Todo empezó a finales de 1994, cuando Benito tuvo un proverbial golpe de inventiva química. Fue soñando, dormido en su cama. En enero de 1995 creó Terre para desarrollar la idea que había alumbrado metido en su pijama. La empresa sería el marco científico y jurídico que acogiera las investigaciones conducentes a la materialización de su ocurrencia nocturna. Imperaba entonces el espíritu optimista sobre la iniciativa personal. Benito se lanzó a tumba abierta. Alquiló el bajo de Valdemoro y comenzó a trabajar con sus flacas huestes.
Hubo momentos para todo. Para los primeros balbuceos de heroica memoria, para los conatos de éxito, para los de derribo, para sus apuntalamientos. El proyecto se iba comiendo todos los recursos recabados y por recabar. Pero él no lo lamentó. Como premio, en octubre de 1997, y después de casi tres años de desvelos, Benito consiguió destilar el primer centímetro cúbico de un compuesto que quedó registrado en la Oficina de Patentes con la retahíla nominal ES-C21-63189/1997. En Terre lo llamaban mocordo.
El mocordo se inyectaba en la madera y esta volvía a nacer. Restituía todas las propiedades de la fibra vegetal, neutralizaba el desmembramiento celular y retardaba su envejecimiento casi hasta paralizarlo. La madera revivía orgánicamente, tuviera los años que tuviera. Llevaban probándolo desde entonces en las muestras del patio y los resultados, mes tras mes, eran cada vez más asombrosos. Para la restauración de retablos y escultura antigua, el mocordo era inmejorable.
En el historial del laboratorio brillaba el momento estelar de la decantación final de la sustancia, su gran logro técnico, tras invertir en su consecución todo el dinero (poco) y todo el esfuerzo, el tiempo y la creatividad (mucho).
Pero Benito no hacía nada con su descubrimiento si no encontraba una compañía de producción digna de tal nombre que se hiciera cargo del mismo. Que lo fabricara, lo comercializara y lo promocionara, poniendo a funcionar una planta industrial de cierto rango, una red de distribución eficaz y unos mecanismos de comunicación decentes. Unos medios a los que Terre, apenas un precario comando de investigación, no tenía ningún acceso.
Preparó cincuenta centilítros de mocordo para muestras e hizo copias del libro de especificaciones químicas. En sus catorce gestiones ofreciendo la patente a catorce compañías de toda España, Benito cosechó catorce noes. Ni él ni su producto interesaron a nadie durante el año que invirtió en presentaciones. Entonces supo de Bristol Chem., de Bristol, grupo que se dedicaba a elaborar, colocar y publicitar productos para la conservación de materiales por media Europa. Les propuso alianza en diciembre de 1998.
A la semana escasa le dieron una respuesta. Que, al contrario que las otras, denotaba un interés claro por la compra y la aceptación de la comandita. Le pidieron una carta de exclusividad, de hecho, lo que indicaba un grado importante de compromiso. Renunció documentalmente a la búsqueda de nuevas entidades y se centró en esta. Le gustó mucho que mostrara su disposición, precisamente, la empresa más asentada de entre aquellas a las que había acudido.
La incorporación de Bristol era de una trascendencia definitiva. Porque las inversiones para aislar el específico y para colocarlo ya casi se habían comido todos los fondos. Porque ya no había otro remedio que ir con la bristolada, tras suscribir la exclusividad. Y porque el área operativa de la compañía inglesa abría las puertas a la internacionalización de su reconocimiento. El que Benito se había merecido a base de dar el callo. Concluir las negociaciones y llegar a un acuerdo firmado significaba satisfacciones a toneladas.
A partir de ahí, surgió el campo minado de las indefiniciones. Bristol no progresaba en las conversaciones. Los síes del principio se hicieron imprecisos, y la comunicación se gelatinizó como el caldo de un codillo. A Benito le daban largas, le cogían poco el teléfono, jamás le habían contestado a un mail, pasaban de todo, se comportaban con la informalidad que los españoles creemos que nos es privativa. Como si dudaran, como si no lo vieran claro, como si no lo quisieran, como si ocurriera algo sospechoso. Llevaban así diez meses.
