Amantes de Buenos Aires. Alberto S. Santos. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Alberto S. Santos
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789500211611
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de aquí. Del otro lado del mundo, donde nadie conozca tu pasado. ¡Confía en mí, querida!

      Si alguien les hubiese contado a los vecinos esta charla de alcoba, jamás le habrían creído. El domingo siguiente, los pobladores acudieron a la puerta de la casa de Marcela y la forzaron sin dudar, tan angustiantes y lacerantes eran los gritos que se oían en el cuarto. Hallaron a la pobre maestra de espaldas sobre un baúl y a su amiga Elisa apretándole el cuello con la mano izquierda y amenazándola con un hacha con la derecha. Hasta la cadena con el medallón de la Virgen del Pilar salió despedida, aunque, no bien los ánimos se calmaron con la llegada de los habitantes del pueblo, Elisa se apresuró en guardarla en un cajón.

      La revuelta popular fue tan grande que nadie esperó a las autoridades. Echaron a Elisa de la aldea. Don Antonio, por su parte, recurriendo a sus trabajadores rurales, montó una estrecha vigilancia en todos los ingresos al pueblo. Elisa pasó a ser persona non grata en Dumbría. Mientras tanto, a pesar de las insistencias, Marcela no aceptó recibir a don Antonio en su casa ni fue a la de él para darle clases de Gramática a la sobrina, alegando que estaba muy cansada y avergonzada por lo sucedido. Y que tenía que prepararse para ir con su novio, pues no quería que él supiera de los trágicos acontecimientos de los que había sido protagonista. A partir de aquel día, a Elisa no se la volvió a ver nunca más en Dumbría. Corría de boca en boca que, por temor a la ira popular y a don Antonio, había emigrado a Cuba.

      –¿Otra carta de tu novio? –preguntaron entre risas las mujeres del lavadero público, cuando vieron que Marcela regresaba de la diligencia.

      –Sí, está muy feliz en La Coruña, preparando nuestro casamiento y la luna de miel.

      Las mujeres sonrieron cómplices de la aparente felicidad de Marcela y también aliviadas porque ya no estaba cerca la sombra de Elisa, a quien, según decían, Marcela le tenía más miedo que cariño. Marcela era consciente de que cuanto les dijera a las mujeres del lavadero se esparciría como reguero de pólvora por toda la aldea. Por eso, les contaba pormenores acerca del noviazgo y del novio, que acababa de llegar de Inglaterra y que, a pesar de ser el hermano menor de Elisa y muy parecido a ella, era educado, culto y rico, y la llevaría de luna de miel a Portugal.

      Marcela se quedó un rato más, para enterarse de los chismes, mientras la ropa sucia no paraba de lavarse.

      –Y esa bruja, ¿qué se hizo de ella? ¿Desapareció finalmente?

      –¿No saben? Partió en el último vapor para La Habana. ¡Ojalá que sea muy feliz en aquellas tierras!

      –¿Feliz? ¡Que Dios me perdone, pero que la castiguen por todo el mal que hizo por acá! ¿Dónde se vio querer matar a nuestra maestra, una mujer tan bonita y delicada?

      Marcela sonrió.

      –Y llena de pretendientes. ¡Don Antonio de Traba, pobrecito! Dicen que anda hecho un despojo, porque le rechazó su pedido de matrimonio.

      –Pero, cuidado, que él no es de quedarse quieto. Se dice que anda preparando alguna…

      –¿Qué quieres decir? –preguntó preocupada la maestra–. Don Antonio no tiene por qué vengarse de mí. Nunca le prometí nada.

      –No sé, no sé. Dicen que juró que va a pelear por lo que es suyo…

      Marcela tragó saliva, se despidió apresurada y se fue a su casa, con la carta en una mano, la otra en el vientre y mirando en todas direcciones.

      Mi novia querida:

      Espero que te encuentres bien, por la gracia de Dios. Los días sin ti en La Coruña se hacen largos. Es como si a cada lugar que voy solo los recuerdos me castigaran por tu ausencia.

      Hoy caminé por la plaza de María Pita, donde estudiaste y fuiste feliz. Donde paseé contigo y te besé a escondidas debajo de las arcadas en construcción. Todavía recuerdo al albañil que pasó justo después y nos asustó.

