No obstante, su abuelo había hecho todo lo necesario para que tuviera una excelente formación en el campo de la vinicultura. Se había enorgullecido de ella cuando había comprobado que su nieta había desarrollado una buena «nariz» y un excelente «paladar» para el vino, pasando sin problema los exámenes para convertirse en maestro enólogo. Con su reciente incorporación como directora de sucursal en Ipswich, iba poco a poco ganando experiencia.
Pero de eso a dirigir la compañía había un abismo. Después de todo, tenía solo veintiséis años.
Aquello era, sin embargo, el futuro lejano, mientras tenía algo mucho más inmediato de lo que preocuparse. De modo que se pondría manos a la obra a buscar el cargamento perdido de Antonio Ramírez.
Pero la tarea resultó harto complicada, pues, después de revisar cada rincón y cada factura meticulosamente, el pedido no apareció.
Definitivamente, los vinos de jerez no habían llegado a Suffolk.
Por desgracia, el repentino anuncio del regreso de Antonio Ramírez había provocado el que sus antiguas pesadillas también regresaran, aquellas que se habían repetido continuamente durante su adolescencia, y que habían logrado que su vida fuera miserable durante mucho tiempo. Durante los últimos días, se había despertado después de sueños muy desagradables, totalmente empapada en sudor, temblando y avergonzada.
Había hecho lo imposible por tratar de sepultar aquellas imágenes de una época pasada en la que había sido demasiado joven y demasiado inocente como para comprender la dureza del mundo real. Lo que le resultaba realmente enloquecedor era el descubrir que la oscura imagen de Antonio había permanecido sepultada en su subconsciente durante todo aquel tiempo, y que había aflorado a la superficie con aquel suceso.
¡Aquello era completamente absurdo! Se suponía que había superado aquel trance años atrás. Permitirse a sí misma entrar en aquel estado era absolutamente patético, y Gina se sentía furiosa.
Aunque hablar consigo misma no le había ayudado de momento a resolver el problema, ella sabía que muy pronto dejaría de soñar y que volvería a poder vivir su vida.
Aquello era lo que se estaba diciendo el jueves por la mañana, cuando el teléfono sonó de repente.
—¡Hola, abuelo! Sí, sí, estoy bien —le aseguró al anciano—. No, lo siento pero no hay señal alguna del cargamento de España. He mirado todas las facturas, y tampoco aparece.
—Da igual. Un representante de la compañía española está aquí, e insiste en revisar de arriba abajo todo el almacén —le dijo sir Robert Brandon a su nieta.
—Va a ser una pérdida de tiempo —protestó ella—. Sé que no está aquí. No es fácil perder un cargamento de ese tamaño.
—A pesar de todo, Antonio Ramírez está aquí, sentado en mi oficina de Londres.
—¿Qué?
—Y llegará allí a última hora de la mañana o a primera de la tarde.
—Pero… Pero la oficina ya estará cerrada para entonces —dijo ella sin respiración, apretando los nudillos con fuerza—. ¿Qué sentido tiene que se venga hasta aquí cuando no va a poder mirar nada?
—¡Gina, no te comprendo! ¿Qué demonios te pasa? Confiaba en ti para que trataras a don Antonio con la máxima cortesía.
—Sí, sí, claro. Perdona —farfulló ella, sintiéndose totalmente desconcertada e incapaz de dejar de temblar, como si tuviera fiebre—. ¡Por cierto, si se va a quedar tendré que hacer una reserva en un hotel! Puedo preguntar en el Hintlesham Hall. La comida es excelente.
—Mi querida niña. ¿Qué es todo esto? —la reprendió sir Robert Brandon—. Durante generaciones hemos tenido tratos con Bodegas Ramírez. El abuelo de Antonio en un gran amigo mío y, por supuesto, su sobrino se quedará en nuestra casa familiar de Suffolk.
—¿En nuestra casa? —repitió ella, cada vez más confusa.
—Estoy seguro de que puedo confiar en ti para que te encargues de que su estancia aquí sea realmente placentera —dijo su abuelo antes de colgar.
—¡Dios santo! ¿Qué voy a hacer? —murmuró Gina, justo antes de ponerse en pie y comenzar a caminar de arriba abajo. Pero las cosas se pusieron aún más difíciles cuando recordó que le había dado el fin de semana libre al ama de llaves y a su marido, para que pudieran visitar a su hija en Gales. Miró la hora. Ya habrían salido de casa y estarían de camino.
—¡Tengo que calmarme! —se dijo a sí misma, obligándose a permanecer derecha y a respirar pausadamente, una y otra vez.
La casa familiar era grande, con muchas habitaciones, y ella sería perfectamente capaz de arreglárselas sola con Antonio.
Después de todo, ya no era una adolescente, y estaba habituada a tratar continuamente con hombres de negocios. Además, habían pasado muchos años desde aquel fortuito encuentro. Tal vez estaría casado, con un montón de hijos.
Su abuelo había dicho que no llegaría hasta la tarde. Lo que haría sería reservar una mesa en un buen restaurante y asegurarse de que la conversación se limitara única y exclusivamente a lo comercial. Así no tendría ningún problema. En cuanto Antonio comprobara que el cargamento no estaba allí, regresaría por donde había venido y para el medio día del día siguiente ya se habría librado de él.
En cualquier caso no tenía sentido que se quedara allí, en su oficina, sintiéndose enferma. Tenía que ir a casa cuanto antes y comprobar que la habitación de invitados estaba preparada para recibir a un huésped.
Mientras conducía su Mazda en dirección a su casa, comenzó a sentirse algo más relajada.
Entró en el camino, flanqueado por robles, que llevaba hasta Bradgate Manor. Siempre le había encantado aquella mansión de la época de los Tudor, que había sido la casa de campo de los Brandon desde la época victoriana. La posibilidad de poder vivir allí era lo que la había impulsado a elegir como destino Suffolk.
Una vez en el interior, comprobó que todo estaba en orden, y decidió situar a Antonio en la habitación de invitados más alejada de la suya.
Pero pronto empezó a pasear de arriba abajo de la casa, como una gata encerrada. Volvía a sentirse extraña, e incomoda y no podía quedarse quieta ni un momento.
Una y otra vez se repetía a sí misma que no había motivo para que Antonio se acordara de aquel lejano suceso de su juventud. Pero, por mucho que ella lo intentaba no lograba librarse de aquella oscura y peligrosa mirada que tenía fija en la memoria. Con su pelo de ébano, rizado y brillante, a veces peinado hacia atrás, y aquellos grandes ojos negros de espesas pestañas, Antonio había sido siempre tremendamente atractivo.
No era de extrañar que en aquella época se hubiera dejado impresionar por él, teniendo en cuenta, además que era el hermano de su mejor amiga, a cuya casa había ido a pasar una semana.
Y ella no había sido la única, pues todas las mujeres que lo rodeaban parecían afectadas por su aura varonil.
—Míralas —decía Roxana riéndose a carcajadas—. Están todas completamente locas por mi hermano. ¡Qué estúpidas!
Pues bien, ella había sido la más estúpida de todas.
Pero en aquel instante lo que hacía que se sintiera como una auténtica necia era seguir dando vueltas de arriba abajo en aquel estado de nervios, esperando a que apareciera aquel maldito hombre.
Necesitaba un poco de aire fresco y hacer ejercicio, así que se iría a dar una vuelta a caballo.
Eso la ayudaría a olvidar.
Se dio media vuelta y subió por las majestuosas escaleras de roble hacia su dormitorio.
Antonio apretó los labios, molesto