Sociología cultural. Jeffrey C. Alexander. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jeffrey C. Alexander
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9786078517732
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puede ofrecer un programa fuerte semejante en el que el poder de la cultura, consistente en conformar la vida social, se proclame con toda su fuerza. Por el contrario, la “sociología de la cultura” ofrece un “programa débil” en el que la cultura es una variable tenue y ambivalente, su influencia se califica normalmente bajo una forma codificada por juegos de lenguaje abstrusos.

      El compromiso con una “sociología cultural” y la idea de autonomía cultural es la única cualidad verdaderamente importante de un programa fuerte. Existen, sin embargo, otros dos rasgos que le definen. La especificidad de un programa fuerte radica en la capacidad de reconstruir hermenéuticamente textos sociales de una forma rica y persuasiva. Aquí se necesita una geertziana “descripción densa” de los códigos, narrativas y símbolos que constituyen redes de significado, y no tanto una “descripción ligera” que reduce el análisis cultural al bosquejo de descripciones abstractas tales como valores, normas, ideología o fetichismo y yerra al llenar estos recipientes vacíos con el jugoso vino de la significación. Metodológicamente esto exige poner entre paréntesis las omniabarcantes relaciones sociales mientras fijamos la atención en la reconstrucción del texto social, en la mapificación de las estructuras culturales (Rambo y Chan, 1990) que informan la vida social. Solo después de completar este paso podríamos intentar desvelar el modo en que la cultura interactúa con otras fuerzas sociales, poder y razón instrumental entre ellas, en el mundo social concreto (Kane, 1992).

      Esto nos traslada a la tercera característica de un programa fuerte. Lejos de mantener la ambigüedad o reserva respecto al modo específico en que la cultura establece una diferencia, lejos de hablar en términos de lógicas sistemáticas abstractas como procesos causales (a la manera de Lévi-Strauss), afirmamos que un programa fuerte intenta anclar la causalidad en los actores y agencias próximos, especificando detalladamente el modo en que la cultura interfiere con lo que realmente ocurre. Por el contrario, como E. P. Thompson (1978) puso de manifiesto, los programas débiles vacilan y tartamudean sobre el asunto. Tienden a desarrollar defensas terminológicas elaboradas y abstractas que suministran la ilusión de un mecanismo concreto específico como también la de haber encontrado solución a los dilemas irresolubles de la libertad y la determinación. Tal y como se dice en el mundo de los grandes negocios, la cualidad se encuentra en el detalle, y mantenemos que solo resolviendo los asuntos de detalle es como el análisis cultural puede parecer plausible a los intrusos realistas, escépticos y empiristas que hablan de continuo del poder de las fuerzas estructurales de la sociedad.

      La idea de un programa fuerte lleva consigo las indicaciones de una agenda. En lo que sigue hablaremos de esta. Con la mirada puesta, primeramente, en la historia de la teoría social, mostramos cómo esta agenda no acabó de brotar sino hasta los años sesenta. En segundo lugar, exploramos tres tradiciones populares contemporáneas en el análisis de la cultura. Defendemos que, a pesar de las apariencias, cada una de ellas se compromete con un “programa débil”, errando a la hora de encontrar, de un modo u otro, una definición de los criterios de un programa fuerte. Concluimos apuntando a una tradición emergente en la sociología cultural, ampliamente arraigada en América, que, así lo pensamos, aporta las bases para lo que puede ser un programa fuerte continuado.

      La cultura en la primera tentativa de la sociología: de los clásicos a los años sesenta

      A lo largo de buena parte de su historia, la sociología, como teoría y método, ha padecido de insensibilidad en cuanto al significado. Los eruditos con poca sensibilidad musical han representado la acción humana como groseramente instrumental, construida sin referencia alguna a evaluaciones internalizadas del bien y del mal, y sin referencias a las narrativas omniabarcantes que aportan referencias morales como también teleologías cronológicas. Atendiendo a las crisis continuas de la modernidad, los fundadores de la disciplina creyeron que la modernidad vaciaba el mundo de significado. Capitalismo, industrialización, secularización, racionalización, anomia y egoísmo; estos procesos nucleares contribuyeron a crear individuos desorientados y tiranizados, a destruir las posibilidades de un telos significativo, a eliminar el poder estructurante de lo sagrado y lo profano.

