Al rato empezaron a llegar, manteniéndose del lado de afuera de las rejas, unas mujeres grandotas, muy arregladas, altas, que nos traían (siempre sin hablar ni una palabra) cosas que nos mandaban las chicas de otros pabellones que nos habían reconocido con dificultad (por nuestra delgadez y deterioro físico) al vernos pasar, que habían estado con nosotras en el Sótano por unos meses, y que habían sido trasladadas a Devoto un año antes. Mandaban los cigarrillos que recordaban que fumábamos algunas, diarios, queso, otras cosas de comer, yerba. No sé si fue exactamente el primer día, pero muy pronto a Mercedes las compañeras de otros pabellones le hicieron llegar algunos diarios. La recuerdo leyéndolos. En ellos encontró las noticias de la muerte de Estrella y Rut (sus hermanas) y los compañeros de ambas que, según el diario, habían caído en un enfrentamiento, cuando nosotras sabíamos bien que a Rut González, Feced, el Jefe de Policía de Rosario, la había sacado del Sótano delante de nuestra propia cara (es decir, habíamos estado espiando, porque ella estaba en el pabellón de enfrente y con la guardia en el medio). Y había compañeras que la habían visto introducir a un coche con rumbo desconocido. Luego, por un sobreviviente, supimos que fue vista en el centro clandestino La Calamita. Finalmente de alguna manera logramos que las mujeres altas y muy arregladas en algún momento dijeran algo, ya que nos hacían de enlace con las otras compañeras de otros pabellones, y cuando hablaron descubrimos que tenían voces de hombre: eran trasvestis. Yo recuerdo que quedamos shockeadas porque eso era lo último que esperábamos. Como máximo pensábamos que eran prostitutas. Cuando de pronto oímos un ruido fuerte y desconocido para nosotras de algo que avanzaba por el pasillo. Mientras tratábamos de imaginarnos qué sería vimos aparecer en la reja un carro metálico con comida, que para nosotras fue de lujo total: recuerdo los redondeles rojos de remolacha, el verde increíble de la lechuga, la gran olla de guiso de no sé qué. En fin, nos sentimos revivir. Entre la infinitamente mejor comida, los recreos en el patio (el primer recreo al que fuimos fue inolvidable porque las recién llegadas nos mareábamos con la luz, con el aire repentino) y la posibilidad de tener correspondencia con nuestros familiares y también visitas, nos recuperamos incluso en términos de algunos problemas de salud que habíamos estado acumulando por la mala alimentación y la situación general en el Sótano.
Creo que fue el primer día que llegó y entró al pabellón el jefe del Penal, Galíndez, y se presentó y nos habló de lo que estaba permitido y lo que no, algo así como para que supiéramos a qué atenernos. Nos fuimos acomodando de a poco a la nueva vida que, desde ya, y comparándola a la desastrosa situación de la que veníamos, al principio nos pareció de lo mejor.”
ALICIA KOZAMEH
El “Tránsito” Jefatura de Policía de la Provincia de Santa Fe
“Cuando nos sentamos a escribir estos recuerdos nos dijimos: ¡nos tenemos que juntar todas las del Tránsito! Tal vez para decirnos lo que nos faltó decir. Para contarnos cómo cada una de nosotras vive en el corazón de las otras. Seguramente, por lo vivido, por los años que llevamos puestos y por tantas razones, en nuestra reunión la ternura andaría como Perico por su casa. ¡Sería maravilloso! La Estación de Tránsito estaba ubicada en la zona sur de la ciudad de Santa Fe. Debido a que El Buen Pastor estaba saturado de mujeres y jóvenes menores de edad, entre fin de 1974 y fin de 1975 estuvimos allí “alojadas” un grupo de presas políticas provenientes del peronismo y de la izquierda. No sólo veníamos de prácticas políticas diferentes sino de realidades familiares diferentes. Algunas compañeras tenían a la mayor parte de su familia comprometida políticamente, otras tenían familias apolíticas, otras tenían familias muy católicas o tercermundistas, o sin práctica religiosa. Sin embargo todas éramos profesionales trabajando en su profesión o estudiantes hasta el momento de la detención. Alrededor de agosto del 75 llegamos a ser nueve compañeras que intentábamos vivir en la cárcel con los mismos principios de nuestra militancia en la libertad. Ninguna de nosotras tenía experiencia carcelaria anterior. Todo lo hicimos de acuerdo con nuestras ideas y a lo que sabíamos sobre el comportamiento de los presos políticos de la dictadura anterior. Esto significó concentrarnos en una buena convivencia entre nosotras y con las presas comunes, profundizar nuestra relación afectiva y política con nuestros familiares, mantenernos unidas compartiendo las informaciones que nos traían nuestras familias, la realización de actividades juntas, una postura única frente al personal que estaba a cargo del lugar. El recuerdo, en muchos momentos emotivos, de fechas históricas entrañables para todas nosotras.
