Bethany empezaba a sentir una especie de calorcito por dentro cada vez que el hombre sonreía, mostrando unos dientes perfectos. La diferencia de altura hacía que sus ojos estuvieran a la altura de la boca de Nicholas. Una boca muy deseable… Aquello tenía que terminar de una vez, pensaba Bethany irritada. Nicholas estaba comprometido y ella tenía la evidencia en sus propias manos.
–No la he metido en la lavadora porque es muy delicada –dijo, señalando la blusa–. Me imagino que su novia querrá llevarla a la lavandería.
–No se preocupe por eso –replicó Nicholas, con expresión sombría–. A Lana no le gustaba la vida en el campo y se ha vuelto a Melbourne. No creo que vuelva.
–Ah… lo siento –susurró Bethany, volviendo a colocar la blusa en la cesta. Había dicho que lo sentía, pero no era cierto. Le alegraba que aquella misteriosa Lana hubiera decidido no volver.
–Son cosas que pasan –dijo él, intentando quitarle importancia.
–Claro –asintió Bethany. A él le importaba más de lo que quería admitir, de eso estaba segura. Pero no era asunto suyo en absoluto. Había ido allí para conseguir una entrevista, no para involucrarse en su vida privada.
–Yo terminará de hacer la colada –dijo él, después de observarla en silencio durante un rato–. Ya ha hecho más que suficiente. No sé cómo puedo pagárselo.
–Será suficiente con la entrevista –dijo ella por fin, sabiendo que aquél era el momento de contarle la verdad. Pero no se atrevía a hacerlo. Si él accedía a hablar sobre la casa de muñecas, tendría que ser por propia voluntad, no para devolverle un favor.
–¿Siempre es tan servicial con la gente a la que entrevista? –preguntó Nicholas–. Si lo hubiera sabido, le hubiera pedido que viniera antes y me arreglara toda la casa –sonrió, burlón.
–No, gracias. Tardaría años –contestó ella, recordando el estado en el que se había encontrado su dormitorio.
–Vamos, no es para tanto –rió él–. Bueno, quizá sí, pero tengo que trabajar, además de cuidar de Maree. Usted, como editora de una revista de niños, sabrá mejor que nadie lo exigentes que son los críos.
–Mi revista se llama La Casita Del Niño, pero no es una revista sobre niños, señor Frakes.
–¿No?
–No –contestó ella. Tendría que decirle la verdad en algún momento y aquel era tan bueno como cualquier otro–. La Casita Del Niño es una revista especializada en miniaturas y… casas de muñecas antiguas.
–¿Casas de muñecas? –preguntó él después de unos segundos. Su expresión se había nublado y Bethany se daba cuenta de que el hombre estaba apretando los puños.
–Antiguamente se llamaban «casitas de los niños» y los carpinteros las usaban para mostrar sus trabajos, mucho antes de que se convirtieran en un juguete.
–Entonces, el artículo no es sobre Maree ni sobre la historia de mi familia, ¿es eso lo que quiere decir?
–En cierto modo, sí es sobre su familia. Quiero escribir un artículo sobre la casa de muñecas de la familia Frakes.
–Si sabe que existe la casa de muñecas de mi familia, también debe saber que no estoy interesado en mostrarla al público. Así que su plan para entrar en mi casa haciéndose pasar por lo que no es, no le ha valido para nada –dijo él, irritado.
–Un momento, señor Frakes. Yo le escribí una carta pidiendo una entrevista, pero no mentí en absoluto. Ha sido usted el que ha creído que yo era otra persona.
–De acuerdo. Pues ahora que está aquí, permítame que le diga que no tengo ningún interés en hablar sobre esa casa.
–Podría escribir el artículo sin mencionar su nombre –insistió ella.
–¿Y cómo la llamaría? ¿La casa de muñecas de la familia X?
No podía hacer eso y los dos lo sabían. De modo, que la única salida era retirarse graciosamente. Pero le hubiera gustado poder discutir con él, explicarle lo que quería hacer. No entendía por qué estaba dispuesto a hablar con un periodista sobre su sobrina, pero no sobre una antigüedad que pertenecía a su familia desde varias generaciones atrás.