La única solución pasaba por insistir telefónicamente a Bristol, y recordar a los supuestos interesados el supuesto interés que habían mostrado. A veces le contestaban las llamadas. Benito entonces, con su inglés del bachiller, lidiaba como podía para medio conversar más o menos dignamente con quien le cogiera.
Cuando eso sucedía, lo peor no era el idioma. Al químico Benito, vendedor de circunstancias, le paralizaba el pánico. Con él a cuestas, en llamadas temblorosas que se le hacían violentísimas, tenía que reiterarles a estos las bondades de su mocordo. Se topó de bruces con el hecho de que él, de relaciones comerciales —ni apenas humanas— ni tenía el talante ni daba el perfil. Chocó contra el hecho atroz de que le tocaba desarrollar una labor de aproximación, de convicción y de chalaneo en la que no tenía experiencia previa alguna, sudando de apuro, sin dar la talla, hecho un zote. No tenía más remedio que hacer una tarea de seducción que, literalmente, no sabía hacer. Porque le daba terror. Como con las mujeres.
El efecto era que las conversaciones, cuando se daban, resultaban cada vez más difusas, y con empleados cada vez menos autorizados. Benito se culpaba de ello, y hacía de tripas corazón para intentar hablar con Bristol regularmente, por seguir al quite. Su improbable objetivo era contactar con Ken Heemstra, director de la compañía, que era lo suyo. Sacarle un hello, decirle que entonces qué. Quedar con él, en última instancia, en ínsula o en península, daba lo mismo, con un intérprete afable que quebrara las barreras del idioma. Pero en sus asaltos telefónicos no conseguía infiltrarse más allá de las alambradas de los subalternos, que cada vez parecían más hartos de él.
Cada cuatro o cinco semanas, sin embargo, Bristol respiraba de nuevo. Anunciaban a Benito una inminente llamada de un monicaco próximo a Ken Heemstra, le echaban una flor a su mocordo, le emplazaban para una nueva conversación. Jalones en lontananza que hacían que el jefe de Terre recobrara la fe. Luego, a los pocos días, el diálogo se interrumpía nuevamente, las esperanzas se diluían en el aire y otra vez vuelta a empezar. Mientras Bristol no comprara, haber destilado el mocordo le valía a Benito lo mismo que haberse hecho un Cola-Cao. Los ingleses ni siquiera habían llegado a la fase de proponer una oferta. Ni en pesetas, ni en libras, ni en ECU, ni en denarios. Ni a eso se habían aproximado. Había que insistir en que se pronunciaran. Con lo que costaba.
Entre su apuro innato y que en Bristol sólo daban señales de vida de Pascuas a Ramos, Benito se reconcomía. Sus días consistían en ir viendo cómo su hallazgo químico se cifraba en el hallazgo de su incapacidad para saber dónde coño meterlo y qué cojones hacer con él. En el patio de Valdemoro, a todo esto, el mocordo exhibía sin espectadores sus potencias prácticas, en una hilera de maderas a las que sometían al sol, al agua, a los bichos más asesinos. Las piezas tratadas con soluciones convencionales estaban hechas unos zorros. Las protegidas con el gel de Terre lucían casi más lustrosas que cuando empezaron a atacarlas. Todo, para nada.
Mientras tanto, era muy doloroso ver cómo otras empresas, coetáneas a la suya y de dimensiones similares, salían adelante, germinaban, sacaban la cabeza, en una coyuntura de bonanza económica que se adivinaba propicia como nunca antes. El país entero transitaba por la más rutilante era de prosperidad de su historia contemporánea.
Terre, no. Con todos los huevos puestos en esta cesta, Terre languidecía inmersa en el sinsentido de vivir su peor momento industrial bajo el lucero flamante de su específico más meritorio, más funcional, más loable y más innovador. Tras cinco años de devaneos, científicos y/o comerciales, todo lo hecho se cifraba en una sola pauta: o se cerraba el trato con Bristol o se cerraba la empresa.
En Terre nadie cobró nunca grandes nóminas. Los dos mayores venían por apenas lo que un becario mal pagado, y ellos tan contentos. A Ignacio y a Benito les llegaba para