–Pero antes, dame tu brazo –pidió Kitty mientras lo tomaba de la mano–. No te va a hacer daño –le aseguró mientras colocaba un trozo de papel en la parte superior de su hombro.
–¿Es un tatuaje temporal? –preguntó Oz resignado.
–Así es. Vas a quedar estupendo.
–Creo que no me ponía un tatuaje falso desde el instituto. Cuando Jack y yo nos los pegábamos para parecer mayores y poder comprar cerveza.
Kitty movió la cabeza con incredulidad.
–Las chicas se ponen maquillaje para parecer mayores y los chicos tatuajes. ¿Pudisteis comprar cerveza?
–¡Qué va! Tenía dieciséis años, pero aparentaba doce, a pesar del tatuaje –le dijo Oz–. Creo que era el mayor empollón del instituto.
–Ya está –dijo Kitty mientras retiraba con cuidado el papel y contemplaba el fruto de su esfuerzo.
En medio de sus bíceps había una espada con una serpiente enroscada a su alrededor. Dos símbolos muy fálicos. Estaba claro que Jack y Kitty no intentaban ser sutiles.
–Bueno, ya no pareces un empollón. Ni tampoco aparentas doce años –le dijo ella con una sonrisa–. ¿Cuánto mides? ¿Uno noventa?
–Algo más con estas botas.
–Vas a estar genial encima de la moto.
Oz la miró extrañado.
–¿Qué moto?
–Ven conmigo afuera –le dijo Jack sonriendo.
No podía creérselo, pero cuando los siguió afuera y bajó las escaleras de su casa vio lo que había aparcado al lado de la acera. Era una motocicleta Harley Davidson, brillando con intensidad a la luz de las farolas, decorada con colores encendidos y metálicos detalles.
Le parecía increíble que hubieran llegado tan lejos.
Durante unos segundos, se quedó parado contemplando la moto. Se imaginó conduciéndola, haciendo que su motor rugiera y consiguiendo hacer un caballito.
Pero volvió a la realidad muy pronto. Era un médico serio y respetado y un profesor de universidad muy prestigioso.
–No voy a ir en una Harley –les dijo.
Kitty se adelantó y comenzó a acariciar el manillar cromado de la moto.
–Es preciosa, ¿verdad? Mi hermano Nick nos la ha prestado durante el fin de semana. Es su mayor orgullo. La quiere como a una hija. Y es muy rápida.
Oz se dio entonces cuenta de lo que había estado pasando. A pesar de ser un hombre inteligente, había sido bastante lento esa vez.
Todo parecía preparado. La camiseta, las botas, el tatuaje, los pantalones de cuero. Y ahora la moto. No era algo que cualquiera pudiera juntar en cinco minutos.
–Llevas mucho tiempo planeando todo esto, ¿verdad? –le preguntó a Jack.
Su amigo, sabiéndose descubierto, levantó las manos en señal de rendición.
–Es por tu bien, Oz. Necesitas tener a una mujer en tu vida. ¿Es que crees que no he notado que no has salido con nadie desde hace casi un año?
–Mi hermana de diecinueve años ha estado viviendo conmigo –protestó Oz–. No es como si tuviera el piso para mí solo. Y no he tenido tiempo para salir con nadie desde que ella se fue. Tengo más clases en la universidad, además del tiempo que mis pacientes necesitan.
Kitty acarició su brazo con amabilidad.
–Creo que eso es parte del problema, Oz. Trabajas todo el tiempo, casi nunca descansas. Nos preocupas.
Él también se había dado cuenta de que trabajaba demasiado. Lo sabía mejor que nadie.
Creía que se trataba de una estrategia de desplazamiento. Notaba que una parte de su vida estaba vacía y la llenaba centrándose en otra área, el trabajo y su carrera profesional. Las relaciones personales no existían y sólo le satisfacía su trabajo, donde tenía éxito de verdad.
Sabía lo que estaba haciendo y por qué.
Pero eso no parecía ser suficiente para cambiar la situación y evitar que ocurriese.
–Venga, hombre. Te garantizo que si vas a la subasta subido en esta maravilla, tendrás en tu bolsillo los teléfonos de cinco chicas antes de bajarte de ella. Y una de esas mujeres pagará dinero para tener la oportunidad de salir contigo. Dinero que, como recordarás, va a una buena causa –le dijo–. Queremos que te diviertas. Que encuentres una chica que te guste y salgas con ella unas cuantas veces. Puede que incluso tengas suerte y acabéis en la cama –añadió con un susurro.
Oz miró a sus amigos y a sus caras de preocupación. Después volvió a mirar la Harley. Esa moto era un icono de la libertad.
No era la solución a sus problemas. Eso lo tenía claro. Pero le daría la oportunidad de olvidarse de ellos durante unas horas.
Atravesó el césped y se sentó en la moto. El cuero se ajustó inmediatamente a la forma de su cuerpo. Su mano se adaptó al acelerador como si no hubiera hecho otra cosa en su vida.
–Hace ocho años que no me subo a una motocicleta –les dijo.
–Dicen que es como montar en bicicleta –repuso Jack–. Aunque bastante más rápida.
Kitty le entregó las llaves.
La Harley se encendió y vibró entre sus piernas, volviendo a la vida. Tocó el acelerador y todo el mundo se movió a su alrededor. Se despidió de sus amigos con un ademán.
Sabía que Jack tenía razón al menos en una cosa. Iba a acabar la noche con una mujer de un modo u otro, por algo se trataba de una subasta de solteros.
Se preguntó qué tipo de mujer sería.
La sala estaba repleta.
Marianne volvió como pudo a la barra, dejó encima la bandeja con los vasos vacíos y se limpió la frente con el brazo. Sólo llevaba vaqueros, sandalias y una camiseta de algodón sin mangas, pero hacía muchísimo calor esa noche en el bar de Warren. Parecía que en Maine la gente no usaba el aire acondicionado en el mes de octubre.
Pero lo cierto era que se lo estaba pasando bien.
Ya habían subastado una docena de solteros. Por lo que había oído, entre ellos había un abogado, un pescador de langostas, un vendedor, un mecánico, un profesor y un electricista.
Cada uno de ellos había salido a escena al ritmo de la música. Caminaban hasta el centro del escenario y se detenían allí para que las mujeres pudieran observarlos con detalle. La directora del centro juvenil, una mujer de unos cincuenta años, anunciaba el nombre, profesión y lugar de nacimiento del candidato.
Un par de ellos habían sido bastante monos. Pero la mayoría eran normales. No se trataba de una subasta de gente famosa, sino de gente de la ciudad que quería participar en el evento benéfico para echar una mano. El aspecto del soltero no importaba demasiado, al menos no tanto como el recaudar dinero para la causa.
Cada vez que salía uno nuevo, las mujeres presentes en la sala lo recibían con gritos, aullidos y aplausos. También se oían muchas risas.
No era un evento decoroso ni muy correcto. Nadie parecía preocupado por mantener las apariencias.
Nadie se lo tomaba demasiado en serio. Y los solteros menos que nadie. Pero por debajo del buen humor y la diversión había una corriente de calor que estaba cargando el ambiente del bar.
Más de una vez, al recoger un vaso o limpiar una mesa, había encontrado algo especial en la mirada de alguna mujer. No era entusiasmo por la apuesta, era más que eso, era simple y puro deseo.