Y tampoco entendía por qué a ella le importaba tanto. No sólo el artículo, sin el cual su revista tenía pocas posibilidades de sobrevivir, sino la opinión de aquel hombre sobre ella. Le gustaba su forma de mirarla, incluso el entusiasmo que había demostrado por una simple tortilla. Y le gustaba verlo con Maree en sus brazos, pero todo aquello tenía que terminar.
–Gracias por recibirme –dijo por fin–. Y no se moleste en acompañarme –añadió, tomando su bolso. Aquella vez, él no intentó detenerla y Bethany se alegró de encontrar rápidamente la puerta de salida. Cuando estaba acercándose a su coche, aparcado bajo la sombra de un árbol, oyó que la niña empezaba a llorar de nuevo y, aunque su corazón le decía que parase, se obligó a sí misma a seguir caminando.
–Mujeres. No se puede confiar en ellas –decía Nicholas irritado, dándole una patada a un armario–. Seguramente ha creído que después de hacer la colada yo le diría que sí a todo. Pero la hemos tratado como se merecía, ¿verdad, Maree? –preguntó a la niña, que jugaba tranquilamente en su silla. Al oír su nombre, Maree levantó la cabeza, pero al ver la furiosa expresión de su tío empezó a llorar–. Ven aquí, preciosa –dijo, tomándola en brazos–. No estoy enfadado contigo, estoy enfadado con Bethany.
Al oír su nombre, los ojos llenos de lágrimas de la niña se secaron como por arte de magia.
–Ah, ah….
–¿Bethany? ¿Qué quieres decirme, que te gusta Bethany? –preguntó. Cada vez que decía el nombre, la niña balbuceaba alegremente–. Créeme, estamos mejor sin ella. Sólo porque sea muy atractiva… –empezó a decir. Pero se interrumpió a sí mismo, sorprendido. Desde luego, tenía que reconocer que era muy atractiva. No recordaba haber visto antes un cabello tan dorado, como si siempre le estuviera dando la luz del sol. Y también tenía unos ojos bonitos, como el cielo en una tarde de verano. Su voz era inusual, pensaba. Musical, con un registro muy bajo. Y él era un experto en sonidos–. Esa mujer es una manipuladora. Sólo ha sido amable contigo para conseguir la entrevista. Seguro que ni siquiera le gustan los niños –añadió. Pero sabía que no era cierto. Sólo tenía que comparar el comportamiento de Lana con el de ella. Lana cuidaba de la niña a regañadientes y ni siquiera se molestaba en disimularlo. Sin embargo, Bethany no había mostrado ninguna aversión, todo lo contrario. ¿Por qué no le había dicho lo que quería desde el principio?, se preguntaba. Pero sabía bien la respuesta. Si le hubiera dicho en el fax que quería un artículo sobre la casa de muñecas, él ni siquiera se habría molestado en contestar. No quería explicarle cuál era la razón por la que no quería hablar sobre ese asunto, pero tampoco tenía derecho a tratar a Bethany como lo había hecho–. Tienes razón, Maree –le dijo a la niña–. Lo que tenemos que hacer es llamarla para pedirle perdón. Es lo menos que podemos hacer antes de que se marche –añadió. En ese momento, la niña empezó a tirarle del pelo–. De acuerdo, de acuerdo, soy yo el que tiene que pedirle perdón.
Bethany estaba buscando las llaves de su coche cuando oyó las pisadas en el suelo de gravilla. Nicholas se dirigía hacia ella con la niña en brazos y la cara de Maree se iluminó al verla.
–¿Quiere seguir insultándome? –preguntó, desafiante.
–No –contestó el hombre, después de aclararse la garganta–. Sólo quería pedirle disculpas por haberme portado como un idiota.
Aquello era tan inesperado que Bethany se quedó sin palabras por un momento.
–En realidad, usted tiene parte de razón –dijo ella–. Debería haberle dicho qué clase de artículo pensaba escribir.
–Sí, pero eso no justifica mi comportamiento.