      En este periodo solo ocasionalmente asomó una tenue luz de un programa fuerte. La sociología religiosa de Weber mostró que la cuestión de la salvación era una necesidad cultural universal cuyas diferentes soluciones han dado lugar forzosamente a dinámicas organizacionales y motivacionales en las civilizaciones del mundo. Las formas elementales de la vida religiosa de Durkheim también promovió la idea de que la vida social tiene un componente espiritual ineluctable. Impregnados de la sintomática ambivalencia causal de un programa débil, los escritos del joven Marx sobre el ser de la especie humana señalaron con ímpetu la manera en que las fuerzas no materiales unieron a los humanos en proyectos y destinos comunes. Esta primera sugerencia de que la alienación no es solo el reflejo de las relaciones materiales presagió el capítulo crítico de El capital, “El fetichismo de los productos básicos y su secreto”, que en la actualidad ha servido a menudo como un puente inestable del marxismo estructural al cultural.

      Las sacudidas revolucionarias comunistas y fascistas que marcaron la primera mitad del siglo XX provocaron el enorme temor de que la modernidad minara la posibilidad de textos saturados de significado. Los pensadores comunistas y fascistas intentaron reconducir lo que veían como códigos estériles de la sociedad civil burguesa bajo formas nuevas y resacralizadas que podrían acomodar la tecnología y la razón dentro de amplias y envolventes esferas de significado (Smith). En el sosiego que imperó en el periodo de la posguerra, Talcott Parsons y sus colegas, por el contrario, comenzaron a pensar que la modernidad, por sí misma, no tendría que entenderse de una forma corrosiva. Partiendo de una premisa analítica más que escatológica, Parsons teorizó que los “valores” tenían un protagonismo central en las acciones e instituciones siempre que una sociedad fuera capaz de funcionar como un todo coherente. El resultado fue una teoría que parecía a muchos de los contemporáneos modernos de Parsons exhibir un sesgo idealizante culturalista (Lockwood, 1992). Nosotros sugerimos una lectura opuesta. Desde un punto de vista de un programa fuerte, Parsons debería leerse actualmente como portador de insuficiencias en lo cultural, como carente de musicalidad. En ausencia de un momento musical, donde el texto social se reconstruye en su forma más pura, el trabajo de Parsons carece de una dimensión hermenéutica poderosa. Mientras Parsons sostenía que los valores eran importantes, no explicaba la naturaleza de los valores mismos. En lugar de comprometerse con el imaginario social, con los febriles códigos y narrativas que constituyen un texto social, él y sus colaboradores funcionalistas observaban la acción desde el exterior e inducían la existencia de los valores orientativos empleando marcos categoriales supuestamente generados por la necesidad funcional. Sin un contrapeso de descripción densa, nos confrontamos a una posición en la que la cultura tiene autonomía solo en un sentido abstracto y analítico. Cuando viramos hacia el mundo empírico, encontramos que la lógica funcionalista liga la forma cultural con la función social y las dinámicas institucionales de modo que es difícil imaginar dónde podría ocupar un emplazamiento concreto la autonomía de la cultura. El resultado fue una ingeniosa teoría de sistemas que permaneció hermenéuticamente débil, muy distante de la autonomía a la cual ofrecer un programa fuerte. Estas teorías reprodujeron la insuficiencia del proyecto funcionalista. El mundo de los años sesenta se caracterizó por el conflicto y la confusión. Cuando la guerra fría fue intensificándose, la teoría macrosocial giró hacia el análisis del poder desde una posición unilateral y anticultural. Pensadores con un interés en el proceso macrohistórico se aproximaron al significado —cuando hablaban de él— a través de sus contextos, tratándolo como un producto de cierta fuerza social supuestamente más “real”. Para eruditos como Barrington Moore, Charles Tilly, Randall Collins y Michael Mann, la cultura podría pensarse solo en términos de ideologías, procesos y redes de grupos más que en términos de textos. Mientras tanto, durante el mismo periodo, la microsociología enfatizó la reflexividad radical de los actores. Para escritores como Blumer, Goffman y Garfinkel, la cultura forma un entorno externo en relación con el cual los actores formulan líneas de acción que se presentan como “transparentes” o que emiten una buena “impresión”. Encontramos así muy pocas indicaciones en estas tradiciones sobre el poder de lo simbólico para dar forma a las interacciones desde adentro, como preceptos normativos o narrativas