      Ya hablé con el padre Berasaín. Tienes un confesor que te aprecia mucho y te manda saludos. Muy simpático y solícito, este jesuita. Me abrió las puertas y el corazón del párroco Cortiella, que ya inició los trámites para mi bautismo. No imaginas el asombro del hombre cuando notó que en una semana me había aprendido de adelante para atrás y de atrás para adelante el Catecismo de Astete, que él mismo me prestó, y le dije que tú fuiste mi maestra. Y es verdad, eres mi maestra en todo lo que me hace feliz, sobre todo en el arte de amar, por eso, no fue nada difícil ser catecúmeno de tan bella catequista.

      También te quiero informar que ya tenemos madrina de casamiento: Jacoba Loriga, una prima lejana de mi pobre madre, un amor de mujer, que no se acuerda de mi na­cimiento, pero que quedó muy conmovida al saber que, finalmente, tiene una familiar que no se olvidó de los pobres parientes que se quedaron aquí luchando por sobrevivir. Y por supuesto me encontró muy parecido a mi hermana, a quien no ve desde hace quince años. Lo único que no le gustó es que sea un hombre tan adicto al tabaco. Le tuve que contar que Elisa partió recientemente a La Habana, pobrecita, para ganarse la vida donde le dieran un trabajo y el cariño que tanto precisa. Y que este vicio del tabaco lo adquirí en Londres, donde está de moda y no hay hombre que se precie que no fume un buen puro.

      Solo nos falta el padrino, aunque, si no hubiera nadie, el padre Cortiella ya me aseguró que el sacristán nos hará ese honor. A fin de cuentas es el padrino de casamiento de media feligresía, cada vez que no hay voluntarios.

      Mi bautismo se fijó para el día 26 de mayo a la tarde. No te invito al sacramento porque tienes cosas más importantes que hacer.

      Pero te espero aquí inmediatamente después. Avísales a todos que vienes a La Coruña a casarte conmigo y no te olvides de traer el respectivo permiso de trabajo, para que no haya problemas como aquella vez que fuiste a dar exámenes a Santiago y nos quedamos paseando por allí.

      Tuyo, ahora y para siempre,

      Mario

       3

      Buenos Aires, 2009

      Siempre que necesitaba tomar alguna decisión importante, Raquel iba a un viejo sitio que quedaba en la calle Agüero, en Barrio Norte, entre las avenidas Del Libertador y Las Heras, muy cerca del Cementerio de la Recoleta.

      Recordaba con nostalgia aquella época, unos doce años atrás, en que aquel pequeño espacio servía de inspiración a tantos jóvenes artistas sedientos de cosas originales y desafíos culturales. En ese tiempo, estaba deslumbrada con la Fuente de Poesía, la primera instalación de arte urbano de Buenos Aires, de Enrique Banfi y Silvana Perl, que desde 1997 le daba vida a aquel vacío urbano. Allí, a los pies de Bartolomé Mitre, desde el anochecer hasta el amanecer, cada cuarenta y cinco segundos, un proyector dibujaba continuamente en la pared ochenta efímeros versos de Borges, Neruda, Machado, Guillén o Girondo. Raquel tenía dieciocho años y allí, avanzada la noche, le había dado el primer beso a su novio, un muchacho de cabello largo y desgreñado, de barba hirsuta, que la había seducido con su pensamiento y sus palabras, tan estimulantes como la poesía que, en aquella fuente, salía de los libros que nadie leía y recuperaba la frescura, el sabor y la vitalidad con los que contagiaba a los amantes nocturnos. Y de quien se desilusionó cuando, un día, al pasar por allí de casualidad, lo encontró besando a un chico de su edad, diciéndole las mismas palabras con las que la había seducido a ella. Fue su primera decepción amorosa. Y quizás por eso había pasado muchos años sin leer siquiera un libro de poesía. Pero, superado el luto, se dio cuenta de que en ese momento el corazón de Guidobaldo Vero era el de un muchacho que todavía buscaba sitios seguros donde nutrir su inquieta alma de poeta. Ya más madura, Raquel empezó a cultivar una serena amistad con Guido Vero, como todos le decían, convencida de que un día sería reconocido