Pero cuando alzó la vista, solo sonrió a Benson.
Hasta el último momento Jared había pensado que tendría que llevar al altar a Alicia; una obligación que habría cumplido puntillosamente y con verdadera aversión. Pero en el momento en que su padre y él habían abandonado la casa camino al invernadero, su padre le había dicho:
—Alicia va a pedirle a Devon que la acompañe al altar. Así que tú te has librado.
Jared se sintió molesto por haber demostrado tan abiertamente que no quería hacerlo y había dicho:
—La he conocido, a la hija, quiero decir. No es lo que yo esperaba. Es alta y desaliñada y tiene una lengua como una sierra.
—¿De verdad? Alicia me ha mostrado una foto. Pensé que era muy guapa.
—Un buen fotógrafo puede transformar un cactus en una rosa.
Benson dijo abruptamente:
—¿Tienes el anillo?
—Sí, papá. Ya me lo has preguntado dos veces.
—Ahí está Martin, saludándonos. Es hora de que nos pongamos en nuestro sitio.
Martin era el mayordomo. Su señal significaba que Alicia estaba lista. Jared miró su reloj. Eran las seis y siete minutos. Devon Fraser era muy puntual para ser una mujer.
Jared siguió a su padre por debajo de la sombra del toldo, asintió al sacerdote y evitó mirar a los invitados. Lise estaría en algún sitio en medio de la gente. Se las había ingeniado para pedirle una invitación, y él había cometido el error de enviársela. Tendría que decidir qué hacer con Lise, pensó Jared, y se estremeció al oír el órgano portátil que tocaba su tía Bessie. Si algún día fuera tan tonto como para casarse, lo haría en su yate. La tía Bessie sufría de mareos en los barcos, y no pisaría nada que se le pareciera.
Por el rabillo del ojo vio a su padre sonreír a su futura esposa. Él iba a ser su quinto marido. Jared sintió rabia. Le había aconsejado instintivamente que no se casara, y luego había intentado comprar a Alicia. Pero no había funcionado ninguna de las dos cosas. Aunque le había ofrecido a Alicia una buena suma.
Ella podía conseguir más por un divorcio. Él estaba seguro que aquel habría sido su razonamiento.
No sonreiría a Alicia ni loco. Al menos el sacerdote había insistido en que el fotógrafo se mantuviera a cierta distancia durante la ceremonia. Así que, si él, Jared, no tenía ganas de sonreír, no tenía por qué hacerlo.
Devon Fraser había dicho que él estaba malhumorado porque no se había salido con la suya. Realmente la mujer había sabido cómo irritarlo.
Otro acorde del órgano de la tía Bessie le destempló los nervios. Seguramente Alicia y su hija estaban casi en el altar. Inquieto, Jared se dio la vuelta para ver dónde estaban.
Una mujer alta vestida de turquesa estaba caminando hacia él, mirando directamente hacia él, con la cabeza alta. Su belleza le dio en el pecho como si se tratase de un golpe.
Llevaba el pelo recogido, brillándole como el trigo maduro, dejando al descubierto la línea delgada de su cuello. Sus hombros emergían del vestido formando elegantes curvas. Y sus pechos grandes lo dejaron sin respiración. Eran pechos maduros, voluptuosos, bajo el brillo de la seda, tan pálida como el color de las orquídeas que llevaba en la mano. En su cuello, una piedra azul brillaba como el fuego.
Sus caderas se balanceaban graciosamente bajo el brillo de la seda, sus piernas parecían interminables.
Pero fueron sus ojos los que lo embrujaron. Esos ojos grandes que había encontrado cuando le había quitado las gafas de sol en la escalinata de entrada a la casa. Él se había imaginado que se encontraría con unos ojos marrones, o grises claros. Pero no ese azul brillante como el de un mar tropical. Unos ojos en los que podía ahogarse.
Involuntariamente se sintió excitado, y supo, en cada una de las fibras de su ser, que no pararía hasta que tuviera a Devon Fraser en su cama. Hasta que la hiciera suya de la forma más primitiva posible.
