Megan bajó la vista a sus manos. El corazón le dio un vuelco al imaginar la erección de Cal entre sus manos, brillante como mármol húmedo. Sabía lo que Cal quería, y ella también lo deseaba, pero aquel terror sin nombre estaba volviendo a alzarse en su interior, paralizándola.
–Megan, ¿qué ocurre? –inquirió él, mirándola preocupado, antes de cerrar el grifo.
Ella había empezado a temblar. Se rodeó el cuerpo con los brazos. Llorar tal vez podría ayudarla, pero no había derramado una sola lágrima desde aquella espantosa noche.
–Lo siento –dijo con un nudo en la garganta–. Pensé que podía hacer esto, Cal, pero no puedo. Hay algo dentro de mí que no está bien, algo que no puedo controlar –bajó la vista al desagüe, deseando poder desaparecer por él, como el agua.
–Te enfriarás si seguimos aquí dentro –dijo Cal.
Salió de la ducha y tomó uno de los dos albornoces blancos que había colgados detrás de la puerta. Su dulzura enmascaró su comprensible frustración cuando se lo echó sobre los hombros. Megan metió los brazos en las mangas y anudó el cinturón. Poco a poco los latidos de su corazón iban calmándose, y para cuando se obligó a mirarlo, él ya se había puesto el otro albornoz.
–Esperaba que esto no pasase –murmuró Megan–, pero debería haber imaginado que pasaría. Me siento como una tonta.
–Agradezco tu sinceridad –le dijo él–. No querría hacer el amor con una mujer que no estuviese disfrutando.
–¿Ni siquiera si ella quisiese disfrutar? –inquirió Megan–. ¿Crees que quiero estar así, que me entre pavor cuando intento tener relaciones íntimas? Lo único que quiero es volver a ser una mujer normal. Por eso decidí intentarlo. Pero no ha funcionado. Ni siquiera contigo.
«Ni siquiera contigo…». Ya era demasiado tarde; aquellas palabras habían abandonado sus labios. El sutil cambio en la expresión de Cal le dijo lo que había interpretado al oírlas. No era simplemente un hombre más para ella; era un hombre que significaba algo.
A pesar de la tensión entre ellos por el suicidio de Nick y el robo del dinero, había cosas que admiraba de él, como su fuerza, su determinación… y eso le había hecho abrigar esperanzas de que pudiese aligerar parte de su carga y ayudarla a recuperarse.
–Ven, vamos a sentarnos.
Cal le puso una mano en la espalda y la condujo fuera del baño, hasta el sofá. Cuando se sentaron, él desdobló una manta que había sobre el respaldo y los tapó a ambos. Megan subió los pies al sofá y se acurrucó junto a él, apoyando la cabeza en su hombro.
–Hoy has estado increíble en el cráter –le dijo Cal–. Y lo digo en serio.
–Alguien tenía que ayudar.
Cal le pasó un brazo por los hombros, solo como un gesto amistoso, con la intención de reconfortarla.
–Eres una mujer muy valiente, Megan, y fuerte. Solo ahora estoy empezando a darme cuenta de lo fuerte que eres. Pero hay algo que te aterra, que te paraliza. ¿Cuándo empezaste a tener estos ataques de ansiedad?
–¿Ya está intentando psicoanalizarme, doctor Freud? –le espetó ella, apartándose de él y poniendo los ojos en blanco.
–Solo intento comprender qué te pasa. Y si pudiera ayudarte… Ese incidente con el que tienes pesadillas, cuando fuiste tras la chica y el chico y aparecieron los yanyauid, ¿cuándo ocurrió?
–Hace cinco o seis meses.
–¿Y dónde estabas cuando lo presenciaste? Si tenías miedo de intentar ayudarles…
–No, sí que estaba intentando ayudarles. Llevaba una pistola conmigo, pero antes de que pudiera usarla alguien me agarró por detrás y me la quitó. No podía moverme, ni gritar. Solo podía observar aterrada –Megan sintió que se le revolvía el estómago–. No me pidas que siga hablando de eso, por favor. No quiero hablar de eso.
