«Obtén los datos, formula el problema y resuélvelo».
Su relación con Dante sería la misma ese día que el anterior o, al menos, se esforzaría al máximo para que así fuera. Se negaba a que el bebé o el beso los separaran, cuando tantas otras cosas escapaban a su control; la primera de ellas, el rechazo de la FDA.
Muy decidida, deambuló por la casa buscando la cocina, con la esperanza de encontrar a Dante y tomarse un té. Vio su cabeza inclinada sobre algo.
Entró y rodeó la mesa de la cocina. Dante alzó la vista.
Su mirada se suavizó y sus ojos cobraron el color del chocolate derretido. Si miraba a otras mujeres así, no era de extrañar que hicieran cola para estar con él.
Una idea muy desagradable. ¿Miraba a otras mujeres así, con esa mezcla de preocupación y afecto? ¿Y a ella qué le importaba? Dante era su amigo y podía mirar a una mujer como le diera la gana.
Salvo a ella. A ella no podía mirarla así.
–Iba a preparar té –dijo él, como si nada hubiera cambiado.
Ella se dijo que así era. La había besado inducido por la idea equivocada de que había algo entre ellos. Ella se la había quitado de la cabeza, y ya estaba.
–Estupendo.
Tragó saliva para deshacer el nudo que notaba en la garganta y deseó que la tensión se pudiera eliminar tan fácilmente.
El té era una de las pasiones que ambos compartían. Cuando Dante iba a Dallas le llevaba un paquete de su marca de té verde preferida, que compraba en el aeropuerto, y se lo tomaban en el jardín de casa de ella, con vistas a un parque.
A ella le encantaba ese ritual, más por la conversación que por el té, aunque le bastaba con aspirar su aroma para que la boca se le hiciera agua.
Dante le indicó con la cabeza el recipiente del té a granel, que estaba en la encimera, cerca de su codo.
–Voy a hervir el agua. Llena tú en huevo del té.
La conocida rutina la tranquilizó. Tal vez fuera ella sola la que se sentía rara. Si se comportaba como si todo fuera bien, iría bien.
Una vez preparado el té, llevaron las tazas a la terraza que daba a la piscina. Dante se sentó en un sofá y dio unas palmadas en el cojín al lado del suyo para que ella lo imitara.
–Tienes una casa preciosa –comentó ella–. ¿Cómo he tardado tanto en venir a verla?
–Buena pregunta. ¿Cuál es la respuesta?
–Que siempre estoy muy ocupada. Últimamente ha habido muchos problemas en Fyra, y Cass y Alex tienen asuntos personales que resolver, lo que solo nos deja a Trinity y a mí para que las cosas funcionen.
Sin embargo, Dante siempre sacaba tiempo para ir a verla. Ella lo atribuía a su agenda viajera, ya que a él le resultaba mucho más fácil pasarse por Dallas que a ella ir a Los Ángeles.
En ese momento, en que estaba analizando cada detalle de su relación, le pareció que existía un desequilibrio.
–¿Por qué has venido ahora? –preguntó él, lo cual le dio a ella la oportunidad que esperaba.
–Me he hecho la primera prueba de embarazo esta mañana –dijo, por muy incómodo que le resultara. Con independencia de lo que le había contado antes, era un tema delicado del que tenían que seguir hablando–. Y luego me hice otras tres.
Él sonrió.
–Porque con cuatro tienes más posibilidades de que el resultado sea acertado.
–¡Cómo me conoces! –bromeó ella de forma automática, pero se arrepintió de haberlo hecho.
–¿Qué sentiste cuando viste que el resultado era positivo?
Había sentido muchas cosas. ¿Cómo describírselas a otra persona, a un hombre, para colmo?
–Temor, alegría, haber alcanzado un logro personal…
Había elegido al donante adecuado, ya que el procedimiento había funcionado a la primera. Por supuesto. Había llevado a cabo una amplia investigación sobre genética, aspectos legales y probabilidades, y el doctor Cardoza resultó ser la elección evidente.
Tomas tenía dos doctorados, antepasados españoles y una piel oscura que, con suerte, le garantizaría que su hijo no tendría que embadurnarse de protector solar como su madre irlandesa. Había accedido a ser el donante y a renunciar a sus derechos paternos.
A Harper le pareció que a Dante no le gustarían semejantes detalles.
–Esto no me gusta nada –ella dejó la taza y se volvió a mirarlo–. Me parece estar pisando huevos, que debo tener cuidado con lo que digo para que no iniciemos otra pelea.
Él ladeó la cabeza.
–¿Otra pelea? No nos estamos peleando.
–Antes sí, cuando te dije que estaba embarazada. Eso fue una pelea –él se había sentido muy decepcionado y se había enfadado con ella.
–Fue una conversación –la corrigió él y dejó la taza para agarrarla de la mano con fuerza y mirarla a los ojos–. Sobre algo de tu vida. Y no lo supe encajar. Me sorprendiste. Pero me importas, y quiero saberlo todo. No está bien que creas que no puedes contármelo todo.
Ella notó la calidez de su mano. Lo miró y, de repente, se transformó en el hombre que quería desde hacía diez años. Y la calidez le llegó al pecho, cuando él le sonrió. Era tan normal, y le supuso tal alivio, que estuvo a punto de llorar.
Sin embargo, ella había cambiado las cosas. Lo que más miedo le daba era haber dañado irrevocablemente la relación al quedarse embarazada. Dante y ella se contaban chistes sobre químicos y hablaban de la mecánica cuántica, no de pañales ni de lactancia.
–Pues empecemos de nuevo, Dante. Estoy embarazada.
Él enarcó las cejas, falsamente sorprendido.
–Es una noticia estupenda. Felicidades. Me muero de ganas de conocer a esa pequeña versión de ti que tienes nadando en tu interior.
Y, contra todo pronóstico, eso convirtió el embarazo en algo real.
Una vida se desarrollaba en su vientre. Un niño que sería suyo y solamente suyo y que sería una brillante adquisición para el mundo de la ciencia desde muy joven. Le ofrecería las mejores oportunidades educativas y lo sería todo para él, ya que sería su único progenitor.
Ahí comenzó a sentir pánico.
Era un bebé, un pequeño ser indefenso, incapaz de comunicar sus necesidades. Ella tendría que adivinarlas, sola. El pulso se le aceleró y le resonó en los oídos.
«Respira. Otra vez». Ella lo había querido así. El amor entre una madre y su hijo era absoluto. Estaba predeterminado. No había posibilidad de error, a diferencia del amor romántico, que todo lo volvía confuso con señales que el cerebro era incapaz de interpretar. Aquel niño satisfaría una necesidad de su vida que ningún hombre podría satisfacer. No volvería a estar sola ni anhelaría algo que no sabía cómo denominar.
Además, consolidaría su posición entre sus socias, que valoraban la maternidad. Al menos, Cass y Alex. Trinity iba a su aire, pero Harper y ella estaban de acuerdo en que el valor de un hombre de forma permanente en la vida de ambas era nulo.
Salvo el de Dante. Le apretó la mano y trago saliva.
–Tengo miedo.
–¿De qué? –desconcertado, le colocó un mechón de cabello tras la oreja–. Eres la mujer más capaz que conozco. No me cabe la menor duda de que