Hablar sola. En voz audible. Para escucharme, para entender, para ordenarme. ¿Si yo fuera Dominique, dónde las guardaría? ¡He tratado de no ser Dominique los últimos dieciséis años de mi vida! ¡No quiero pensar, sentir ni ser empática con ella; no quiero estar en esta casa ni ver sus cosas ni su ropa ni encontrar sus objetos! Esta casa no es la casa familiar, no es nuestra casa, ni casa de mi madre; es su casa, su espacio. Esta casa es ella, de la puerta de entrada al tinaco en la azotea. Esta casa es la memoria del olvido.
Focus, Valentina, focus. “Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar”. ¿Cuáles eran tus lugares, Dominique? Levanto la mirada hacia el librero (¡qué lámpara más horrenda esa de las uvas, habríamos de regalarla o de dársela al camión que compra usado!). Sigue ahí (acompañada de un llavero de un calendario azteca, una pluma, un pequeño desarmador para lentes y una foto en la que aparecíamos, Tesia y yo; ella era una bebé de brazos), mi antigua cajita de música obsequio de mi tía Martha, con su bailarina de ballet al interior. Funciona aún. La representación de treinta años en una sola repisa, y debajo de ella un cajón alargado con puerta y, por supuesto, cerradura. Una más.
¡A la mierda las cerraduras, a la mierda las llaves! Tomo el desarmador y boto la chapa como si me fuera la vida en ello. Adentro: polvo, papeles, bolsas y una caja. Encontrar. Entregar. Una caja que contiene muchas cajitas. Respiro aliviada. Las abro una a una. Ahí están: la pulsera de monedas de oro de la bisabuela, la cruz de bautizo de su madre, el juego de anillos y aretes de boda de sus padres, los aretes de perla y brillantes, el semanario de turquesas, el guardapelo de su abuela, el anillo de oro, el anillo de escarabajo egipcio, la cruz celta de rubíes, los camafeos londinenses y el jade del escudo familiar.
Encontrar. Entregar. ¡Qué objetos tan bellos, qué gran tesoro familiar para quien sepa valorarlos! Lástima que vayan a terminar en el Monte de Piedad a cambio de dos pesos. Su destino final no es mi problema. Mientras acomodo todo en su sitio:
—Madre, todo en orden, aparecieron… No pasa nada, ya tranquila. Aquí están. No en su lugar, pero sí, al parecer en el lugar que ella decidió. Mañana podremos entregarlos, como lo prometiste.
Cortar. Partir. Sí, al otro día les daremos sus preciadísimos objetos. En ellos se resume su historia familiar. Su genealogía. Sus vínculos. Sus valores. No así, los nuestros. Esos, apenas comenzarán a narrarse.
Partir. Otra vez. Partir.
Buscar. Encontrar. Entregar. Cortar. Partir. Un proceso: Somos procesos. No quiero este proceso. Sí quiero este proceso. Buscar. Encontrar. Entregar. Cortar. Partir.
III. MIRADAS
Dominique fue la primera persona que vi al nacer.
Aun cuando los bebés no fijan la mirada hasta los dieciséis días, cuentan que yo nací con los ojos abiertos, listos para observar desde el primer instante. Entre nosotras, dicen, existió una conexión inmediata. Nos presentamos. Nos reconocimos. Un cruce de miradas hipnótico nos marcaría. Inicial. Penetrante. Profundo.
Ella perfeccionó la mirada con los años. Bastaba encontrarme con sus ojos gesticulantes para saber lo que ocurría y lo que ocurriría. Una mirada suya no bastaba para sanar mi alma; muy por el contrario, una mirada suya era mi destino manifiesto. Aprendí a identificarlas, a calcular su estado de ánimo, una emoción, una consecuencia.
Una mirada suya: ¿avecinaba aprobación o conflicto?, ¿conmigo o con los otros?
Una mirada suya. Una mirada nuestra. Un código en común.
Sí. Aun sin mirarla no dejé de mirarla.