Cal exhaló un suspiro.
–Está bien, solo una pregunta más: ¿cómo conseguiste escapar?
Megan tragó saliva.
–No lo sé. Quizá los yanyauid me dejaron marchar porque era americana. O quizá llegó alguien del campo de refugiados y salieron huyendo. Lo siguiente que recuerdo es que me desperté en la enfermería.
–¿De verdad no sabes qué ocurrió?
–Probablemente perdí el conocimiento y alguien me encontró. Es la única explicación posible que tiene sentido –agitada, apartó la manta y se levantó del sofá–. No más preguntas, Cal –le reiteró–. No quiero hablar de eso –fue hasta el armario donde había colgado su ropa–. ¿No es casi la hora de la cena? Me muero de hambre, así que si me disculpas voy a vestirme –tomó un par de prendas sin siquiera mirarlas y se volvió hacia él bruscamente–. Y lo de la ducha no ha pasado; no quiero que volvamos a hablar de ello.
* * *
Cal miró a Megan, que estaba sentada frente a él, charlando animadamente con Harris mientras cenaban. Desde que le había preguntado por el incidente en Darfur apenas le había hablado. Era evidente que sus preguntas la habían incomodado, pero, precisamente por eso, con más razón, sentía que tenía que llegar al fondo de aquella cuestión, aunque de un modo más sutil, por supuesto.
En la ducha había estado impaciente por hacer el amor con ella, pero ya cuando estaba desvistiéndolo había tenido la sensación de que Megan estaba forzándose demasiado. De hecho, para cuando se había derrumbado y había admitido que no podía continuar, él ya estaba preparado para dar marcha atrás. Como le había dicho, acostarse con una mujer aterrorizada no era precisamente su idea de pasarlo bien.
«Ni siquiera contigo». Aquellas palabras angustiadas de Megan regresaron a su mente, palabras que le habían revelado que no era simplemente otro hombre para ella. Lo deseaba, y saber eso hizo que se reafirmase en su determinación de ayudarla a liberarse de su miedo.
Se acordó de que ese día aún no había revisado su correo electrónico. Después de la cena se excusaría e iría al vestíbulo a conectarse a Internet para hacerlo. Ya deberían haber contestado al correo en el que solicitaba el informe de Megan.
Para cuando terminaron el postre estaba empezando a impacientarse, y se sintió aliviado cuando Megan aceptó la invitación de Harris de tomar una copa en el bar. Con la promesa de que se reuniría con ellos después, se dirigió al vestíbulo. Los ordenadores estaban ocupados por un grupo de turistas, pero en cuanto uno quedó libre se sentó y se conectó a su cuenta de correo.
Allí estaba el archivo con el informe, como había esperado. Sin embargo, era bastante largo, y no iba a leerlo en un lugar público, con un montón de gente a su alrededor esperando su turno, así que lo guardó en una memoria y fue a recepción a pedir que se lo imprimieran.
Luego fue en busca de un lugar más privado donde pudiera leerlo. Cerca del restaurante había una pequeña biblioteca, así que entró allí, se sentó en unos de los gastados sillones de cuero, y empezó a leer.
Las primeras páginas eran un listado de las tareas que había realizado Megan como voluntaria, una evaluación de su trabajo. Tuvo que pasar varias hojas hasta llegar a lo que estaba buscando: su historial clínico, que incluía un informe del médico sobre el incidente de aquella noche en Darfur.
Mientras lo leía, su espanto fue en aumento. «Dios mío… Megan, Megan».
Capítulo Ocho
Con creciente espanto, Cal volvió a leer el informe del médico: habían encontrado a Megan inconsciente fuera del campo, llena de magulladuras, moretones, manchada de sangre y con la ropa arrancada. La habían llevado a la enfermería, donde un examen había confirmado que había sido violada, y probablemente más de una vez.
Durante