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La Razón perversa se enmarca dentro de la tradición de la Ilustración, en el sentido amplio de entender la Razón como el elemento liberador de la humanidad, y a la irracionalidad y a la superstición como los responsables del retraso humano. Como responsables, en palabras de Kant, de la “culpable minoría de edad” de la población. Aún así, La Razón perversa es una obra española, escrita por un español y que, aunque tenga una cierta pretensión de universalidad y cosmopolitismo, está dirigida a un público español. Por ello, esa pretensión ilustrada se materializa en un análisis y una crítica de la sociedad española contemporánea, de sus aspectos socio-culturales, políticos y económicos. La obra, así, tiene como ámbito la realidad nacional y pretende ser cercana a esa realidad. La gran mayoría de los ejemplos o casos prácticos que se ofrecen en ella están tomados de esa realidad nacional. De esta manera, aún dentro de esta tradición ilustrada, el presente trabajo se podría enmarcar más exactamente en la línea de crítica social que abarca desde Jovellanos hasta Larra, Pérez Galdós, Marañón, Ortega y Gasset, etc. En sus planteamientos del sentido común como base de la racionalidad, y en su análisis político en general, la obra debe mucho, también, a Bertrand Russell. En una contextualización más contemporánea, La Razón perversa bebe de las fuentes de los pensadores de la racionalización política y económica, desde las propuestas dialógicas de Habermas y Appel, hasta la racionalidad de la Justica y la sociedad de Rawls y Amartya Sen y los análisis exhaustivos del comportamiento racional de Jon Elster. Por otro lado su caracterización de la sociedad actual como carente de racionalidad estaría en la línea de obras como El olvido de la Razón de Juan José Sebrelli o La Razón estrangulada de Carlos Elías. En sus análisis económicos y político-sociales de la realidad social española contemporánea se encuadraría en la línea de la obra de César Molinas ¿Qué hacer con España? o la extraordinaria, aunque no trate exclusivamente de España, ¿Por qué fracasan los países? de Acemoglu y Robinson. Frente a todas estas obras, La Razón perversa aporta la novedad de no considerar exclusivamente a la racionalidad y la irracionalidad como dos fuerzas enfrentadas y excluyentes, sino, como se manifiesta en la tesis misma que constituye el núcleo del trabajo, de considerar que la irracionalidad social viene generada, y en parte exigida, por un cálculo racional de las instituciones. No es que la sociedad sea irracional porque sus instituciones lo son sino, más bien, la sociedad es irracional porque el cálculo racional de sus instituciones decide que les resulta más beneficioso que lo sea.
La Razón perversa no es una obra que se termine en sí misma, aunque tenga un principio y un final, un planteamiento, un nudo y un desenlace (tal vez no necesariamente en ese orden). La Razón perversa forma parte de un proyecto global, o al menos más abarcante que las pocas paginas que la constituyen, proyecto que se va desarrollando y completando de forma constante. Proyecto que se desarrolla al ritmo que se desarrolla la Historia y la sociedad, desarrollo muy difícil de tratar en un escrito estático, y es por ello que este trabajo se complementa y actualiza en otros ámbitos y en otros formatos, fundamentalmente en el blog del autor: La Noche de la Lechuza, bitácora de análisis y crítica social que, partiendo de los planteamientos de La Razón perversa, va rellenando sus huecos, completando sus observaciones y renovando sus posturas.
INTRODUCCIÓN
1
El 1 de julio del año 2012 una oleada de euforia como no se había conocido se extendió por todas las ciudades y pueblos de España. Gritos, cánticos y banderas al viento nos llevaban a pensar que algo verdaderamente grande acababa de ocurrir. Sumidos en plena crisis económica, con cinco millones de parados y unas perspectivas muy negras de futuro, diríase que aquella ola de exaltación patriótica era efecto de algún anuncio importante: quizás la contratación en masa de todos los desempleados o, mejor aún, el final súbito de las convulsiones económicas. Podría haberse pensado esto, ciertamente, pero la realidad era muy distinta. La selección española de fútbol acababa de ganar en Ucrania el Campeonato de Europa de dicho deporte. Intelectuales que hasta entonces habían presumido de repudiar el balompié, amas de casa que sufrían en silencio, todos los fines de semana, las aficiones futboleras de sus parejas o políticos interesados se unieron en unos casos o dirigieron en otros los fastos. Un país económica y socialmente agonizante se lanzaba a la calle por un acontecimiento tan objetivamente nimio y olvidaba todos sus problemas como si nunca hubieran existido.
2
Economistas y sociólogos utilizan el llamado “principio de caridad” para determinar la racionalidad de acciones aparentemente irracionales. Según dicho principio toda acción humana es por definición racional, lo que obliga a realizar todos los ensayos posibles para buscar la base racional de aquellas acciones supuestamente irracionales. Sólo después de repetidos fracasos se puede determinar la irracionalidad real de dicha acción. Como por efectividad práctica el principio de caridad no puede ser extendido al infinito, hay que concluir que las conductas que se dieron después de la victoria de España eran definitivamente irracionales.
Personas seguramente excelentes en su vida familiar y laboral: padres, madres, estudiantes y funcionarios, jubilados, gentes de toda clase y condición de pronto se transformaron en una turba irracional que se lanzó enloquecida a la calle, enarbolando banderas, gritando, haciendo sonar las bocinas de sus automóviles, bañándose en las fuentes públicas, hasta altas horas de la madrugada, no durmiendo ni dejando dormir. Gentes que al día siguiente hubieron de volver a sus ocupaciones, retornaron a su alienación cotidiana sin que la victoria de la noche anterior significara absolutamente nada para la dignificación de sus vidas. Y a nadie se le ocurrió, no ya poner en duda la irracionalidad de este comportamiento, sino tan siquiera protestar porque no podía dormir. Porque aquél que hubiera protestado hubiera sido el irracional y, lo que es peor, el antipatriota, el extraño, el alienado, el enemigo. Y todo esto no porque se hubiera descubierto el secreto de la inmortalidad, sino porque once individuos habían pasado noventa minutos corriendo detrás de una pelota y habían conseguido hacerla pasar entre tres palos clavados en el suelo mientras que otros once, que estaban enfrente de ellos, después de correr también durante noventa minutos, no lo habían logrado.
Pero por algún sitio tenía que haber algún atisbo de comportamiento racional o, al menos, de intenciones racionales en todo aquel panorama. Y ese otro sitio sólo podía ser el poder1. Después de aquello ya no existían crisis, hipotecas, paro, trabajo precario o inflación. Todo era estupendo y maravilloso. La vida era bella porque se había ganado la Eurocopa. Desde los medios se incitó a la gente a lanzarse a la calle. Se les excitó el orgullo de la españolidad, del nacionalismo más rancio. Se colocaron pantallas gigantes de televisión en el centro de las ciudades colapsando éstas (la tele es nuestra amiga). Fue un comportamiento perfectamente irracional y como tal –y siguiendo el principio de caridad- no humano.
3
Sirva el caso mencionado para ejemplificar la tesis sobre la que se construye este libro. Una tesis muy simple pero, en los tiempos que corren, tremendamente complicada de entender. El comportamiento de la población es irracional en la gran mayoría de los casos. Si esa irracionalidad es admitida como algo normal –e incluso en algunas situaciones como deseable- es porque viene generada por las instituciones: por la racionalidad perversa de las instituciones. La racionalidad perversa se define como aquellas decisiones racionales