De tanto mirarnos aprendimos a observarnos. Un día bajé la mirada y me marché; otro, la levanté y, frente a frente, en absoluto silencio, las palabras fundidas en lágrimas se entrecruzaron hasta fundirse en una mirada otra, tan otra que dejamos ya no sólo de observarnos, sino de vernos.
MIRADA: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.
Dominique fue la primera persona que vi al nacer y nuestro vínculo se prolongó por cuarenta años.
Ella, cuando yo la conocí, vivía con su madre, Trinidad, en un cuarto de una recámara en una vecindad de la colonia Del Valle que parecía casa de muñecas. Nosotras, mi madre y yo, vivíamos en una casa en la colonia Condesa. Ellas, apenas y cabían. A nosotras, nos sobraba espacio. Ni ellas ni nosotras teníamos familia, teníamos parientes, unos más lejanos que otros. Y en el empeño de reconocerse en medio de soledades acompañadas Dominique y Dominga fueron hilvanando una historia en conjunto.
Corrían los años setenta en la Ciudad de México, antes Distrito Federal. Era aquella la época del cambio, de las libertades. El deseo de modernización y el ahora vapuleado concepto de transformación, se hacían presentes. ¿Dejar atrás lo clásico? ¿Lo tradicional? Eran quizá, la posibilidad de escape. Una de otra. Una rebeldía, otra indefinible pero nutrida de ¿esperanza? Fuera cual fuera, ahí estaban Dominga y Dominique. Modernidad versus Moderación. Sensibilidad versus Razón. Opuestos complementarios.
Se encontraron. Dominga y Dominique causalidad o destino, se encontraron.
Se conocieron en un restaurante del centro de la ciudad porque coincidían en él a la hora de la comida. Dominga comía sola los cinco días de la semana, y no parecía que tuviera gran empacho en hacerlo. Su mundo era así en la cotidianidad: solitario. Su vida la construía día a día en función de sus propias necesidades, autosuficiente y sin entregar cuentas a nadie. Tampoco las pedía. Por el contrario, Dominique comía en grupo con sus amigas, y era la envidia de todas en la mesa porque su madre, Trinidad, le preparaba unas hamburguesas fabulosas que le calentaban en el restaurante y acababa repartiendo entre las compañeras, al tiempo que compartían el resto de las viandas. Dominique a dos mesas de la soledad. Dominga a dos mesas de la compañía. Dominique se acercó una tarde y la invitó a integrarse. Ella aceptó.
Dominga se integró rápida y fácilmente al grupo. Ella, de común se adapta. Socializa sin mayores dificultades y navega al ritmo del grupo. Diría que si ella jugara póker, como ve da. No se la complicaba ni se la complica, e incluso puede pasar de largo por la vida sin darse cuenta ni dar cuenta de frases, situaciones o circunstancias que para otras personas no pasarían desapercibidas. Aquella vez, no fue la excepción y a partir de aquella invitación cada día hábil se reunían en grupo a comer, se despedían y cada una seguía con su rutina.
La rutina, la vida cotidiana, los encuentros de comida y más tarde de café o cine, fueron estrechándose a tal punto de empezar a intercambiar historias personales. Dominique era la asistente de la dirección general de Tiendas Woolworth México y Dominga la responsable de administración en una filial de baños y cocinas de Ideal Standard. Entre cifras, citas, diseños y películas de la época encontraban formas de relación; sin embargo, fue a partir de sus carencias que solidificaron sus vínculos.
Ambas tenían una hermana y un hermano, con la salvedad de que, mientras Dominga era la hija sándwich, Dominique era la menor. La primera, a pesar de contar con sus dos padres no los frecuentaba; la segunda había perdido a su padre desde la adolescencia y sus hermanos la habían dejado a cargo de la madre. Ella, no con poca furia, lo había asumido. Eso le tocaba. Era la menor, la soltera, la que podía y tenía que vivir con su madre y mantenerla. Tal dupla, compleja en su constitución, no aceptaba un tercero.