¿Era aquella la mujer cuyo envoltorio él había despreciado? ¿La que había etiquetado como desaliñada? ¿Estaba loco?
De pronto, con el poco cerebro que le quedaba en funcionamiento, se dio cuenta de que Devon se había dado cuenta del efecto que había producido en él, y de que se había sentido complacida.
Tenía una boca para besarla. Una boca deliciosamente seductora.
«¡Maldita seas, Devon Fraser!», pensó Jared. Había logrado engañarlo con aquel traje arrugado y esa blusa de cuello cerrado.
Pero no iba a hacerlo nuevamente. Le daría una lección. No sabía cuál, pero ya se le ocurriría algo.
No le gustaba sentirse afectado por una mujer de aquel modo, que lo hiciera mirar como un tonto. Antes de que terminase la boda desearía no haberlo hecho.
Notó que el sacerdote carraspeaba y que ellos cuatro estaban alineados frente a los invitados.
«Presta atención, Jared», se dijo. «Olvídate de Devon Fraser, al menos en los próximos minutos». Era el padrino de boda.
Y el padrino ganaría. Devon Fraser había ganado el primer ataque. Pero no ganaría el segundo, se dijo.
Escuchó las palabras sonoras del servicio religioso de matrimonio. El perfil de Devon estaba hacia él. Tenía nariz recta y una barbilla decidida. El pelo le brillaba como el oro. Él habría querido soltárselo. Deseaba entrelazar sus dedos en aquellos hilos dorados, y desde sus puntas deslizarlos hasta acariciar sus pechos. Deseaba tumbarla encima de sábanas de satén y ponerse encima de ella hasta… ¡Otra vez estaba pensando en ella! ¿Qué diablos le pasaba? Devon era una mujer. Una más, simplemente.
Y estaría deseosa. Todas estaban deseosas.
Ese era el problema.
Él era un hombre muy rico. Tenía mucho poder. Y además sabía que su físico y su cuerpo atraía a las mujeres. Encima era soltero. Lo que lo convertía en un desafío para cualquier mujer que tuviera entre dieciocho y cuarenta y cinco años.
Habría sido curioso y excepcional que lo vieran simplemente como un hombre. En lugar de una figura envuelta en miles de dólares, pensó cínicamente.
El problema era que él estaba cansado de esos juegos. Conocía todos los movimientos desde el principio hasta el fin. La primera cita, las preguntas tramposas, la cena íntima, durante la cual él dejaba claro cuáles eran los límites de la relación. Pero pocas escuchaban, y si lo hacían lo tomaban como otro desafío, para conseguir lo que otras mujeres no habían sido capaces de lograr. Entonces se daba el primer beso, los regalos que le pedía a su secretaria que enviase, las flores. Hacían el amor, ellas se sentían aparentemente heridas cuando les decía que no se quedaría a dormir; no lo hacía nunca. Las inevitables expectativas de compromiso. La rabia o el llanto, según la mujer de que se tratase, cuando él les aclaraba que no compartía esas expectativas, que no quería comprometerse. Que no se había comprometido nunca, ni lo haría. Y luego, por último, la ruptura.
Los últimos años había jugado a aquel juego cada vez menos. Lise era un ejemplo. Era lo suficientemente sincero consigo mismo como para darse cuenta de que estaba usando a Lise para protegerse. Si su círculo social suponía que él tenía una relación con ella, las demás mujeres se mantendrían a distancia, lo mismo que las revistas de chismorreos. Pocos se imaginarían que no se acostaba con Lise. Ella no lo diría. Lise lo estaba usando igual que él a ella. Para que la vieran como a la amante de Jared Holt, algo que alimentaba su ego, y beneficiaba a su profesión.
En cuanto a sus necesidades sexuales, él las había relegado a un segundo lugar durante meses, concentrándose en su imperio de negocios y enrolándose en tenaces actividades atléticas en distintos lugares salvajes del mundo.
En los últimos minutos, Devon Fraser había borrado todo aquello. Desde