora quien ha encontrado la bola de nieve, la que yo le había traído era de cristal y se ha roto por el camino. Me gustaría demostrarle que le estamos agradecidos.
–¿Conductora? –las cejas de Hanif apenas