—¿Qué dice la última?
Heather la abre y empalidece. La tarjeta cae de sus dedos hasta el suelo.
La recojo.
—«Yo maté a Saskia».
4
Hace diez años
Una chica vuela por encima del medio tubo. Su melena rubia, de pelo casi blanco, se escapa por debajo de su casco. Es buena. En el último salto, realiza una rotación y media, quinientos cuarenta grados, y se detiene delante de mí, rociándome con nieve.
Sé quién es: Saskia Sparks. Me ganó en el Campeonato Británico de Snowboarding el año pasado, con lo que me relegó al cuarto puesto.
Y este año seré yo quien gane.
Soy también rubia, aunque mi pelo es un poco más oscuro que el suyo, y es bastante distintivo, así que si yo la he reconocido, es probable que ella a mí también. Pero no muestra señales de haberlo hecho. Tan solo separa el pie posterior de la tabla y se desliza hacia el telesilla.
Me cuelgo la mochila a la espalda y me apresuro tras ella. He oído rumores. La llaman la Doncella de Hielo.
Tengo el ticket del teleférico en el bolsillo. Giro la cadera para que el escáner lo lea, espero el pitido y paso el torno.
El telesilla es bastante estándar: barras de plástico en forma de T, desgastadas por el tiempo, que cuelgan de un cable móvil raído. Agarro el telesilla más cercano, me lo pongo entre los muslos y observo el paisaje mientras me sube por la colina.
Le Rocher, con su natural terreno imponente de acantilados escarpados, estrechos pasos y pendientes demasiado inclinadas para el típico paquete de vacaciones de esquí, se considera un destino de culto entre los esquiadores expertos y los que practicamos snowboard.
La estación tiene, además, otra gran ventaja: el medio tubo de Le Rocher. Es el equivalente a una rampa de monopatines, pero en la nieve, y el largo canal blanco se extiende por toda la pendiente. Se construyó para cumplir los requisitos de los Juegos Olímpicos: mide ciento cincuenta metros, tiene muros de nieve de seis metros de alto a ambos lados y aspecto de estar bien conservado.
Los esquiadores, montados en sus tablas, lo cruzan una y otra vez, se lanzan desde las paredes de hielo y ejecutan todo tipo de piruetas, a cada cual más arriesgada. Es difícil reconocer quién es quién debajo de los cascos, los gorros y las gafas protectoras, pero está claro que hay un puñado de nombres importantes que se entrenan para el Open de Le Rocher de mañana por la mañana.
Ojalá hubiera llegado antes. La temporada empezó hace dos semanas, el 5 de diciembre, pero aún tenía que trabajar. Quería ahorrar lo suficiente para mantenerme durante todo el invierno y, de este modo, concentrarme en mi entrenamiento. Jamás llegaré a estar entre las tres primeras si me paso toda la noche trabajando en un bar para pagar las facturas. Bueno, ha llegado el momento de ponerme al día.
Saskia se encuentra en lo alto de la pista. ¿Habrá venido para la temporada o para el Open de Le Rocher? Se deja caer y ejecuta una enorme pirueta de cinco cuarenta. Clava los aterrizajes.
La primera vez que vi un medio tubo me aterrorizó la abrupta verticalidad de las paredes de hielo. Es una ilusión. La rampa es tu amiga. Si caes del modo adecuado, es tan suave que ni siquiera lo notas. Pero el hielo es duro como el cemento, así que, si no lo haces bien, estás en un aprieto.
Siento un hormigueo como consecuencia del miedo mientras fijo las botas a la tabla. Tengo las palmas sudorosas dentro de los guantes de cuero. Estoy más nerviosa de lo habitual porque la tabla es nueva, una Magic Pipemaster 157, pagada por el primer patrocinador que he tenido en mi vida.
Normalmente, soy conservadora en la primera carrera, para adaptarme al medio tubo, pero como tengo que vencer a Saskia, trato de hacer un cinco cuarenta en mi última pirueta. Corro por el lateral hasta ganar suficiente velocidad y, luego, me lanzo. Bajo por la pared, cruzo el suelo del medio tubo y subo por la pared opuesta para elevarme en el aire.