Todas veníamos de detenciones más o menos traumáticas, dependiendo de la situación política o particular de las mismas. Pero sabíamos que, por poco o mucho que durara nuestra detención, la clave de volver sanas a la libertad estaba en nuestra unión, nuestro crecimiento, nuestra actitud para querernos, entendernos, confiar, respetarnos. Ser mujeres dignas fue nuestro horizonte durante los largos años que permanecimos detenidas.
“Estación de Tránsito”: tal nombre merece una explicación. Así estaba escrito en un escudo de la Provincia de Santa Fe adosado a la puerta de entrada de lo que a principios del siglo XX había sido un prostíbulo. A eso nos lo contó alguien. Su nombre se debe a que allí permanecían mujeres detenidas en tránsito hasta que un juez les diera la libertad o las derivara a una cárcel. Los delitos eran contravenciones y otros. Es decir, ejercicio de la prostitución, peleas callejeras. Estaban pocos días pero eran detenidas constantemente. Además había un grupo de menores de edad castigadas por haber querido fugarse del Buen Pastor. El edificio del Tránsito, prostíbulo acondicionado para detenidas mujeres, conservaba la estructura de aquella primera función. Surrealista, decía una de nuestras compañeras, estudiante de letras, cuando hablábamos de que la mayoría de las mujeres eran prostitutas. Se entraba por un pasillo en forma de L que desembocaba en un amplio corredor, que en otro tiempo había tenido amplios sillones de cemento donde se sentaban los hombres a esperar su turno. A ambos lados del corredor había dos hileras de puertas de dos hojas con visillos que cerraban pequeñas habitaciones ya sin luz eléctrica, porque en los días de lluvia se filtraba el agua por los techos viejos y se producían cortocircuitos. Cortaron por lo sano, es decir, por la luz. Nos alumbrábamos con velas. Al final del corredor había un único baño tan grande como las habitaciones, pero con un solo inodoro, una sola ducha para todas. El piso siempre mojado, el agua siempre fría. Luego la mampara que nos separaba del patio, la cocina y el comedor. A un costado había unas piletas para lavar la ropa, un terreno donde ponían la leña para la cocina. Un guardia armado estaba siempre del otro lado de la mampara.
Las condiciones de vida eran pésimas. El hacinamiento, la falta de luz, gas. Era casi imposible mantener la higiene. La sarna y los piojos eran males endémicos. Convivieron con nosotras y algunas nos contagiamos.
Comíamos todas juntas en el comedor, y teníamos un brasero para calentar agua o leche. Era sorprendente el olor a humo que teníamos impregnado en la ropa y en el cabello. Nuestros familiares nos hicieron notarlo. Nosotras ya lo teníamos incorporado.
El régimen carcelario era flexible. Nos permitían entrar y salir de las habitaciones para movernos libremente dentro del patio interno, el corredor. Podíamos realizar actividades programadas por nosotras, los trabajos manuales, la gimnasia, la recreación, charlar con las presas comunes, hacer lecturas con ellas, fundamentalmente con las menores. Organizamos una escuelita y con el tiempo logramos que llevaran una maestra para