—¿Crees que a Nick le doy esto? —me dijo mientras se desabrochaba su camisa celeste.
—Sé que Nick lo toma cada vez que quiere.
—¡Bah! Él es un bruto que cree que es mi dueño. Es un bruto que está de sobra. Tú sabes que hay otro camino...
—Y tú sabes que a las personas las cuelgan por eso…
—¡Cora! Mi amigo quiere café —vociferó el griego desde la otra habitación. ¿Traes dos tazas, gatita?
Cora me apartó de un manotazo y se levantó.
—La oferta está hecha. A lo mejor no soy tan cobarde como tú crees, Frankie.
Su expresión había cambiado por completo. Aunque persistía esa fiera, agazapada detrás de sus pupilas.
*********
Aquellos cinco días fueron los mejores de mi vida. El primer día tuvimos la suerte de que un autocar de excursionistas se detuviera. Acabaron con todas las existencias y llenaron la caja, de manera que Cora y yo cerramos la puerta y echamos las persianas, quedándonos a nuestras anchas. Nos pasábamos la mañana en su cama. Yo ahora no tenía que dormir en la cabaña de afuera. Luego, tomábamos un baño juntas. Cora me preparaba tortitas y yo a ella, enchiladas. El último día, nos acercamos a la playa y retozamos como dos niñas pequeñas saltando las olas.
—¿Eres de Méjico, cariño? —me preguntó—. Sus mejillas estaban sonrosadas.
—¿Quién, yo? —me reí—. Soy tan blanca como tú aunque mi piel sea oscura. He vivido en muchos lugares así que podría ser de cualquier parte. Es una larga historia.
—Frankie…
—Dime, cariño —Noté un ligero temblor en su voz.
—Creo que ha llegado el momento. La noche de Santa Bárbara es nuestra ocasión. Tenemos que hacerlo.
—Quiero hacerlo, Cora, pero no es tan fácil.
—¿Y quién dijo que fuera fácil? ¿Acaso es más fácil que sigamos así? ¿No te querrás largar ahora?
—No sin ti. ¡Huyamos! Vente conmigo a San Francisco.
—¿A San Francisco? ¡Estás loca! Ahora no te puedes echar atrás. Tenemos que hacerlo.
—San Francisco es un buen lugar para empezar; allí las cosas están lo suficientemente revueltas como para que nadie le preste atención a dos chicas enamoradas. Ya empiezo a cansarme de andar de un sitio para otro.
—¿Crees que quiero vivir como una trotamundos, Frankie? ¿De dónde sacaríamos el dinero?
—Podríamos coger algo de la cafetería, te deslomas trabajando para ese gusano, el dinero es más tuyo que de él. No sabes cómo les enloquece a los hombres ver a una mujer tirando los dados, siempre me las he arreglado muy bien con ese juego; sería solo por un tiempo y con lo que consiguiéramos podríamos montar un pequeño negocio lejos de aquí. No tendríamos que hacer nada. Solo eso, Cora.
—¿Como en Méjico, Frankie? —. Su tono sonó entre provocativo e inocente. ¿Acaso no tuviste que salir huyendo de allí?
—Te lo acabo de decir, cariño, eso ya pasó. Tijuana queda muy atrás. Ya no quiero ser la Frankie de antes.
—Estoy segura de que no es tu primera vez... ¿No estarías dispuesta a hacerlo por mí? ¿Te asusta?
Cora me abrazó por la espalda. Sentía su bañador mojado contra mi cuerpo. Podía pedirme lo que quisiera.
—De acuerdo, cariño. El sábado será la noche. Todo va a salir bien, ya lo verás.
*********
Aquella noche pasó lenta y tortuosa. Tuvimos que bailar con los amigos del griego, contonearnos delante de Nick Papadakis, que nos mostraba como un trofeo de caza. Cora estaba especialmente bonita. Se había puesto un vestido que parecía estar hecho para quitárselo. Desempeñó perfectamente su papel riéndole a su marido todos sus chistes repugnantes. Bien entrada la madrugada, el griego no se tenía en pie y se dejó arrastrar hacia su viejo Ford. Cora tomó el volante y yo me puse en el asiento trasero, tal y como habíamos previsto. El griego canturreaba a su lado con la cabeza apoyada contra el cristal de la ventanilla. Yo sostenía una botella de licor que pasé al griego tras fingir que le daba un trago.
—Sigamos con la fiesta, Nick.
—Mujeres como tú hacen perder la cabeza a cualquier hombre, Frankie —arrastraba las palabras con trabajo—. Sí, “sinior”... Cora, pajarito, bebe un poco tú también. —La manaza del griego se interponía delante de los ojos de Cora.
Más allá de las ventanillas del coche la oscuridad era casi absoluta. Solo los faros iluminaban el camino y rompían ese túnel siniestro que nos llevaba montaña arriba.
—Sí señor, sí señor… —imitó la voz de su marido. Esa era la señal, esa frase que él repetía constantemente y que ahora Cora pronunciaba como si se hubiera tragado el veneno de una
serpiente.
—¡Ahora, Fankie!
Entonces cogí la llave inglesa que tenía entre los pies y golpeé el cráneo del griego con tanta fuerza que noté cómo se ablandaba debajo del hierro. Cora frenó de golpe y el cuerpo de Nick Papadakis rebotó, como un pelele, contra el salpicadero del coche. Un grito salió de la garganta de Cora. Y tras el grito, el silencio.
No dijimos ni una palabra. Las dos sabíamos lo que teníamos que hacer.
*********
Cora había salido fuera del coche y me miraba, quieta.
—¡Lo hemos hecho, cariño!
Respiraba deprisa y el pelo le caía revuelto encima de los ojos.
—Aún nos queda una parte, Cora, ya casi lo tenemos.
Cogí la botella y eché parte de su contenido sobre la llave inglesa hasta que la sangre fue perdiendo su color. La sequé con un trozo de la camisa del griego y la solté debajo del asiento. Eché el resto del licor sobre su cuerpo.
—Vamos, Cora, cariño, vuelve a entrar en el coche, con cuidado...
No podíamos dejar el cadáver del griego en el asiento del coche con la cabeza abierta por la mitad. Ahora Cora tenía que ponerse al volante de nuevo. Y lo hizo con movimientos pausados, como a cámara lenta. Puso la segunda marcha y avanzó un poco.
—¡Cuidado! ¡Frena!
Una de las ruedas delanteras del coche quedó suspendida sobre el barranco. Cora había parado justo a tiempo. Se movía con seguridad, como si hubiera estado haciendo esto toda su vida. Soltó el freno y salió del coche con sigilo, como una gata. Apoyamos las manos y empujamos con todas nuestras fuerzas hasta que el coche cayó.
El estruendo podría haberse oído hasta en el fin del mundo.
*********
Ahora el silencio era total. Solo el ladrido lejano de un perro nos llegaba, como un augurio oscuro.
Cora miró la botella que yo le tendía. Habíamos planeado que ella me la rompiera en la cabeza.
—Tú primero, Frankie —. La sentí temblar por primera vez desde que todo aquello había empezado.
—Está bien —traté de que mi voz sonara segura.
—Espera… —agarró con una mano el escote de su vestido de flores y tiró hacia abajo. Sus pechos quedaron desnudos frente a mí.
—Parecerá más real. Ahora puedes hacerlo, Frankie —Apretó los ojos.
¡Estaba tan hermosa! Y tenía que golpearla. Tenía que golpearla aunque ese puñetazo me doliera más que a ella.
—Vamos,