Mi mano delantera encuentra el borde del talón de la tabla y lo agarra con fuerza. Backside Air. Vuelo por encima del hielo, mi mente está pura y vacía, no veo ni oigo nada. Solo siento. Momentos preciados en lo alto del arco, ligera, suspendida por la gravedad. Por esto tengo tres trabajos durante la mitad del año y me machaco en el gimnasio.
Desciendo hacia la tierra y toco suelo, motivada y lista para otra ronda. Ida y vuelta de pared a pared, como un péndulo. En la pirueta final, giro con fuerza y, por los pelos, logro el cinco cuarenta. Me tiemblan los dedos al desabrochar el cierre de la tabla. Me encanta. La conservaré para siempre, la colgaré en la pared para enseñársela a mis nietos.
Saskia camina colina arriba porque hay cola para subir al telesilla, así que troto detrás de ella. La nieve desprende un brillo deslumbrante. El color blanco de un invierno en los Alpes es tan distinto de la nieve gris en un invierno urbano que mis ojos todavía necesitan acostumbrarse.
En la siguiente salida, realiza amplios cinco cuarentas seguidos en las dos últimas piruetas. El miedo me invade el estómago. Siempre imaginé que en cuanto encontrara patrocinadores, podría relajarme. Qué equivocada estaba. La presión se ha multiplicado porque tengo una imagen que defender. No puedo decepcionar a mis patrocinadores.
Repaso los giros en mi cabeza mientras me ato la tabla de nuevo. Tengo que ir a por todas en la primera pirueta, para conseguir más aire y tiempo y ejecutar la segunda. Vamos allá.
Mierda. Me caigo de cara frente a todos los que comen al pie del medio tubo. Escupo nieve, me limpio las gafas y me pongo en pie. Me duele la rodilla, y no quiero saber si Saskia me ha visto.
Tengo que conseguirlo. Clasificarme entre los tres primeros puestos marca la diferencia entre ser semiprofesional y totalmente profesional, y eso significa que podría entrenar a tiempo completo durante todo el año. A diferencia de Saskia, no vengo de una familia rica, pero deseo esto más de lo que jamás he deseado nada.
Lo intento de nuevo. Otra caída. Ahora le toca a la mano derecha y el dolor asciende por el brazo. Creo que diviso a Saskia con una sonrisa burlona mientras me levanto. Lo repito cuatro veces más hasta que por fin lo logro. Y, maldita sea, Saskia se marca un siete veinte. Dos rotaciones en lo alto, encima del hielo.
El sol brilla sobre el medio tubo. Cada vez que logro algo, Saskia me desafía con una pirueta más difícil. Me obligo a ir más allá, pero tengo un límite. Si me rompo algo antes del Open de Le Rocher de mañana, estoy jodida.
Hacia la mitad de la tarde, mi botella de agua vuelve a estar vacía. Ya he subido una vez a la estación intermedia para rellenarla. Como antes, dejo mi tabla al pie de la instalación entre las demás, que forman un colorido ramillete, y corro por el altiplano.
En el camino de vuelta, me cruzo con una familia de esquiadores, el padre, la madre y un niño, que debaten agitados al borde de un peñasco. Cuando miro, entiendo por qué: un pequeño guante azul brilla en la nieve.
Observo a la familia. El hombre lleva un bebé atado al pecho, acurrucado contra los elementos. Solo se ven sus mejillas de querubín y una diminuta manita. El guante se habrá caído desde el tembloroso telesilla que chirría más arriba. Le Rocher no es un lugar apto para familias; es la primera que he visto aquí. Vivirán en los alrededores.
Compruebo ambos lados del peñasco. He conseguido saltos más altos muchas veces. Según la revista White Lines, «si no son más de seis metros, ni siquiera es un risco». Pero perderé tiempo de entrenamiento. Miro por encima del hombro hacia el medio tubo, donde Saskia estará aumentando su ventaja. Luego miro al bebé y su pobre mano desnuda. Sin pensarlo dos veces, me meto el botellín de agua en el sujetador y corro hacia el borde. La mano de la mujer vuela hacia su boca cuando salto.
En cuanto lo hago, caigo en la cuenta de que solo he saltado riscos con mi tabla. Esto me va a doler.
Desciendo en picado